Han de pasar unos nueve minutos para que escuchemos los primeros diálogos de Las corrientes, tercer largometraje de Milagros Mumenthaler. Para entonces han sucedido ya muchas cosas, empezando porque hemos visto a la protagonista, Lina, por Catalina (Isabel Aimé González Sola), arrojarse al río desde el puente de una ciudad suiza sin razón aparente. Cuando regrese a Buenos Aires, ese salto inexplicable, que ni ella misma entiende, le deviene en una fobia al agua, lo que le impide tener cualquier contacto con dicho elemento, incluso para bañarse.
Las corrientes tampoco intenta buscar las razones detrás de ese gesto, esta no es una película que apele a la interpretación psicológica, por más que en un par de escenas (la de la peluquería y la tardía visita a la madre) puedan sugerir qué hay detrás del malestar de Lina. Si es que se trata en realidad de un malestar, porque el hecho de arrojarse a un río helado tiene más bien algo de gesto romántico. Y más que en el campo interpretativo, Mumenthaler indaga en esas fuentes (esa “Ofelia” de Millais que vemos de refilón al pasar las páginas de un libro), estableciendo relaciones tanto visuales como musicales. Al menos en dos momentos escuchamos fragmentos del segundo movimiento (“Venus”) de “Los planetas” de Holst. La primera corresponde a la visita al Museo Nacional de Bellas Artes, en donde vemos un grabado de Goya y un cuadro de otro pintor español del XIX, Jenaro Pérez Villamil.
La segunda tiene mucho más peso, pues se trata de una larga secuencia de más de seis minutos en la que escuchamos ese movimiento de Holst casi en su integridad. Desde el faro del Palacio Barolo, Lina y su hija contemplan la ciudad, en una suerte de sinfonía urbana que acompaña a varios personajes de la trama. Como sucedía en el inicio y en otros muchos momentos de la película, los diálogos son innecesarios: esta es una película eminentemente visual que nos propone un discurso sobre una cierta idea del romanticismo, dibujando a una Lina que tiene algo de personaje arquetípicamente trágico, por más que esa tragedia o cualquier dramatismo quede siempre desdibujado entre capas y capas de referencias que van tejiendo un mapa laberíntico de la ciudad de Buenos Aires que quizás, y solo quizás, se podría corresponder con la mente de Lina.
Insisto en ese “podría” y en esa ausencia de psicologismo, por más que ciertos referentes muy obvios (la Martel de La mujer sin cabeza, el Hitchcock de Marnie o Vertigo, el Antonioni de El desierto rojo) apunten en esa dirección. Me refiero sobre todo a ese gesto que se repite varias veces en la mente de Lina del salto al vacío o al acto compulsivo de limpiarse casi en seco, también a ciertas decisiones repentinas y con las que Mumenthaler no pierde el tiempo en explicarlas, mucho menos en justificarlas. En realidad, Las corrientes es, antes que otra cosa, una película sobre el color: ese rojo de los labios de Lina, de su vestido o del de Julia, su ayudante (y doble), de los trajes de los niños, pero también el rojo que explota en el cuadro de Pérez Villamil, precisamente, “Explosión de una locomotora”. Una película, en definitiva, que apela a un arte casi extinto, el de la composición del encuadre, entendido este como una combinación de tonalidades, elementos escenográficos, movimientos de cámara y unas interpretaciones que subrayan en todo momento la posibilidad innegociable del misterio.
(Argentina, Suiza, 2025)
Guion, dirección: Milagros Mumenthaler. Elenco: Sara Bessio, Esteban Bigliardi, Jazmín Carballo, Ernestina Gatti. Producción: Violeta Bava, David Epiney, Rosa Martínez Rivero, Milagros Mumenthaler. Duración: 104 minutos.