Un grupo de profesionales irrumpe en una casona lujosa. El cometido es raptar a una niña, hija de un magnate, del que no tenemos acceso visual ni tampoco otro tipo de información al respecto. Una vez logrado su cometido, el grupo se instala en una mansión, donde se ocultará con la pequeña hasta que su padre pague el rescate. Para ello deberán esperar encerrados durante un día entero. Eso sí, quien orquesta la banda los dejará solos con la niña, cuyo nombre, Abigail es el motivo del título y quien tendrá la mayor atención dentro del relato. ¿Por qué? Porque los miembros del equipo, además de quedar encerrados gracias a un sistema de seguridad imposible de violentar, irán desapareciendo uno por uno, y el responsable, claro, ya sabemos quién puede ser.
Abigail parece tomar todos los vicios del cine de género actual y querer, desesperadamente, ingresar al salón de las películas “cool”, de esas cuyo culto va por la canchereada fácil, la comedia irrefrenable, el cinismo en contra de lo fantástico, la sangre a borbotones y alguna vuelta de tuerca que, más que ayudar a la historia, la sobrecarga innecesariamente por el simple hecho de no creer realmente en lo que se está contando. El film propone esto: una vuelta de tuerca que, claramente, se mantiene en suspenso hasta llevarse a cabo y que tiene como principal atractivo revelar la naturaleza oscura de la pequeña del título. Claro, la sorpresa jamás se concreta porque la campaña publicitaria de la película ya se encargó de que el espectador sepa de qué va la cosa. Quédense tranquilos, que no vamos a revelar ningún detalle sobre esto, pero sabemos que como fórmula no funciona.
En realidad, nada en la película funciona: la comedia es zonza, la mayoría de los personajes son sumamente irritantes, las escenas se apelotonan sin decir absolutamente nada, y la verdad que esconde la obra, tan tirada de los pelos que jamás podemos conectar del todo con ella.
Volviendo a su factura viciosa y canchera, que ruega por la atención del espectador menos despierto, hay en ella un dejo de capricho que excede hasta los berrinches de una niña como la de la obra en sí. El más notorio, ridículo y hasta vergonzoso es aquel en donde ella controla los movimientos de una de las protagonistas, haciéndola danzar en una escena sin el menor peso narrativo, sin que esto sea funcional a la historia. Está puesto porque sí, sin más. Claro que con una canción “cool” de rock oscuro para que creamos que la escena es meritoria de nuestra fascinación y aprobación. Sin mencionar los caprichosos y reiterativos gritos en primer plano de la niña antes de atacar y que pueden provocar dolores de cabeza una vez que se sale de la sala. El dolor, más que por el volumen del sonido -que en parte puede serlo-, se produce por el hartazgo, la falta de ideas, lo vacuo del asunto y que como síntoma actual, se replica no en una, sino en cientos de películas de todos los géneros (alguien, por favor, cuente cuántas veces grita, que se vuelve irritante con el correr del relato y que esperamos con ansias la aniquilen de una vez por todas).
Sus directores vienen de hacer ese otro bodrio insufrible que es la última Scream, en donde caprichosamente trasladaron la acción de la saga a la ciudad, sin que esto tenga un mérito dentro de su construcción narrativa y estética. Porque sí, todo es porque sí: como estamos acostumbrados a decir por acá, gracias a este tipo de películas que nos ahogan cada vez más en sus torpezas, poca sutileza y su sinsentido total.
(Estados Unidos, Irlanda, 2024)
Dirección: Matt Bettinelli-Olpin, Tyler Gillett. Guion: Guy Busick, Stephen Shields. Elenco: Kathryn Newton, Giancarlo Esposito, Dan Stevens, Kevin Durand, Alisha Weir, Melissa Barrera. Producción: Paul Neinstein, William Sherak, James Vanderbilt, Chad Villella, Tripp Vinson. Duración: 109 minutos.