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DOSSIER

Sobre Marvel, Joker, Scorsese: Síntomas, evasiones y realidades

Hace poco Scorsese habló pestes de las películas de la productora de Marvel. Más aún, hizo esta formulación tajante después de haber afirmado que ni siquiera había podido verlas todas. O sea, no sólo dijo que le parecían malas, sino que le bastaba una pequeña muestra para entender cómo eran. No me imagino una forma más despectiva de referirse a este cine. Sin embargo, estas declaraciones no son demasiado distintas de otros contemporáneos de Scorsese. Coppola se lamentó de la existencia de estas películas porque impiden el cine personal, Friedkin las destroza en el documental que se hizo sobre él, y hasta el mencionado Spielberg destacó que la figura del superhéroe no le producía mucho interés. Cuando yo mismo le pregunté a Peter Bogdanovich en una entrevista que tuve el honor y el gusto de realizar qué opinaba sobre el cine de Marvel, su opinión no fue precisamente sutil (“es una mierda”). 

Estas respuestas, con su mayor y menor grado de agresividad, pueden provocar mayor o menor grado de adhesión. Las reacciones ante las recientes declaraciones de Scorsese dieron cuenta de esto. En mi caso, tengo hacia ellas una posición neutral. Por un lado hay algunas de estas películas que me gustan mucho y creo que su pertenencia a priori a un género y a una productora no las hace malas, pero por otro lado me resulta perfectamente comprensible que realizadores que vienen de la generación New Hollywood miren este género con una mezcla de desconfianza y rechazo absoluto, sobre todo en lo que al cine de Marvel refiere.  

El New Hollywood, surgido a fines de los 60, representó ante todo la posibilidad de hacer un cine de autor, que tomara riesgos formales y apuntara mayormente a un público adulto. No se me ocurre nada más antitético a esto que el cine de Marvel. Hecho especialmente para un público infantil y adolescente, pero también anclado en la lógica del evento espectacular, donde más de una vez las películas (ya de por sí anunciadas como grandes sucesos) terminan funcionando como anticipos de otras películas de Marvel supuestamente aún mayores. Si hasta la lógica de las escenas pos-créditos tiene muchas veces esa intención: hacer esperar al espectador un largo rato para que vea una escena de un minuto -o menos- que nos adelantará algo de la película siguiente. Por otro lado, no se me ocurre un cine menos autorista que el de Marvel. Sí, claro, allí han filmado unos pocos directores personales que dejaron una marca propia, pero lo cierto es que más de una vez esa personalidad terminaba siendo usada como una tuerca de un monstruo enorme y deforme. Lo que pasó con Thor: Ragnarok en este sentido fue paradigmático. La entretenida e ingeniosa película de Taika Waititi, con varios chistes geniales y dueños de una comicidad propia de este director, terminaba con una luminosidad coherente con la historia que se nos venía narrando. Sin embargo, el plano final del largometraje encontraba a la nave de este Thor feliz comandando su pueblo, a punto de ser destruida por Thanos. Así es como Avengers: Infinity War (su secuela directa), se iniciaba con la tripulación de la nave siendo parcialmente masacrada, y con Thor asistiendo al asesinato de su hermano en la secuencia más cruel de todo el MCU (Marvel Cinematographic Universe).

De este modo, Marvel había tomado lo que era una película feliz para seguir relatando una historia mucho más terrible, filmada por dos directores impersonales como los hermanos Russo. No estoy diciendo que esto sea necesariamente malo, pero sí estoy describiendo la lógica de una industria que hace notar que estas películas pertenecen ante todo y por sobre todo a su industria, y que en el fondo ningún personaje, ninguna historia, le va a pertenecer al director que se encarga del proyecto.

Así y todo, creo que hay algo que irrita más aún a la generación New Hollywood del cine de Marvel que la idea de un cine mainstream poco personal. Esto se rastrea en la forma en la que Scorsese definió a Marvel: “no es el cine de seres humanos tratando de conectarse emocionalmente, con experiencias psicológicas, con otros seres humanos”.

Cuando tuve que entrevistar a Bogdanovich, su reflexión sobre el cine de superhéroes no fue muy distinta: “al cine americano ya no le interesan las relaciones humanas”. Y pienso también que no es tan diferente de lo que dijo Spieberg acerca de la figura del superhéroe, cuando declaró que entre un personaje que rescata a alguien usando una fuerza normal, y otro que tiene habilidades sobrehumanas, prefiere al primero.

Creo que en estas declaraciones hay algo en común, que es no asociar a este cine de superhéroes con algo real, con algo genuinamente humano. Es discutible si uno lo piensa: ¿Por qué tendría que ser más “humano” Travis Bickle que Thor? Ambos son personajes ficcionales, y ninguno es, en el fondo, más real que otro. Por otro lado, no estoy tan seguro de que los personajes de Marvel no se relacionen “humanamente” entre ellos. Si por relaciones humanas entendemos básicamente relaciones de odio, amor, compasión etc… entonces cualquier personaje de Marvel tiene eso. 

Dicho esto, es posible que la cuestión de que a Marvel “no le importen las relaciones humanas” tenga que ver con otro tipo de reclamo, y es que este cine es groseramente irreal. No porque acontezcan sucesos fantásticos, sino porque no hay nada acá que nos conecta con las calles americanas, con su situación política, con la indignación o felicidad de habitantes reales. En el fondo, si uno sacara la parafernalia tecnológica (tanto la que usan los personajes como la usada con las computadoras para hacer las escenas de acción), las películas de Marvel pudieron haber sido hechas en cualquier tiempo, incluso en casi cualquier país, cosa curiosa cuando uno de sus personajes principales se llama “Capitán América”. Hay un elemento bestialmente artificial en estas películas, que se opone por completo a gran parte del cine que hizo el New Hollywood en los 70 (uno que hablaba de las calles americanas, de su pasado, de sus miedos y frustraciones), y que constituye una idea de trasladarnos a un espacio de evasión total. Las películas de Marvel son incluso parte de un síntoma que viene teniendo el cine mainstream americano de las últimas décadas y al que alguna vez se refirió Jonathan Rosenbaum: que sea un cine americano que, curiosamente, de americano tiene cada vez menos.

Sospecho que esa es una de las razones principales por las cuales ningún villano de Marvel termina de funcionar.

En su gran mayoría quieren dominar el mundo, a veces incluso el universo entero.  Es un objetivo acorde con películas que están lo suficientemente separadas de la realidad como para crear villanos que tengan un objetivo tan grandilocuente. El tema es que ese objetivo difícilmente puede tomarse en serio, y conectarse mínimamente con algunos de los males reales del mundo. Un villano superlativo e inolvidable como el Hans Gruber de Duro de matar es extraordinario y temible no sólo por su inteligencia, sino también porque es un avaro bestial, alguien cuyos objetivos son tan terrenales como el hecho de ganar dinero a cualquier costo. Esto también hablaba de una época. Duro de matar se estrenó en plena era de Ronald Reagan, la de la fiebre de la bolsa americana, de la necesidad imperiosa por llenar las arcas personales. Thanos, Loki, Hela, infinitamente más poderosos que el personaje de Alan Rickman, son sin embargo mucho menos intimidantes, y mucho más intrascendentes. 

De paso también, esta irrealidad total de Marvel deviene en que los trasfondos trágicos de sus héroes (la cantidad de cosas horribles que vive Thor, por ejemplo, hace que Gritos y susurros de Bergman parezca Cuando Harry conoció a Sally), puedan ser percibidos como miembros de relatos luminosos y triunfantes, donde al fin y al cabo nada termina siendo tan grave porque todo está envuelto en un paquete pop feliz.

Este tipo de cine puede resultar divertido y hasta liberador. Pero a la larga, cuando la ingenuidad y el espíritu lúdico se multiplican y dominan el cine popular, lo que termina provocando también es hartazgo, y lo que antes parecía una cura a ciertos males (como el exceso de solemnidad), termina transformándose en algo molesto, sintomático de un cine perdido en una inocencia eterna. De este modo, las películas de Marvel se están volviendo cada vez más una suerte de versión invertida de eso que Truffaut llamaba cine de qualité. Ya no se trata, como catalogaba el cineasta francés, de un cine que cansaba por sus temas importantes, sino que es uno que cansa por una liviandad patológica. De hecho, puede compartir con el qualité el mismo problema de un cine  programático, deseoso de impactar siempre con las mismas cosas (ya no personajes psicológicamente torturados, sino escenas de batalla, persecuciones y peleas) y caracterizado por ser un cine marcado ya no por el guion, sino por una programación industrial rigurosa que ahoga la libertad creativa y la posibilidad de un cine que se sienta genuino.

Era casi inevitable que el cine de superhéroes empezara a diferenciarse de esto. Algunas películas de DC (como las dirigidas por Znyder) quisieron empezar a hacerlo pero el resultado fue horrible, confundiendo solemnidad con imágenes en claroscuro, cámara lenta, música operística y discursos altisonantes. Sin embargo, hubo grandes “antídotos” al cine marveliano como Logan –quizás la mejor película de superhéroes del SXXI- , Glass (ese raro y fascinante cuento de hadas autoreflexivo, que pide a gritos ser revalorado) y por supuesto, Joker. 

Esta último es un caso insólito, porque puede tratarse de la primera película de cómics que ha generado debates encendidos, que logró tocar una fibra tanto a los fanáticos de las historietas, como a un público general que se ha sentido irritado por los supuestos conceptos que maneja la película.  

De este modo, aparecieron personas que le reclamaron a Joker su supuesta apología del delito. Otros sintieron que Joker iba contra el cine de cómics y sobre todo contra la maldad sinsentido del famoso Guasón, cuya violencia anárquica era la base misma de su personaje. 

Respecto de la idea de la apología del delito, debo decir que me resulta absurda. Su protagonista nunca es presentado como alguien deseable y está bastante claro que su violencia resulta mayormente repelente y cargada de un resentimiento psicótico. De hecho, aún cuando Joker pueda matar gente que de alguna manera le hizo daño, nadie puede pensar que esas respuestas son vistas como justas o “normales”. Esto incluye su asesinato final de un personaje como la psiquiatra, una persona que sólo quiere ayudar y cuyo homicidio muestra finalmente que Joker es alguien que ha tomado el gusto por una violencia “pura” e irrefrenable.

La otra objeción, la del purismo indignado por la destrucción de la fuente original, me resulta igualmente absurda. Traicionar las bases de un personaje para hacer otra cosa es algo que el cine realiza desde hace casi un siglo, y en no pocas ocasiones lo hizo con obras clásicas. Indignarse por esas traiciones tanto a libros ultracanónicos como a un villano arraigado en la cultura pop, me parece un gesto snob y un poco ridículo.

Es más atendible la objeción del reduccionismo psicológico de Joker: aquella que reclama que el protagonista es finalmente un personaje regido por una lógica conductista algo simplificadora. No obstante, creo también que puede ser defendida desde el lugar de que Joker es menos un film psicologista o sociológico que una película que habla de un clima de época. En este sentido, Joker es mucho más la expresión de un temor social que un intento de dar cuenta de una explicación incisiva de la figura de un marginal y las causas de su criminalidad (Arthur la pasa mal, sí, pero otros personajes de la película sufren también y no están matando personas por eso), que una expresión de un desconcierto de época. Desde este lugar, juzgar a Joker por su chatura psicológica sería tan acertado como juzgar La noche de los muertos vivos de Romero por su chatura sociológica. Ambas películas tienen mucho en común. Son hijas de un sentimiento de furia y temor que caracterizó a los Estados Unidos en su momento, y que expresan esta furia y ese temor subvirtiendo un género. 

En La noche de los muertos vivos, Romero se dedicó a decirle a ese Estados Unidos horrorizado por la Guerra de Vietnam, y atravesado por las tensiones raciales, que esos monstruos que el cine de terror anterior imaginaba en Transilvana, o en tierras de fantasía, se encontraba en la raíz misma de su país. Lo hizo con una profundidad que en cuanto a su capacidad de análisis sociológico semejaba a la de un panfleto indignado, pero que en cuanto a su trabajo sobre la relectura y subversión de un género resultaba de una sofisticación admirable. 

Joker trabaja desde un lugar similar. Hipnotizado primero con un personaje psicópata, con cuerpo escuálido y desconcertante (ni siquiera sabemos cuánto de lo que vive en el film es real o no), Joker termina hablando de un Estados Unidos confundido, en el que viven clases sociales que parecen hablar en idiomas distintos y habitar culturas diferentes. En este sentido, la película le habla directamente a una parte de su público cuando su protagonista le reclama a Murray (Robert De Niro) que nunca salió de su estudio, y que ni siquiera se da cuenta de lo altanero que estaba siendo con él cuando lo invitó a su programa para burlarse de su poca capacidad como comediante. No es que Murray sea necesariamente malo, sino que vive en un mundo tan ajeno a esa marginalidad que no puede ni percatarse de lo que está pasando alrededor suyo. 

Es casi imposible no ver en ese momento una relación con una parte de la sociedad americana pos Trump, que hace unos años vio con desconcierto que la furia de una numerosa cantidad de miembros de la White trash americana podía votar a una persona políticamente incorrecta y con un discurso incendiario por el sólo hecho de que les prometía patear todo. 

Que Phillips exprese esto tomando el más artificial y feliz de los géneros populares actuales, es una de las provocaciones más contundentes que el cine americano haya dado en mucho tiempo. El propio director parece haberse percatado de esto en sus declaraciones acerca del cine de superhéroes, cuando dijo que hoy en día no había nada más políticamente incorrecto que meterse con ese tipo de cine para subvertirlo. 

En su crítica de Cinemarama, Diego Maté le objeta esto a Phillips diciéndole “hoy nada resulta más sencillo que atacar a las películas de superhéroes por su masividad, su contrato de entretenimiento sin culpas ni dobleces, por su exageración formal y narrativa que cancela cualquier posible seriedad”.

Sin embargo, creo Maté  cae en una doble confusión. La primera es creer que Joker está “atacando” al mundo de los superhéroes, como si tuviera en un momento un discurso necesariamente agresivo hacia esa clase de cine y no buscara simplemente otra vía. La segunda es que Maté habla de lo sencillo que le resulta a uno, como emisor de una opinión, hablar mal de este género buscando la complicidad de tantos otros que lo detestan. Phillips, en cambio, habla ya no de opinar sino de hacer una película costosa, adulta y furiosamente política, en el corazón de una industria que ha usado una y otra vez los cómics como fuente para darnos un cine lustroso donde los héroes ganen en universos que no nos interpelan.

Es una jugada osada y atítpica desde lo industrial y lo comercial, que si ha generado tanta incomodidad y debate (más de la que generó cualquier otra película dramática con intenciones políticas más directas) no es a pesar de ser una película del universo Batman sino por estar inmersa en él. Como explicó Robin Wood alguna vez, hacer una película de género genuinamente subversiva es no sólo mostrar un cine distinto al habitual, sino incomodar un espectador tomando una iconografía conocida por él y asociada a la evasión pura, para darle una significación distinta. A veces puede ser esta una forma de maltrato gratuito, pero a veces también es hacerle tomar conciencia a cierto público de que a toda fiesta se le acaba la música y lo que queda después de eso es salir a un mundo exterior mucho más duro. No es un pasaje agradable, pero puede que sea la única manera de que el cine popular vuelva a recuperar esa función que supo tener alguna vez de hablarnos, equivocadamente o no, con mayor o menor grado de simplificación, de su propio tiempo.

@ Hernán Schell, 2019 | @hernanschell

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