Bajó mucho la temperatura y no me pude bañar en el mar. La discusión en el Jurado Joven estuvo interesante, pero me quedé pensando en un crítico que alguien citó. Rechazaba que el cine se apoyara en la importancia ontológica de la imagen según el precepto baziniano. Hace un rato, vi Outside Noise de Ted Fendt, una película que debería demostrar por sí sola la magia de registro fílmico. Fendt es un viejo cliente de Mar del Plata, donde mostró primero sus cortos, comedias o más bien piezas cómicas al estilo de Harry Langdon, y después Classical Period, una de las películas más originales que alguna vez hayan pasado por el festival. Fendt (crítico, cineasta, curador, proyectorista) filmaba en 16 milímetros y se negaba a mostrar su obra de otro modo. Después tuvo que transigir, pero creo que sigue registrando sus películas en fílmico, aunque después pasen a otro formato (en los títulos de Outside Noise figura la palabra “negativo”).
Classical Period se ocupaba de sus amigos freaks de Philadelphia, eruditos chiflados capaces de discutir durante horas sobre la historia de un santo y que no parecían tener lo que se llama una vida privada. Aquí los personajes son menos densos, una mujer que vive en Viena y sus amigas que la visitan. Pero no dejan de estar antropológicamente en un sutil extremo de las variedad urbanas. No es que sean extravagantes en un sentido ostensible, sino que trascienden el esnobismo hasta hacer de él una forma de las bellas artes. Pongo un ejemplo. Dos de las mujeres salen a pasear (todo el tiempo pasean por Viena, pero por lugares alejados de las postales características). Se detienen en la puerta de una iglesia bastante pintoresca. Una le pregunta a la otra si no quiere que le saque una foto y la amiga se niega diciendo que es algo demasiado turístico. Otro ejemplo: las mujeres dicen que el mejor museo de Viena es el que está dedicado a Sissi. Es uno de esos lugares a los que uno no iría pensando en lo kitsch que puede llegar a ser. Y lo es, seguramente, pero lo defienden diciendo que muestran las jeringas de cocaína que se aplicaba la emperatriz y que hasta hay veces que exhiben sus dientes de leche. Tal vez “esnobismo” no sea el término exacto para estas personas de clase media, más cercanas a la pobreza que a la riqueza, que parecen dedicadas a un cultivo sesgado y particular de su espíritu mientras se angustian porque el mundo no les resulta del todo hospitalario.
Es como si esta gente tuviera un GPS que los lleva por fuera de lo convencional, aun cuando sea convencional. Pero está claro que tienen un código estético y de conducta que desafía a los que no pertenecen al círculo de los elegidos. Pero el verdadero truco es que no hay ningún círculo: es el cine de Fendt el que lo va dando a conocer con absoluta naturalidad. Se podría decir que hay algo Rohmeriano aquí, pero en Fendt no hay un trasfondo psicológico, un discurso que oculta el deseo de integración. Y no hay, como en Rohmer, una idea clásica del arte y una idea de la sociedad como una entidad sólida. En Fendt todo transcurre como si el conocimiento se ramificara por infinitos vericuetos, por caminos capilares e inescrutables. En algún momento de la película hay una fiesta y allí aparece el director, que habla un perfecto alemán y recomienda otros museos, incluido el remanido palacio Schonbrunn. Luego, dos de las amigas se van y cuando la tercera vuelve al departamento, les cuenta que Fendt le enseñó a bailar el Charleston. Es bien posible que Fendt sea un maestro en esa danza por algún motivo arcano. Pero esta aparente impresión de trivialidad (¿quién puede juzgar que lo sea?) se desvanece sobre el final, cuando dos de las mujeres hablan en un parque sobre el escritor Sasha Sokolov, su rarísima vida y su (según dicen) extraordinaria novela La escuela de los tontos, más apta para leer en otoño.
Hay momentos en los que el cine se presenta como una epifanía y también en los que un director se revela como un artista original. Es posible que en el resto del tiempo Fendt sea un tonto, pero la belleza de Outside Noise está más allá de cualquier discusión. Es la prueba más clara de que el cine sirve, antes que nada, para mirar el mundo. Y después hablamos.
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