Las curvas encueradas de la Mujer Metralleta. Las luces desvirgantes de la Nueva Orleans nocturna bajo los ojos de un niño. Dolores Fonzi, esa Mila Kunis argentina, bailando y haciendo pensar en francés al crítico Spregelburd. Una prostituta, un profesor, un novio celoso, Kiarostami y nosotros adentro de un auto en Japón. Un perro drogado que no despierta y una ama de casa brasilera que hace desaparecer con la aspiradora el humo de un porro furtivo. Los Oxford ajustadísimos de Iris, teen sueca que baila con su amiga, ambas en tetas, mientras un tipo libidinoso las mira tomando whisky en plena luz del día.
Kurwin Ayub, teen iraquí, cantando Someone like you para You Tube, mientras se va quebrando en mil pedazos. Otra teen más, pero uruguaya, que se escapa del peor centro vacacional del mundo para encontrarse con su primer corazón roto. Elena, a punto de explotar en la clase de “zumba”, mientras la pesada de su empleadora baila como una poseída.
El final de El Olimpo Vacío, que arrasa con lo nac & pop con la fuerza de un tsunami de imágenes. El abuelo cabrón de Mahdi Fleifel, que hace vereda en su casa de un ghetto palestino como si fuera La Boca, mientras putea a esos chicos que son italianos o alemanes durante el Mundial. El brasilero inventor del improbable Dogma 2002, orgulloso de su obra ante la mirada atónita de su amigo. El Pseudo Robin pidiéndole públicamente a Mirageman que le devuelva la moto. La coreana extremadamente hentai de Kiltro, por la que nosotros también le pegaríamos a todo el mundo. La borrachera y las canciones entre unos marineros suecos y sus secuestradores somalíes, ambos soldados y víctimas del mismo capitalismo salvaje. Elmer Modlin como extra, viendo nacer al Diablo en El Bebé de Rosemary, y un zoom que acaso anticipa locura y destrucción. Orejas, James Cagney, Tincho Zabala, Cacho Castaña como un action star y Camilo Sesto en plan Neil Diamond vernáculo. Una topadora que, vista desde la ventana de un hotel por Weerasethakul, parece un robotito. Un chico celoso y melancólico que revisa el Facebook de su ex intenta redactarle un mail “neutro”. Los adolescentes de Rodrigues, caminando borrachos y zombies por Lisboa como nosotros por los atestados pasillos del Village Recoleta. Lule y Rama, jugando con los límites entre el amor y el odio en una playa de Mar del Plata. Los perros de Macao, terroríficos augures del fin del mundo. Federico Moura, peinándose sensual, cantando Encuentro en el Río Musical sabiendo que se muere. Dos genocidas indonesios, uno vestido de mujer y el otro que se quiebra luego de interpretar, alambre en el cuello, a una de sus víctimas. Aurora Venturini hablando de su araña mascota, que murió aplastada por leer un poema. El maradoniano Eminem, rapeando a una velocidad luz imposible
para un blanco. Una actriz porno tonta y una señora viuda jugando al bingo. Dos chicas en blanco y negro, conduciendo al ritmo de Words Don’t Come Easy. Más chicas en un auto, entre Shakespeare y películas piratas. René Lavand y su mano derecha en el bolsillo, ese gran fuera de campo que es la base de toda su magia y su misterio. Tres o cuatro señoras gordas abusando de un improbable stripper keniata. Una adolescente chilena a la que le duele el corazón y la choriflai, y los calma con lo que tiene a mano. Una nena de diez años que odia sus nombres capicúa. Un Toby Jones que termina fagocitado por el cine. Ramón Ayala, recitando con voz de sabio un hermoso poema que habla de su querida Misiones. Funde a negro.
Esta es, luego de un vendaval de títulos y en un primer recuerdo, mi película del 15 Bafici. Un editado aleatorio, caprichoso y hermoso que pasará a mezclarse con los otros Baficis, y más tarde con todas las películas vistas en cualquier lado, configurando una extensa secuencia que deseamos sea eterna. Y está bien que así sea, ya que la Historia del Cine es la que cada uno lleva consigo.
Cada Bafici es una experiencia personal intransferible, y si encabezo esta larga nota con la evocación de dichas imágenes es para dejar en claro que no creo en los “balances”. ¿Cómo hacer un balance del Bafici, un Festival con más de 400 películas, de las que uno –con suerte y voluntad- podrá, como máximo, ver un 15%? ¿Cómo analizar la producción y compararla con anteriores ediciones cuando la visión de una película depende, en el mayor de los casos, de horarios, factores geográficos, entradas anticipadas o de que ande el maldito escáner del personal de sala?
Acá va entonces, más que un balance, un detalle crítico o cobertura tardía de las 58 películas que pude ver (entre cortos y largos, como le gusta decir al Festival), menos para ponerle un puntaje a esta edición que para volver a repasar y pensar cada película, con la siempre vanidosa ilusión de ayudar al lector confiado y entusiasta a buscar o a esperar todas aquellas películas que a uno le parecieron fundamentales.
Competencia Internacional
A riesgo de contradecir lo antedicho, y dado que sí pude ver la mayoría, intuyo que esta Competencia Internacional fue un poco más jugada (más independiente, aunque suene extraño) que en años anteriores. En este sentido, no hubo hits asegurados como en 2012, con películas de género como Tomboy, Policeman o la sobrevalorada Snowtown. Tampoco una fija de trasnoche como lo era The Woman in the Septic Tank. Esta vez, si se quiere, se trató de una selección más heterogénea y arriesgada estéticamente, con varios títulos que bien podrían haber estado en la ex sección Cine del Futuro. Dentro de los posibles hits sí podría incluirse a una de las mejores películas del Festival, Call Girl, un apasionante -e hipersensual- thriller sueco, basado en un escándalo real y de estética setentosa (con mucha música de la época, claro), que podría definirse como una cruza entre El Topo de Alfredson y Boogie Nights, pero que es mucho más que esa fórmula, ya que sus tramas políticas y, digamos, iniciático-sexual confluyen de manera alternada, creciente y elegante, sin sentir que estamos viendo dos películas en una.
La que sí son varias películas en una (por sus capas, por lo que vale) es la mejor película que pude ver en la Competencia y uno de los puntos más altos de toda la programación: A World not Ours, un documental autobiográfico de esos que tan a menudo suele ofrecer el Bafici. Me viene a la mente la hermosa hotographic
Memory, del año pasado, pero éste vendría a ser su reverso social y
político, ya que a diferencia de McElwee, la infancia que Fleifel retrata en
primera persona y proyecta al presente transcurre en un campo de refugiados
palestino, al que vuelve una y otra vez (registrándolo), buscando un pasado
perdido e intentando descubrir qué es lo que le ha pasado a él y también a
personajes entrañables como su abuelo, su tío o un amigo militante. La
sabiduría del director radica en documentar todo esto con cariño y sin
sentimentalismos, sin dramatizar allí donde las imágenes (o lo que el
espectador ya sabe) lo dicen todo, y dejando aflorar un humor que por momentos
la convierten en una comedia brillante, con un cálido relato en off y jazz de
los treintas a lo Manhattan
incluidos. Una película para tener siempre cerca, y una clase de documental de
93 minutos.
De la película ganadora, Berberian
Sound Studio, sólo puedo decir que me sorprendió bastante su premiación, ya
que si bien es un thriller intenso y de cuño cinéfilo muy logrado, además de
una angustiante sofisticación al estilo de David Lynch, no creo que se trate de
un film inolvidable, como lo han sido por ejemplo anteriores galardonados. Sin
embargo, no hay dudas de que se trata de una gran película que, al menos en mi
caso, hay que ver más de una vez.
Disfruto mucho del cine indie
americano (el de verdad, por supuesto) que suele estar en la Competencia (el
año pasado fue el caso de la extraordinaria Francine), así que vi las tres. Es muy merecida la inclusión de Exit Elena, una hermosa comedia
dramática donde lo realmente fascinante es cómo se amalgama o se entrecruza
justamente lo cómico con lo dramático. El registro en video súper “casero” más
la utilización de la familia del director, además de él mismo, para interpretar
a los personajes, hace que el límite entre realidad y ficción sea prácticamente
indiscernible. Una película muy sentida y disfrutable, que oscila entre el
Mumblecore y algo del cinismo made in Todd Solondz. Ciertas temáticas y
tratamiento de sus personajes la unen a I
Used to be Darker, excepto en su producción, ya que la de Porterfield es
una película más “grande”, que al lado de Exit
Elena casi podría considerarse industrial. La tercera película del
simpático director de Baltimore es más que correcta, sólidamente narrada y con
un gran soundtrack con su sello, pero indudablemente menor a la bella y potente
Putty Hill, también vista en este
Festival.
La mayor sorpresa en el cine americano en competencia habría que buscarla
en Tchoupitoulas, relato de viaje iniciático
de tres hermanos de color por una Nueva Orleans siempre nocturna y luminosa,
como si la recientemente nominada al Oscar La
Niña del Sur Salvaje hubiera sido dirigida por el Joao Pedro Rodrigues más
crepuscular.
De las argentinas en competencia, pude ver Viola y Acá Adentro,
cada una en las antípodas de la otra, tanto en su concepción genérica como en
su calidad final. Nunca me entuasiasmó demasiado Matías Piñeyro, un cineasta
que a mi entender suele jugar demasiado al límite del esnobismo intelectual y
hermético marca FUC. Viola puede
tener algo de eso, pero no hay dudas de que se trata de un gran film, un
vistoso laberinto cinéfilo-teatral que es ante todo humano. Donde se habla
mucho, sí, pero donde lo que se muestra, y cómo, es el centro del relato.
Acá Adentro es una película indigna de esta Competencia, que podría haberse quedado en
la argentina o directamente no haber sido presentada. Se trata de un film
demasiado amateur y exhibicionista, donde el tour de force que implica poner en
off todo (pero todo) lo que su neurótico y omnipresente personaje piensa a lo
largo del día da lugar a una serie de viñetas cuasi publicitarias y a una voz
impostada que llega a la irritación. Es imposible no pensar en el excelente
corto No me Ama de Piroyansky (de
similar propuesta estética o temática y voz en off permanente), sólo que éste
tiene cine, una neurosis no abusiva, emoción y una voz que habla como el resto
de los mortales.
De todas las competidoras en habla hispana, me quedo con Tanta Agua, un relato sencillo y
agridulce, costumbrista y amable (al estilo de Whisky o Gigante), que
habla de una familia rota o en crisis en plan reencuentro, pero que más que
nada es el hermoso cuento de crecimiento de una adolescente, apuntalado por la
soberbia actuación (de gestos precisos y pocas palabras) de Malú Chouza. Se
sabe que los jurados, como los críticos, suelen descartar al costumbrismo como
si se tratara de un arte menor (de la misma manera en que se ha subvalorado a
Fontanarrosa dentro de nuestra literatura, por ejemplo), a cuyas películas, y
en un acto de extrema generosidad, pueden llegar a juzgar como “simpática”. Tanta Agua es mucho más que eso.
Este talento uruguayo para la simpleza –temática, que no cinematográfica-
puede comprobarse en la segunda representante de este país (un logro merecido),
AninA, que si bien no despertó en mí
el entuasiasmo generalizado (quizás Pixar, Miyazaki o Selick nos hayan
malcriado en este arte), es una película de animación excelente, mayor aún si
se la compara con la pobreza estética y de ideas que tiene la supuesta
industria nacional, ávida por serializar historietas o cartoons ya probados
antes que crear nuevas historias y sacar el máximo provecho de uno de los más
ilimitados (y económicos) géneros cinematográficos. AninA brilla en cada fotograma, y si el cinismo nos impide
disfrutar de su pequeña gran moraleja, eso no le quita mérito alguno. Si no es
una película de la que deberíamos aprender en tanto niños, al menos deberíamos
aprender de ella a la hora de realizar fábulas animadas desde el Tercer Mundo.
Competencia Oficial
Argentina
No es éste el mejor lugar para enterarse acerca de la Competencia Oficial
Argentina, ya que ante tamaña oferta de películas, suelo dejar pasar a la
mayoría de las representantes locales dado sus mayores posibilidades de
estreno, a menos que los comentarios en el día a día del festival me hagan
decantarme por una de ellas (lo que este año no sucedió, salvo quizás el caso
de Barroco, que no pude ver). De las
presentadas, la única ficción que vi es Los
Tentados, segundo largo del precoz marplatense Mariano Blanco. Me pareció
un retrato de pareja sólido y convincente, de pocas palabras y de un gran
trabajo tanto gestual como de cámara. El poder de observación de Blanco es
admirable, y la coherencia narrativa para meternos de lleno y sin preámbulos en
esa pareja que se ama pero que podría derrumbarse en cualquier minuto, hace que
películas “mainstream” como El Campo
parezcan de los ochenta. Un detalle: luego de disfrutar de las excelentes
actuaciones de los dos protagonistas (y su doble capacidad verbal: la de no
declamar teatralmente ni tampoco hablar para adentro como en tanto cine joven
argentino), me sorprendió muchísimo enterarme que se trataba de dos no actores,
amigos del director.
Me gusta mucho el momento que atraviesa el documental argentino, que –si
bien no parece capaz de producir hoy una obra maestra absoluta como A World not Ours o The Act of Killing– no tiene mucho que envidiarle a la mayoría de
las producciones de otras procedencias, con obras sin demasiado vuelo
cinematográfico si se quiere, pero sin fisuras y con enormes personajes.
Es el caso de Ramón Ayala y Beatriz Portinari. Un Documental Sobre Aurora
Venturini, que además comparten un objetivo que logran plenamente: el de
rescatar y reivindicar a dosgrandes (en edad y en talento) artistas, quienes al
menos para mí resultaban completamente desconocidos, y dejar entrever una obra
y una vida con sólo un retazo de ellas. El primero, músico, compositor y
pintor, rezuma sabiduría y genio en cada intervención o en cada letra
–hermosísimas- que nos lee a cámara, mientras que la segunda, escritora y poeta
platense de 92 años, nos gana desde el primer plano en base a anécdotas y a un
humor sensacional. A grandes rasgos, funciona mejor la sobriedad y el montaje
honesto de este último film que la búsqueda permanente de la estampita kitsch
del fotógrafo Marcos López, quien además va y viene por el país, a veces de
manera injustificada narrativamente, mientras lo único que queremos es seguir
escuchando cantar o hablar (a veces parece lo mismo) a ese sabio misionero.
En este sentido, resulta un poco inexplicable que El Gran Simulador quedara en la sección Fuera de Competencia (si
alguno sabe la razón, avise), ya que no tiene nada que envidiarle a los antes
citados, e incluso puede superarlos con la presentación de otro artista
inolvidable –en este caso, el ilusionista René Lavand-, además de la mano
experta de Frenkel para enfocarse exactamente en el recorte que quiere hacer de
su sujeto. Lavand tiene un encanto cinematográfico impagable (que ya luciera en
la genial Un Oso Rojo de Caetano), y
el director sabe sacar jugo de cada intervención o cada truco de archivo, además
de dejar sobrevolando, como un hermoso fuera de campo, el gran misterio de si
el mago puede realmente usar su mano derecha o ésta quedó inutilizada en un
accidente -y de ser así, cuál-, en lo que quizás sea el truco más maravilloso
de Lavand.
También fuera de competencia pudo verse el mejor documental argentino en
años, El Olimpo Vacío, una película
polémica y valiente acerca de una figura análoga, Juan José Sebreli. Este
soberbio ensayo político parte de Sebreli pero no se queda sólo en él, sino que
funciona como MacGuffin ideológico para desplegar el alegato en contra del
estado de las cosas más potente que he visto en lustros, en un in crescendo
dialéctico y cinético cuyas increíbles imágenes de archivo funcionan cual
municiones hacia la conciencia de un país. Que es mucho más autocrítico que
crítico o petardista (¿quién no va a simpatizar, por ejemplo, con el Che o
Maradona?), y que culmina con una de las secuencias de montaje más
movilizadoras (o autovergonzantes) de la historia del cine nacional. Tal es así
que la película se convierte en obligatoria, y puede ser vista tanto por
quienes adhieren a las ideas del pensador como quienes no (en el film se da voz
a algunos “oponentes” ilustres, como Bayer o Morales, y no se lo hace con
desprecio). Cabe señalar que el documental no es apto para adherentes
fundamentalistas y no pensantes del Oficialismo (a quien prácticamente no se
nombra jamás, pero el elegante fuera de campo del documental nos dice de qúe se
está hablando a cada momento), quienes encontrarán en él una veta
propagandística y “destituyente” inexistentes, amén del sacrilegio de
cuestionar a los símbolos más arraigados del populismo más reaccionario. Si
aceptáramos realmente que existen dos “bandos”, tal como bushianamente le gusta pensar al acólito K, y cualquiera de ambos
discursos son siempre de propaganda, después de la película sobre Néstor
Kirchner y del El Olimpo Vacío al
menos tendríamos en claro cuál de los dos extremos lo elaboran con mayores
argumentos y brillantez.
Por último, también pudo verse en esta sección El Crítico, de Hernán Guerschuny, una película bastante
defenestrada por –precisamente- todo aquel crítico o cinéfilo festivalero que
se animó a verla. Y el verbo “animar” es intencional: no esperaba nada de este
film a priori ombliguista y demagógico, pero que terminó sorprendiéndome por
otros motivos. Además del retrato autorreferencial cinéfilo (en donde están los
mismos chistes de siempre), la película tiene dos tramas entrelazadas (crítico
perseguido por cineasta enojado y vengativo + crítico que se enamora) que se
pisan una a otra, y da la impresión de que el film hubiera funcionado mejor de
haberse decidido por explotar una sola de ellas. Es en este sentido que me
quedo con –y valoro a- la segunda historia, no sólo por una Dolores Fonzi que
nunca estuvo tan sensual y cinematográfica (y eso que regala encanto en cada
obra), sino por una lúdica relectura de la comedia romántica más rosa, que la
aleja de panfletos artie como –valga la redundancia- El Artista de Cohn y Duprat. Por supuesto que La Vida Util es una película mejor y más rica (otro género
incluso), pero El Crítico se salva del oprobio de sus colegas con más de una
escena.
Vanguardia y Género
Luego de 15 Baficis, si hay una sección que me parece algo así como su espina
dorsal, y de cuya calidad sí podría depender la valoración del Festival (o
incluso la producción independiente global), ésa es la ex Cine del Futuro,
ahora llamada simplemente Vanguardia y Género. Es, también, la que me ha dado
más satisfacciones, y que esta edición, aunque en menor medida, no ha sido la
excepción.
Las principales alegrías se las debo al género y a Chile, un cine que,
junto a Portugal y Rumania -insólitamente ausente en este Festival- están
realizando, a mi entender, el mejor cine independiente (los tres carecen de
industria) por habitante o kilómetro cuadrado. Al tratarse de tres
cinematografías absolutamente disímiles en temáticas y estéticas, en el caso de
Chile hay que alabar su capacidad de haber parido un cine joven que ha sabido,
en gran medida, sacarse a tiempo el lastre del trauma pinochetista para
enfocarse en un cine de género rabioso y admirable, algo que a nuestros mejores
cineastas quizás les ha costado un poco más. En el caso de Ernesto Díaz
Espinoza, reciente y tardío descubrimiento por mi parte, esta variante es
llevada al extremo, remixando géneros bastardos como el de las artes marciales,
el cine de superhéroes, el spaghetti, la parodia de espías o el latinxplotation más salvaje. Lo bueno
del cine de Díaz es que no se limita a copiar a Tarantino o a Robert Rodríguez,
sino que su amor por las artes marciales, el melodrama básico que las sustenta
y el multigénero ochentoso lo acerca más, por decir un nombre, al tailandés Prachya
Pinkaew (el de las geniales Chocolate
y Tom Yum Goon).
Para
hablar de las películas de Díaz debo hacer una cómoda digresión, ya que aparte
de la excelente Tráiganme la Cabeza de la Mujer Metralleta, presentada en esta sección, he podido ver también Kiltro y Mirageman,
presentes en el Foco que el Bafici le ha realizado muy justamente al director.
La primera es su última película, y además de la infartante mujer del
título, que chorrea sexualidad en cada escena, Díaz nos presenta a un simpático
antihéroe que debe cazarla antes que unos mafiosos inolvidables, entre los que
se cuenta un argentino chanta inequívocamente porteño. La película homenajea al
brillante videojuego San Andreas, tanto en su estética (hay planos calcados)
como en su estructura narrativa escalonada “nivel a nivel”, algo que se repite
en los demás largos del director. La acción y el humor van de la mano hasta
hacerse casi inseparables, y el resultado es una película buenísima, mucho
mejor que, pongamos, su prima Machete.
Kiltro, su ópera prima de 2006, presenta a su action
hero y estrella de sus próximos tres films, Marko Zaror, un artista marcial
estupendo con pinta de modelo de slips que no sólo es la cara y el cuerpo que
lleva adelante las locuras de Díaz, sino que además es el coreógrafo de las
escenas de peleas y ha colaborado en los guiones. Kiltro no puede defraudar a nadie, con sus enormes enfrentamientos
, su humor autoconciente y una teen “coreana” descomunal, aunque quizás se
trate de su obra más floja, perdiendo en comparación con el resto de su bella
obra, en parte por una búsqueda permanente –quizás por las ansias del debut-
del multigénero, que no siempre funciona bien.
El escultural Zaror vuelve a protagonizar Mirageman, que si bien suscribe al género superhéroes, no deja de
ser tampoco una de artes marciales (el personaje es un karateca que decide
calzarse un traje de héroe, y que carece de poder alguno). Para mí es su mejor
film, más que nada por superar la difícil misión de parodiar al género a la vez
que le expresa su amor incondicional, en especial en la tragedia típica que
provoca la ascensión del héroe como la caída posterior (incluso con citas
“auditivas”: en varios momentos emotivos pueden oírse los acordes casi exactos
de la genial Unbreakable de
Shyamalan). Por otro lado, y pese a ser una comedia, Díaz no presenta al típico
imbécil o alfeñique que suele poblar este tipo de parodias superheroicas, sino
a un tipo con el lomo de Superman que pelea que da miedo, y lograr humor a
partir de ahí es una tarea más ardua, que sin embargo logra. El comic relief está dado por el improbable
secuaz de Mirageman, Pseudo Robin, un personaje de antología, y el humor
(político) se desprende de la genial visión de los medios en el asunto. Sí, Mirageman es mejor que la última
Batman.
El de Díaz es un cine al que los críticos “serios” y los festivales
ignoran, y si lo toman en cuenta será bajo el apelativo de “simpático”, o ideal
para las funciones de trasnoche. Los cineastas jóvenes, a su vez, quieren
agradar tanto a críticos como a festivales (¿qué diferencia ética puede haber
entre esto y querer agradar sólo al público?), y es por eso que en nuestro país
este cine es prácticamente inexistente, salvo deshonrosas excepciones.
Pero no hay que olvidarse de las etimologías. Si esto se llama “festival”,
es más que nada por películas como las de Díaz.
Y también por otra obra chilena de esta sección, Joven y Alocada. La directora Marialy Rivas transforma un blog real
en el diario intimísimo de una adolescente que oscila (o más bien es llevada a
rastras) entre la religión y el sexo. Desfachatada y explícita pero jamás
chabacana o exhibicionista, con un ritmo trepidante y un gran uso de las nuevas
tecnologías (fundamental para meternos de lleno en la cabeza y el cuerpo de una
teen de hoy), Joven y Alocada es –y
autocito lo escrito en mi Facebook- una excelente comedia dramática que esconde
grandes dosis de emoción detrás de guarradas varias, como reverso anárquico de
las aún presentes represiones varias de la religión. Otra película chilena que
nos vuelve a demostrar todo lo que nuestros (grandes) cineastas no se animan a
filmar, todavía demasiado encaprichados en ciertas temáticas sociales o cierta
poética de los cuerpos donde el sexo hecho y derecho ocupa un tímido y banal
lugar; donde el sexo es apenas un episodio, una gratuidad narrativa o incluso
símbolo de lo narrado, pero nunca sexo a secas.
Si hay una película que realmente hace honor al nombre de la nueva sección,
ésa es A Ultima vez que vi Macau, de
Joao Pedro Rodrigues, donde vanguardia y género conviven de manera armónica,
magistral y sobre todo conmovedora, como el director ya lo hiciera en la
maravillosa Morir como un Hombre.
Película de la que parece partir (y no sólo por la presencia luminosa de sus
maravillosos transexuales), para luego mutar ya no en melodrama sino en film
noir, en thriller y en retrato de una ciudad a la Terence Davies, antes de
derivar en una de ciencia ficción absolutamente construida en el montaje y la
musicalización, y un final con uno de los mejores apocalipsis que he visto
jamás. La creatividad de Rodrigues en la puesta en escena puede llegar a ser
escalofriante.
La danesa A Hijacking es, como
su vecina escandinava Call Girl, una
película de género potentísima, aunque por razones diversas e igualmente
disfrutables. Más bien setentosa en su estructura, el film narra el secuestro
de un barco comercial sueco por parte de unos piratas somalíes, y para hacerlo
se enfoca en dos personajes tan antagónicos como podrían serlo un héroe y un
villano, sólo que esta vez están del mismo “lado” (superficialmente) y deben
trabajar en pos de un mismo objetivo: un joven cocinero bonachón que está a
bordo del barco, y un viejo ejecutivo que desde tierra firme se hace cargo de
las negociaciones con los terroristas. Ambos personalizan ambos entornos (barco
y multinacional; la película no sale de estos dos ámbitos) y una negociación
ardua y brutal que alcanza niveles de tensión exasperantes. Y también, por qué
no, encarnan individualmente una era de capitalismo salvaje donde, justamente,
los términos héroe y villano ya no tienen un sentido claro. Lo dije y lo
repito: el cine de género escandinavo, como el australiano, puede y debe ser
estrenado mucho más asiduamente en la cartelera local.
Pero no todo el cine de veta más comercial presentado en el Festival alcanza
estas alturas. El ejemplo negativo es la irlandesa Citadel, una película de terror urbano impresentable, que además de
ser fascista –sería lo de menos- falla en absolutamente todo lo que se propone,
haciendo de la venganza “obligada” de su gris protagonista (representado por un
actor mediocre) un popurrí de golpes de efecto, inverosímiles imperdonables y
giros absurdos que la dotan de un triste humor involuntario. Al comienzo hay
“cosas” prometedoras de dos películas enormes como Los Extraños o Eden Lake,
pero luego deriva en una de chicos zombies (o algo así, no se explica) que no
conduce a ningún lugar mínimamente disfrutable.
Dentro de lo que sería “vanguardia”, no he tenido mucha suerte. Carmela, Salvata dai Filibustieri es un
ejercicio intertextual que parte de una de piratas de Salgari para recrearla
hoy, en un pueblito costero, de la mano de dos grises pescadores que deben
encontrar a la tal Carmela del título. Puesto así la cosa suena bien, e incluso
resulta muy interesante de a ratos, pero la película se pierde en una
soporífera deriva que no proporciona mayores hallazgos, ni los de los dos
improbables “corsarios” ni los nuestros como espectadores. Eso sí, ya que
reconocer que está bellamente filmada.
Luego me tocó ver Arraianos, uno
de esas ya típicas “docuficciones” sobre un pueblo perdido, muchos árboles, sus
ancianos habitantes, el esforzado labor campestre y tres o cuatro ovejas, que a
veces pueden alcanzar niveles de brillantez notables (Le Quattro Volte, por ejemplo), y otras dejarnos absolutamente
afuera (o peor, indiferentes), al desconocer la realidad del asunto con el que
se juega (acá un pueblo fronterizo entre Galicia y Portugal) o ignorar que los
apáticos pobladores supuestamente verbalizan parlamentos de una obra teatral
llamada O Bosque, cosa que recién supe al leer su sinopsis. Estoy casi seguro
de que esta película no está mal, y hay quienes la encontrarán brillante, pero
a mí, por lo menos, tanto árbol no me dejó ver el bosque.
Dentro de los cortos presentes en la sección, pude ver A Story for the Modlins y Manha de Santo
Antonio, también de Joao Pedro Rodriguez. El primero es excepcional, de lo mejor que he visto en este Festival. En
sólo 26 minutos, el español Sergio Oksman nos cuenta dos historias asombrosas:
la primera, que hace unos años encontró, en la basura de una calle madrileña,
una caja con fotos, audios y videos pertenecientes a los Modlin, misteriosa
familia americana autoexiliada en España. En la segunda y más fascinante,
Oskman nos da su versión de los hechos, reconstruyendo la historia de la
familia mediante su voz en off y la visión de dicho material, alterando el
sentido posible (que desconocemos tanto como el director) para transformarla en
un verdadero thriller filial, partiendo de una prueba audiovisual real que
contagia al corto de un misterio sobrenatural: Elmer Modlin, el padre de la
familia, fue extra en la escena final de El
Bebé de Rosemary, aquella en la que nace ni más ni menos que el Diablo.
Después de eso no sabemos más nada. ¿O si?
El corto de Rodrigues no me había parecido gran cosa, quizá porque esperaba
ver más del estilo deaforado y barroco de sus dos largos que conozco, pero con
el tiempo me fue viniendo a la mente más y más, lo que hable quizás de su
poderío visual y del extrañamiento que produce su visión. El día previo al
feriado festivo del patrono de Lisboa, cientos de jóvenes salen a reventarla, y
al verlos volver al amanecer, alguien debe haber dicho “Mirá, parecen zombies”.
Rodrigues los filmó de esa manera, en idénticos planos picados y sin que
podamos verles los rostros, en un poético deambular que puede recordar a la
francesa Les Revenants o a alguna
obra de Pina Bausch. Un corto que Gus Van Sant seguramente adorará.
Panorama
Mi primer desacuerdo con la nueva programación del festival es haber
unificado todas las microsecciones en las que se dividía Panorama
(Trayectorias, Lugares, Nocturna, Cine + Cine, etc., etc.) para ubicarlas a
todas bajo el mismo nombre, ya que con tanta película, una ayudita –aunque sea
nominal- nunca viene mal. Dicho esto, es en esta elefantiásica sección donde me
encontré con la que es, sin lugar a dudas, la mejor película que pude ver en el
Bafici 15: The Act of Killing.
Ya se ha hablado demasiado de esta película, antes, durante y después de
proyectada, así que no diré mucho. Además (y más que nunca quizás), nada de lo
que pueda decir podrá hacerle verdadera justicia, ni suplantar el hecho de ver
siquiera diez minutos del film.
Sí me gustaría adelantar que si hubo un célebre e influyente ensayo de
Serge Daney llamado El travelling de Kapó, The
Act of Killing es casi su punto final, o al menos punto aparte; tal es su
puesta en tensión de toda teoría de la representación de la violencia en una
pantalla.
¿De qué trata la película? Alguien descubrió que los genocidas indonesios
–que aún gobiernan en país- tienen un punto débil: el cine. O mejor dicho, cayó
en la cuenta de que todo fascismo siempre necesitó de una cámara como la bruja
al espejo. Son los ganadores, y para escribir la Historia necesitan del cine.
Lo que hizo este sabio es darles vuelta el espejo, poner esta poderosísima arma
en su contra. La historia la escriben los que ganan, pero Joshua Oppenheimer le
puede ganar a los que la escriben con sólo ponerles una cámara adelante y
dejarlos que hablen. Y que actúen. Y que representen ellos mismos el Horror,
quizás dándose cuenta por primera vez –el gran interrogante del film- que lo
que hicieron no sólo está mal, sino que es imperdonable. Con la cámara “no
oculta” más grande del mundo, el director obtiene un testimonio que seguramente
no los comprometa, pero que servirá de material de estudio, de asombro, de
reflexión para el resto de los mortales, para los que aún vivimos, para los que
buscamos que la Historia no se repita. Y para eso nosotros también necesitamos
del cine, y más precisamente a películas como The Act of Killing.
Cuando uno se entera de que Herzog es el productor ejecutivo entiende mucho
más. No obstante, si -como dice el catálogo-, Oppenheimer “trabaja como
investigador para el proyecto Genocidio y Género del AHRC británico”,
tranquilamente ya puede ir colgando los botines.
Como detalle no
menor, agrego que en década y media de Bafici jamás vi a tanta gente irse antes
que termine la película, no sólo a la mitad, sino incluso a los veinte minutos
de comenzada. No hay una sola gota de sangre “real” en el film, pero los litros
y litros que hay en nuestra cabeza pueden ser demasiado. La película es
larguísima, y coincido con mi colega y amigo Ignacio Moretti en que esa
extensión excesiva es intencionadamente sofocante. La experiencia es lógica y
necesariamente devastadora, y uno sale del cine tan lleno de imágenes que lo
que menos quiere es ponerse a ver otra película.
Pero así lo hicimos, y nos encontramos con uno de los puntos más altos de
la sección Panorama, Paradise: Love.
Para describirla, ya que ese día estaba emocionado, vuelvo a autocitar lo que
escribí ese día en ese medio no oficial llamado Facebook: “Jamás en mi vida vi
tantos miembros masculinos negros (lo prometo) ni tanta señora desnuda entrada
en carnes (lo juro), pero esta película está muy lejos de ser la típica
provocación neoburguesa de tanto cine europeo festivalero, y ni hablemos de
esas otras cosas surgidas de la pacatería norteamericana. La primera parte de
esta trilogía (que según sé, son autónomas) es menos impactante que tierna,
menos “polémica” que política, menos shockeante que plena de vitalidad y
humanidad en partes iguales. Varias escenas son inolvidables, y no precisamente
por el sexo que muestran sino por la felicidad o el enorme realismo que logran
transmitir”.
A la hora de hablar de los directores de renombre, los resultados son
bastante disímiles.
Lo nuevo de Kiarostami, Like Someone
in Love, me pareció una belleza, mucho más “asequible” y narrativa (al
menos en su “primer historia”) que su joya anterior, Copia Certificada. Como un reverso genial del Woody Allen actual,
ya no importa en qué país filme el iraní: su universo no tiene límites, y tanto
su pericia técnica como su estado de poesía permanente prescinden de idiomas o
de ciudades específicas. Como Copia
Certificada y tantas otras, Kiarostami ejerce una suerte de hipnosis
fílmica, y es imposible sacar los ojos de la pantalla cuando está contándonos
algo. Ah, la historia es encantadora, sus actores brillantes, y Tokyo es menos
postal que en la de Sofía Cóppola.
En el colectivo Centro Histórico,
que retrata a la ciudad de Guimaraes, Kaurismaki, Costa, Erice y De Oliveira
(¡105 años!) colaboran de manera dispar. El finlandés sólo puede imitarse a sí
mismo, y a veces es un placer verlo hacer eso, como en la historia de este
dueño de un restorán ínfimo y de vida ínfima (todo es chiquito en Kaurismaki, y
a la vez hermoso) que, como todos sus personajes, sólo busca un cachito de
felicidad. Lo de Erice es maravilloso y conmovedor, con un corto documental que
parte de una foto de cientos de obreros de una fábrica de antaño y pasa por el
testimonio de algunos de sus descendientes para pintarnos, en escasas
pinceladas, la importancia dramática y social del trabajo en un pequeño pueblo.
Llamativamente, los cortos de los portugueses son los más flojos, aunque
llamativamente también, la breve pieza de humor de De Oliveira parece hecha por
un pibe, mientras que la pretenciosidad e inaccesibilidad del corto de Costa lo
ubican más cerca de un museo (moderno, pero museo al fin).
Por último, no me gustó casi nada la Mekong
Hotel de Weerasethakul, según leí por ahí un ejercicio menor y de
transición luego de la multipremiada Uncle
Boonmee, la cual espero ver pronto para tener una opinión más certera
acerca de este renombrado director.
Algo similar me sucedió por la muy esperada (al menos por mí) The Shine of Day de la dupla
Covi-Frimmel: sí, filman tan lindo como los Dardenne (sólo que con el corazón
expuesto), pero entre las diversas derivas del protagonista me la pasé añorando
a esa cosa genial llamada La Pivellina.
Si hablamos de “nombres”, debería mencionar al hoy célebre Joss Whedon,
cuya Much ado About Nothing es una
adaptación de otro tipo más célebre, Shakespeare, en un tono decididamente
woodyallenesco setentoso, en blanco y negro, con muchísimos diálogos y música
agradable. Esto no es Laurence Olivier ni el mejor Brannagh ni mucho menos
Matías Piñeyro, pero Whedon logra una comedia liviana (eso hacía Shakespeare,
ni más ni menos), extremadamente sencilla y bastante simpática.
Otras dos películas muy interesantes de la sección Panorama son las
brasileras Avanti Popolo y O Som ao Redor, estéticamente
contrapuestas entre sí pero muy disfrutables. La primera, según leo por ahí,
está protagonizada por el teórico de cine André Gatti y el director de cine
Carlos Reichenbach. Los desconozco, pero si ese detalle apuntaba a lograr una
película cinéfila y política de gran calibre, el resultado es positivo,
especialmente por una puesta en escena tan rigurosa como original, que sin
embargo se permite una libertad formal que posibilita, entre otras cosas, una
plano secuencia inicial notable, un episodio memorable con un tipo que arregla
cámaras que ha inventado su propio dogma cinematográfico, y una hermosa escena
final que configura toda la carga política contenida en una película muy osada.
En cuanto a la segunda, se trata de una comedia coral, ambientada en un
barrio de clase acomodada de Recife, que parte de un eficiente costumbrismo (y
un gran sentido del absurdo, hay que decirlo) para culminar en un drama no del
todo logrado, que sin embargo no logra echar a perder un film gracioso e
inteligente, con la paranoia burguesa como punta de lanza.
Por otro lado, la americana Starlet
me había gustado bastante en su momento (es decir, hace unos días), pero ahora
que kaelianamente la pienso, esta
historia entre rubia tonta-actriz porno y señora viuda y desconfiada se va por
las ramas hasta volverse sentenciosa y “festivalera”, sin aportar demasiado, ni
al excelente y prolífero cine independiente de ese país ni tampoco al Bafici.
Entre los documentales vistos en Panorama se destaca otro hit de medianoche, TPB AFK: The Pirate Bay away from Keyboard, que parte de las
disputas legales entre los tres o cuatro nerds detrás del sitio de descargas
ilegales The Pirate Bay y los mayores estudios de Hollywood para convertirse en
una poderosa película política de nuestro tiempo, mucho más que la gran Red Social de Fincher, por ejemplo.
Radioman es un documental olvidable y evitable sobre un colorido vagabundo
neoyorquino que se la pasa de set en set, tanto que se ha hecho “amigo” de
nombrecitos como el de Meryl Streep, George Clooney o Tom Hanks, entre otro. Lo
que necesitaba es hacerse amigo de un director, porque el documental deja
muchísimo que desear.
La única película argentina que vi en esta sección se llama Ekpyrosis, trata sobre los menonitas de
la Pampa y… nada, eso: vemos a muchos niños menonitas que juegan y se ríen
frente a cámara, y a unos adultos menonitas que comen y también se ríen sin
tener idea de que eso que tienen adelante es una cámara, y que detrás de ella
hay un director que se pavoneará por un festival de cine de Buenos Aires
pensando que ha hecho arte. Gente feliz, los menonitas. En el medio, unos
planos y una música a la Malick que no aportan demasiado, ni tampoco logran
emocionar.
Música
En el segmento Música, pude deleitarme de a ratos con Imágenes Paganas, documental de esa gran banda llamada Virus, pero
principalmente sobre su irremplazable líder, Federico Moura.
Cinematográficamente no ofrece nada nuevo, con los principales hits de la banda mechados con
entrevistas no muy lucidas de sus miembros o allegados a Moura. Estas
“superficies de placer” serían lo suficientemente dignas si a su director no se
le hubiera ocurrido cortarnos a Moura cantando en vivo para “dramatizar” cada hit con un clip moderno y publicitario,
en el que unos improbables fans de la banda lo ponen al borde del papelón
audiovisual.
Distinto es el caso de la americana Something
from Nothing: the Art of Rap, un documental del también rapero Ice-T que no
incurre en ninguna atrocidad fílmica, pero cuya repetida fórmula (rapper famoso
canta a capella su composición favorita) termina agotando y uno ruega por un
tema entero en vivo o en estudio, cosa que jamás sucede. El sabor de la
película está en el disfrute de cada una de esas letras, a lo que se opone
bastante el subtitulado en español y la omisión (o más bien nuestra incapacidad
para poder apreciarlo) del riquísimo slang
que es el alma de este arte. ¿Motivos para verla? Eminem y Snoop Dogg, por
supuesto.
Retrospectivas
Es curioso lo que me sucedió con las Retrospectivas o las películas
argentinas elegidas por Fipresci: pude ver al fin, y deleitarme con, La Libertad y Parapalos, dos películas modélicas y sin concesión alguna en su
puesta formal, notables en su circularidad y su uso del fuera de campo. Sin
embargo, la que más me gustó (y en la que menos sentí el paso de los años, por
más increíble que parezca), fue La
Discoteca del Amor de Aristarain, la otrora hija bastarda del director que
con el tiempo ha cosechado en la crítica el siempre peligroso mote de “película
de culto”. Ahora que la vi estoy absolutamente de acuerdo, aunque no sé qué me
gusta más: si la profesionalidad clásica del director para traficar sus marcas
de autor en un film musical cuyo objetivo era vender más discos, el ritmo
desenfrenado que hace que las canciones que oímos nos parezcan la cosa más
común del mundo (como si estuviéramos viendo Aquel Querido Mes de Agosto, por ejemplo), el efectivo humor –con
el falso Cagney u Orejas a la cabeza- que jamás va en detrimento del policial,
o el encanto retrospectivamente camp
de ver a Cacho Castaña, Silvia Pérez, Tincho Zabala o Camilo Sesto en una
comedia musical de otro planeta.
Cortos
Alentado por el excepcional programa de cortos de los hermanos Zellner
visto en el Bafici anterior, fui a ver el de la iraquí criada en Viena Kurdwin
Ayub (incluido en Panorama), cuya obra distan de ser excepcional pero que como
mínimo pueden ser calificada (pero no clasificada) de incómoda. Ayub,
omnipresente, se filma a sí misma hablando o cantando horribles canciones pop
en lo que, intuimos, son videos para subir a You Tube o cartas audiovisuales
para su ex. El tono es absurdo pero extremadamente ambiguo, de repente cortado
por un llanto o un patetismo que siempre nos impide reírnos, como un
Christopher Guest al que se le hubieran limado al extremo los límites que lo
separan de lo real, y obligándonos casi a interrogarnos si la directora es
idiota o bien se trata de una actriz excepcional. Por último, su cámara, en plan
vacaciones, registra a su familia en un viaje a Iraq, donde padre y madre
recuerdan, las hijas se aburren, y quizás se halle, agazapada, una sutilísima
crítica social y de clase que, como todo lo visto de Ayub, puede o no puede ser
así.
Entre otros cortos que pude ver en la sección Panorama, se destacaron Le Marin Masqué, un gracioso y tierno
corto en blanco y negro protagonizado por dos chicas adorables; Joyful Girl, un brevísimo pero intenso
retrato del posible final de una pareja adolescente, y A Little Suicide, sobre las desventuras de una cucaracha en stop motion en un mundo humano e
indiferente, muy al estilo de Pixar. En el mismo programa pudieron verse Misterio, corto cómico y fantástico
español sobre un “milagro” muy particular, y Jury, sobre los distintos miembros de un jurado oriental, que
muestran varias desavenencias o desinterés para decidir el premio para un
corto.
Dentro de la competencia argentina, destaco –y sugiero ver ya- el premiado Yo y Maru 2012, un fabuloso corto que
transcurre completamente en el monitor de la PC de un personaje, sin más
sonidos que los que provienen de la máquina, que desarrolla una historia
comiquísima, de gran identificación por parte del espectador, y que deja
entrever una melancolía muy conmovedora con tan escasos elementos. En el mismo
programa se destacaron el divertido Un
Sueño Recurrente, con Walter Jakob, el original Un Día y el brutal e intrigante Paisaje, entre otros.
Por Leonardo Gutiérrez