Citadel, de Ciaran Foy
Con frecuencia, el cine
de terror sugiere demasiado. El problema de ocultar al monstruo hasta el final
puede fallar. ¿Cómo? Bueno, por ejemplo, el monstruo puede no asustar a nadie
(como ocurre en la reciente Mamá). Citadel, por el contrario,
promete y cumple. En la primera escena vemos como un grupo de adolescentes
encapuchados -a los que no se les ve la cara- golpean a una mujer embarazada
delante del marido hasta dejarla en coma. La beba sobrevive pero un sacerdote
bastante misterioso le avisa que los mismos atacantes volverán por su hija.
Luego del terrible hecho,
Tommy sufre de agorafobia, el miedo a los espacios abiertos. Y cómo no tener
miedo de esta especie de Lugano 1 y 2 donde se desarrolla la historia. O la
pesadilla, ya que Citadel nos transporta hacia un ambiente que de tan
sólo verlo nos hace estremecer y pensar en que nunca nos gustaría estar allí.
Además, no parece el lugar por dónde la policía aparezca seguido. No hay ningún
tipo de protección.
Citadel transmite este miedo y
muy bien. A diferencia del cine de Carpenter, el espacio cerrado ya no es
refugio suficiente. Se tiene la permanente sensación de que estos adolescentes
pueden entrar de cualquier forma en la casa del traumado Tommy. El director,
Ciaran Foy (este es su primer largometraje), contagia la fobia del
protagonista. Salir es, básicamente, morir.
La película da un
interesante giro promediando la mitad (no se adelantarán detalles) obligando a
Tommy y el sacerdote a combatir a este grupo de adolescentes. Que son más que
un grupo y que, precisamente, no son adolescentes. Se trata de humanos que
mutaron en monstruos. Citadel da un vuelco anunciando algo así como
que “hay que matarlos a todos”, “que no tienen
salvación”, “que no son humanos” y “que hay que terminar de
una vez por todas con esa plaga”. ¿Corrección política? Ni en chiste. El
film destruye todo debate moral haciendo que espectador que quede sujeto a esta
discusión, pierda.
Hay mucho susto en Citadel,
pero también bastante humor provisto por la contenida bronca del sacerdote,
quien se empecina en hacerle ver a Tommy que el exterminio es la única
solución. Si no fuese por estas pequeñas intervenciones, el film claramente
sería mucho más polémico. Y sin embargo, en este personaje se encuentra la
esencia políticamente despreocupada de la película. Sobre el final, un plano de
una estética muy clase B refuta el sorprendente profesionalismo que el film
había sostenido a lo largo de sus 80 minutos. No deja de ser un detalle fallido
pero menor dentro de una obra que asusta mucho y que posee una filosofía tan
controversial como inédita.