El finlandés Juho Kuosmanen debutó en Cannes con su primera película, The Happiest Day in the Life of Olli Mäki, unafeel-good movie en blanco y negro que se llevó el premio de Un Certain Regard 2016. Su segunda película está ya a Competencia, algo de lo que muy pocos directores pueden presumir. Por suerte, Compartment n.º 6 sigue en la misma línea de su película anterior y es lo más alejado de la típica producción concebida para epatar en Cannes. Kuosmanen incorpora el color, que es como decir que no quiere singularizarse por la vía de la nostalgia del blanco y negro, y su historia es si cabe más modesta. Dos personajes coinciden en un tren que, a finales de los noventa, les lleva desde Moscú hasta Múrmansk. Laura, finlandesa y estudiante de arqueología, ha dejado en Moscú a su novia, y quiere ver unos petroglifos que hay cerca de la ciudad ártica. Viaja en el mismo compartimento que Ljoha, al que le espera un trabajo en una gigantesca mina en las afueras de la misma ciudad. La película, con calma y sin mayores dramatismos, también sin ninguna sorpresa final, nos habla de una amistad que se va consolidando después de la desconfianza inicial. Es reconfortante encontrarse con esta película en la Competencia de Cannes, en la que sin duda es una apuesta por un director prometedor, antes que por una película que no parece destinada a llamar mucho la atención (pero que es probable que se lleve algún premio: es difícil que encuentre detractores).
El caso de Ryusuke Hamaguchi es muy distinto, menos fulgurante, pero parece llamado a ser unos de esos directores habituales en el festival. Si su primera película se había presentado en San Sebastián, no fue hasta la sexta, Happy Hour, con sus cinco horas y media de duración, que sorprendió en Locarno y allanó su camino para la Competencia de Cannes, donde en 2018 presentó Asako I&II, una película que pasó injustamente desapercibida. 2021 es el año de Hamaguchi con dos nuevas películas: Wheel of Fortune and Fantasy, que se llevó el segundo premio en Berlín, y ahora, de nuevo en la Competición de Cannes, Drive my Car, a la que no le quedaría grande ni la Palma de Oro ni cualquier otra distinción que se le quisiera otorgar, desde el Oscar al Nóbel o varias medallas en los próximos Juegos Olímpicos.
Por su duración, tres horas, estaríamos más cerca del modelo de Happy Hour, sin embargo, su estilización la acerca más a las dos últimas. Y si en Happy Hour teníamos un taller artístico como punto neurálgico, en Drive My Car esa función le corresponderá a dos representaciones de Tio Vanya separadas por dos años. Hamaguchi muestra los ensayos, la repetición de los mismos diálogos de la obra de Chejov, pero también las largas conversaciones entre los personajes. Ningún otro cineasta contemporáneo deja hablar tanto a sus personajes, con naturalismo, dejando que busquen las palabras adecuadas para poder ser claros. Es así como Oto construye sus historias, después del sexo, improvisando con su marido Kafuku. Y es así como, dos años después, Takatsuki las completará. Mientras, tanto Kafuku como su conductora, Misaki, utilizarán los relatos de las muertes de su esposa y de su madre, respectivamente, como forma de terapia para superar el duelo. La historia (que parte de un cuento de Murakami) se construye con la aportación de distintos afluentes narrativos que se van sucediendo: primero la historia de Oto y Kafuku, a la que se suma tangencialmente Takatsuki; después, ya en Hiroshima, la reaparición de Takatsuki, la historia del coreano y su mujer sordomuda; finalmente, la presencia al principio silenciosa de Misaki que acabará por estallar en ese catártico viaje de ida y vuelta a Hokkaido. Y planeando sobre todas las historias, la del propio Tío Vanya para la que Hamaguchi reserva uno de esos momentos difíciles de olvidar, el monólogo final de Sonia interpretado en lengua de signos. Pocas películas resultarán tan misteriosas en su progresión, tan indefinibles en su tono, tan sorprendentes y satisfactorias en su conclusión. Drive my Car confirma a Ryusuke Hamaguchi como uno de los grandes cineastas del siglo XXI.
Aunque parezca mentira, Bergman Island es la primera película a Competencia en Cannes de Mia Hansen-Løve. Anteriormente solo había estado con Le père de mes enfants en Un Certain Regard, mientras que el resto de sus películas habían pasado por la Quincena de los Realizadores o por otros festivales (San Sebastián, Berlín). Pero, a diferencia de un Hamaguchi que parece crecer con cada nueva película, Hansen-Løve nunca ha cumplido con las expectativas depositadas en sus dos o tres primeras películas. Bergman Island es ya la séptima y una de las más irregulares de su filmografía, una suerte de película de vacaciones de Rohmer solo que en la isla sueca de Fårö, en la casa y los lugares de Ingmar Bergman. Dos cineastas (Tim Roth y Vicky Krieps) se instalarán en la casa de Bergman durante el verano para desarrollar unos proyectos en los que están trabajando. Pero, como la propia película, estos no parecen avanzar mucho y todo se convierte en un recorrido turístico por la isla, Bergman Safari incluido para dar pie a una serie de cameos. En un determinado momento es el proyecto de Vicky Krieps el que se aboceta y cobra vida con Mia Wasikowska y Anders Danielsen Lie en los papeles de Krieps y Roth, pues en el fondo no es más que una repetición o, si se quiere, remake de lo que ya habíamos visto antes. Todas las decisiones que se toman a partir de este momento son siempre muy gratuitas, como si todo obedeciese a un montaje caprichoso que busca salvar los muebles de un rodaje catastrófico.
Nanni Moretti es uno de esos pocos cineastas internacionales que tienen plaza reservada en Cannes, siempre a Competencia. También Tre piani, la película más extraña de su filmografía, la menos Moretti. Suerte de melodrama anticuado desarrollado en tres momentos separados cada uno de ellos por cinco años, Tre piani está más cerca de algunas de las películas interpretadas por Moretti (Caos calmo) que de ninguna de las que ha dirigido (su característico personaje ha desaparecido). Todos los conflictos de la película se desatan en dos noches fatídicas y acaban por afectar a las cuatro familias de un edificio, conformando un folletín que Moretti nunca se atreve a forzar por la vía del artificio y la ironía (¿qué haría con este material un Raúl Ruiz o un Paul Verhoeven?). De ahí que, sobre todo en sus dos primeros segmentos, la película alcance unos niveles tales de ridículo (particularmente todo lo que atañe al personaje de Riccardo Scamarcio, con la anacrónica escena con Denise Tantucci como el momento más bajo de la carrera de Moretti) que cuesta imaginar que tras la cámara esté el mismo director de Habemus Papam o Mia Madre, por citar las más recientes.
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