Un trompetista se resfrió,
están chupándome la sangre.
Yo me pregunto que hago aquí,
están chupándome la sangre
Este es el cuadro de la situación,
prendieron los ventiladores.
Mi general, que bien se lo ve,
parece que hoy comió traidores.
EL OTOÑO DEL PATRIARCA
Poco antes de que se apagaran las luces de la Sala Leonardo Favio del Cine Gaumont -en la cual, todos los martes, la sección Hora Cero del Festival de Cine de Mar del Plata sostiene un maravilloso espacio nocturno con un público muy fiel-, algunas voces entonaron un popular canto de militancia: “Olé olé, olé olá, como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar…“. Si bien El Conde -que apenas unos días atrás había sido proyectada por vez primera en el Festival de Venecia- realiza una sola alusión directa a nuestro país a lo largo de su duración, esos versos tenían mucho sentido en el contexto de esa proyección.
No sólo se trataba del personaje histórico que la película aborda, el artífice de una dictadura sangrienta en un país hermano en el mismo contexto sociopolítico que la última que padeció el nuestro. Un día antes, representantes del partido político más votado en nuestras últimas elecciones había convocado a un acto de homenaje a las víctimas de organizaciones guerrilleras que -para sorpresa de nadie- no tardó en despertar una oleada de discursos orientados a justificar, o cuando menos atemperar, el accionar represivo del Estado durante el gobierno militar.
El canto tenía, entonces, su razón de ser: una candente, actual, no sólo anclada en el histórico reclamo de memoria, verdad y justicia. Las ideas autoritarias que desembocaron en la última dictadura de nuestro país y en la de Augusto Pinochet (principal figura del largometraje de Larraín, a quien encarna Jaime Vadell), encuentran la manera de regenerarse, adoptar nuevas formas y continuar alimentándose de las almas. Larraín encuentra, para ilustrar este concepto -quien venga a buscar metáforas oblicuas en El Conde, lo tendrá complicado-, una original figura: la del vampirismo.
Es posible que el aquel canto albergara, en su espontaneidad, la esperanza de una película intensamente política, beligerante, aguda. Desconozco si aquellas voces habrán encontrado algo de eso en El Conde que, ante todo, resulta un ensamblaje de disyunciones: un relato de corte fantástico para abordar un personaje histórico muy real, con elementos de comedia satírica en los cuales la gracia brilla por su ausencia y una puesta en escena repleta de ínfulas arthouse, dispuestas con la delicadeza de un eructo en un monoambiente.
El primer tramo de la película explota eficazmente el atractivo de su pitch. Larraín y su coguionista Guillermo Calderón reimaginan al dictador como un vampiro inmortal que, tras fracasar en preservar la vida de Luis XVI, decide ocultarse para reaparecer en diversos países a lo largo de la historia, siempre para desbaratar rebeliones populares y, finalmente, para ungirse con el poder absoluto. Sin embargo, tras fingir exitosamente su muerte y a pesar de su insaciable sed de sangre, el relato encuentra al vampiro recluido en un territorio insular, acompañado por su esposa Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer) y su ladero, el siniestro Fyódor (Alfredo Castro). Al enterarse de que el anciano chupasangre desea morir, y al mismo tiempo que acontece una seguidilla de muertes violentas que parecen indicar lo contrario, los hijos del dictador arriban al hogar familiar con la ambición de hacerse con una porción de la cuantiosa (y espuria) fortuna amasada por el padre. Para ello han solicitado la ayuda de Carmencita (Paula Luchsinger), una monja que se hace pasar por contadora para posicionarse lo más cerca posible del inmortal dictador y, finalmente, enviarlo al infierno.
Todo suena mucho más entretenido de lo que es. Una vez que el atractivo inicial de la premisa se diluye, El Conde pretende ser una comedia alrededor de la sucesión (con Pinochet devenido una suerte de Logan Roy) en la cual Carmencita se dedicará, de la manera más didáctica posible, a recorrer el accionar criminal del dictador, con énfasis en la corrupción por sobre las muertes y desapariciones. Como toda producción internacional con el sello de Netflix, es difícil discernir el público al cual El Conde está dirigida: demasiado esquemática como para interpelar al público del país de origen, demasiado específica para un público angloparlante que pareciera estar apenas empezando a dimensionar el catastrófico influjo que las potencias extranjeras ejercieron en suelo latinoamericano, demasiado caótica como para establecer una narración atractiva y demasiado llena de elementos como para poder armonizarlos.
El problema no es el uso del relato de vampiros para abordar a la figura de Pinochet: ¿qué es el género de horror, sino el último subterfugio posible para nombrar aquello que, mirado directamente como el rostro de la Medusa, resultaría demasiado atroz? Ni siquiera el humor es problemático en sí mismo, al contrario, pero el humor jamás podría brotar de una puesta en escena tan ensimismada en su propio esteticismo, en la sobreactuación del gesto kitsch de ese Pinochet con anteojos rosas que protagoniza el poster promocional. Hacer humor exige arrojo, desparpajo y, sobre todo, determinación. Al final del día, El Conde no más que la línea premium de Er ist wieder da (David Wnendt, 2015) o Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019), dos películas bastante mediocres que se vendían como atrevidas para terminar expresándose sobre el nazismo de la forma más elemental.
En El Conde, la figura de Pinochet termina siendo un elemento meramente ornamental, un gancho de presunto carácter polémico para despertar interés en lo que, de lo contrario, sería un tedioso menjunje de intenciones. Funcionará, por supuesto. La pregunta es si a Larraín con eso le alcanza, o si la manifiesta preocupación del final -en el cual otra oscura figura histórica se asume como madre, en el plano real y simbólico, del dictador- por el poder regenerativo de los autoritarismos no encontraría una expresión mucho más elocuente en la gran ausencia de esta película: la voz de sus víctimas.
(Chile, 2023)
Dirección: Pablo Larraín. Guion: Pablo Larraín, Guillermo Calderón. Elenco: Jaime Vadell, Gloria Münchmeyer, Alfredo Castro, Paula Luchsinger, Stella Gonet, Antonio Zegers, Marcial Tagle, Diego Muñoz, Amparo Noguera. Producción: Juan de Dios Larraín, Rocío Jadue. Duración: 110 minutos.