Los fracasos de una sociedad en la política y en la historia dejan al igual que sus deudas nacionales, huellas en las futuras generaciones; le sucedió a la cultura alemana, que después de la guerra mundial, no solo que se dividió, sino que les tomó mucho tiempo y sacrificio poder volver a mirarse en el espejo.
Antes del nazismo el cine alemán era uno de los más vigorosos del mundo y conjugaba muy bien la fórmula entre calidad y popularidad, pero los mejores se fueron a Estados Unidos, y lo que quedó se asimiló a un cine de propaganda y al servicio de los políticos, después de la guerra los estudios se quedaron del lado socialista y mantuvieron ese carácter dependiente, al otro lado del muro se hacía un cine de escombros. Y creció un cine experimental y salvando algunas excepciones como El tambor de hojalata (1979) de Volker Schlöndorff o las obras de Rainer Werner Fassbinder, el cine no tocaban las heridas se mantenía abiertas y para salir del pesimismo se hacía un cine sobre todo con los ojos puestos lejos, los cineastas viajaban: desde Leni Riefenstahl, por razones obvias, se fue a fotografías al África; pasando por Herzog (Fitzcarraldo (1982) y Aguirre: la ira de Dios (1972), hechas en Perú; Peter Lilientahl con La insurrección (1980) en Nicaragua y Estimado señor maravilla (1982) en Estados Unidos; Carole Link, En un lugar en el África (2001) en Kenia; y Wim Wenders (además de sus películas americanas) filmó Tokio Ga en Japón (1985) y Buena vista social Club (1999) en Cuba.
Eran cineastas huérfanos de pasado y no tenían culturalmente con quién cometer parricidio, Herzog declaro que: “ellos crecieron sin tener padres de los que podían aprender”; eran cineastas que no tenían público, Wim Wenders contestó en una entrevista: “No había público para nuestras películas, Alemania había perdido completamente la confianza en sus propias historias, lo que es muy comprensible después del fracaso de la Historia”.
Wenders en su filmografía siempre fue un viajante (“Para mi Alemania nunca fue un espacio, nunca lo fue”) y como sugirió Quintín, en la revista El Amante/Cine del siglo pasado, viajó hacia el optimismo, optimismo que empezó con Paris, Texas y que coincidió con su éxito de taquilla, y en ese itinerario resulta hasta natural que culmine con Días perfectos y tenga ese aire tan agradecido con la vida. (“Me da mucho placer conformarme con utopías positivas, aunque sean atrozmente simples y conmovedoras”).
Pero a diferencia del Travis de Paris, Texas, que era un personaje enigmático del que al final se nos desvela su historia de amor y su pasado, Hirayama de Días perfectos es un personaje muy claro, transparente; del que sabemos todo lo que hace, todo lo que lo motiva, incluso sabemos qué cosas sueña y cómo son sus sueños con su relación con el contraluz y las sombras. Junichiro Tanizaki reflexionaba sobre las particularidades del cine japonés: “que difiere tanto del americano como del francés o del alemán por los juegos de sombra, por el valor de los contrastes”. Pero a diferencia de Travis ahora no sabemos nada de su pasado, apenas tenemos algunas pistas de su peso por algunas pistas a través de su sobrina y de su hermana.
El héroe o el protagonista, en la tradición de occidente, se enfrenta a los dioses, o a su destino, o al sistema o finalmente a sí mismo, tiene dones y capacidades únicas y particulares que lo presentan más fuerte que el espectador, pertenece a la cima social de su sociedad, y cómo enfrenta esas dificultados y su rebeldía y nos causan empatía, que nos deberían conducir a la catarsis; en cambio Hirayama tiene una actitud de conformidad y gratitud con su condición (“siempre libre de deseos, uno puede ver el misterio/siempre deseando uno ve las manifestaciones” Lao Tzu) y lo que vemos ante nuestros ojos es cómo el personaje empatiza con cada una de las personas y algunas cosas con las que interactúa, incluso logra empatizar mediante el papel con un personaje que nunca conoce.
Al principio el espectador en casi todas las películas espera que una vez presentado el mundo del personaje suceda algo que cambie el rumbo de su vida, que lo obligue a actuar para restablecer un nuevo equilibrio; en cambio en Días perfectos asistimos a pequeñas anécdotas que no cambian nada a Hirayama, sino que lo afirman y le permiten ejercer su bondad. Asistimos como disfruta las cosas que la vida ofrece, cosas que están al alcance de cada uno de nosotros, como el cielo, la música, los amigos y el ponerse en los zapatos del otro.
Pero la calidad de la propuesta no está en las cosas que dice, sino sobre todo en la forma cinematográfica en que están dichas y ordenadas las cosas, porque todo que dice la película, sino estuvieran dichas de la manera en que las dice Wenders, podría caber en un manual de autoayuda, con referencias a la sabiduría oriental.