a Guillermo Jacubowicz
Marnie es un film que ha desafiado en su momento a propios y a extraños. Puso a prueba las virtualidades e intuiciones, por lo general vagas, de los primeros apólogos hitchcoquianos, su posible base teórica, mediante una obra que se apartaba visiblemente de lo más destacado y hasta canonizado de su ductus anterior.
¿Qué era esto? Su saber o transparencia técnica. Curiosamente aquí esta tímida apología crítica anterior se sostenía en la superficie de este autor. ¿Y qué hizo con este film? Practicó lo que llamaremos “ficción o artificio expuesto”.
Si a un autor se lo reconoce por un ductus visible que, llegado a un punto de su despliegue, puede limitar con su propia maniera, se propone lo siguiente. Quitemos, corramos a un costado, directamente tachemos todo lo visible como técnica y como disegno. Eliminemos los soportes y obradores más conocidos y hasta re-conocidos. ¿Qué queda entonces allí?
El artificio expuesto como tal.
Más allá de repetir en parte la ya conocida puesta en absurdo de Hokusai sobre el dibujo, de eliminar todo lo analítico para lograr un todo sintético como meta y madurez de una obra, en Marnie, se extiende esto a que el mismo plan de exposición sirva de soporte a su simbólica.
Tenemos el empleo del zoom de manera casi elemental. La eliminación del projecting y su reemplazo por unos evidentes telones de fondo pintados. El hiato en el montaje que pasa del aceleramiento extremo de Psycho y Los pájaros a este exponer pausadamente el efecto expresivo buscado mediante la edición. Se ven, se sienten, se percuten casi, las pausas, los hiatos de edición en Marnie.
Marnie es un film que se ve hacerse…
Por el otro -y como contraste-, la sobre exposición de la banda sonora de Bernard Herrmann que parece estallar aquí en un non plus ultra orquestal, y ello tras nada menos que la supresión total del score en Los pájaros, reemplazado tan sólo por escasos sonidos estilizados artificialmente.
La propia trama reducida al parecer a un caso clínico. Y no a uno real que se necesita como practicable para una evidente fuga hacia lo alto, como en The Wrong Man y en Psycho. Aquí el fait divers es el fait clinique. El esquema represivo sexual es exhibido hasta con impudicia. La trama pareciera explicitarse a medida que se expone su evidencia. Escena originaria, cesura, represión, fabricación de una dualidad para sobrellevar esa clausura vital, etc.
El propio simbolismo de coloratura tan complejo en Vértigo y aún en Psycho, con todas las variantes posibles de la limitación de la gama blanco-gris y negro, es reducida aquí a un rojo sangre que ne varietur desde el color de la tinta al de los gladiolos y a los círculos de una chaquetilla de jockey, y así en más.
La poca variedad y extrema exposición de la ficción en cuanto es puesta en escena a la par de aquella, se reduce a decorados también elementales. Oficinas, paddock de un hipódromo, parador en una carretera, casa solariega, bosque con una caza de zorros et al. Como locus mirabilis, la calle estrecha de Baltimore junto al puerto donde sigue habitando la señora Edgar, madre de Marnie y así en más. El decorado parece haber reducido todo a un grado cero de puesta en escena en cuanto a datos diegéticos.
La actuación es neutra. Ni la pétrea complejidad maníaca de Fonda, ni el charme inquieto de Grant, ni el barroquismo autista de Perkins, y menos la zarabanda de canibalismo materno de Tandy. Sólo parece escapar de esta opaca neutralidad el pos wagneriano score que inunda, desborda todo aquello que toca. Este tocar la cuerda más alta de expresión en una impresión de realidad que hubiera finalmente convencido al propio André Bazin, y que parece desafiar hasta el dislate ese caballito de batalla tan repetido de este crítico pionero, pero tan limitado con su machacante “jansenismo de la puesta en escena”.
Finalmente aquí lo tendríamos, si por ello se ha tenido y tendido antes y por décadas a un barroquismo jesuítico. Se puede eliminar aquello que se tiene previamente, y más si se lo ha tenido y gastado en exceso. Pero qué tipo de ascetismo tendríamos cuando se ha acentuado una aridez extrema en la exposición como en los procedimientos expresivos.
Creemos en la meta perseguida por Eliot o Stravinski in fine, porque antes se nos ha sumergido en sus respectivos potlatchs expresivos…
Pero también en Marnie tenemos algo fundamental del proceder jesuítico de Hitchcock y de su consecuente barroquismo. A cierta altura de su despliegue lo barroco puede participar o ser sumado sin más a lo “clásico”. Ya hemos señalado que la acepción de “clásico” tiene o ya tenía para entonces una acepción variada, rica y extraña, que desde luego el concepto del cine sería también el encargado de poner en crisis.
“Clásico” ya parecía haberse vuelto casi signo meduseo, una petrificación o repetición de ciertas potencialidades que en su momento llamaron la atención por su trastrocamiento aparente, o no, de fórmulas expresivas anteriores.
Más aún, llamar a algo clásico era neutralizarlo sin más. Un clásico era alguien que se movía estilística, y de paso mentalmente, en una época anterior. De la cual podía aprenderse algo, dársele las gracias por los servicios estéticos prestados para luego enviarlo al museo viviente. No por nada en gran parte de la escasa apologética hitchcoquiana de ese entonces se desprendía un inocultable dejo de “aquí llegó nuestro momento operativo, hemos entendido a Hitchcock más allá de los fraudes contenidistas o sociológicos, pero de todas formas llegó nuestra hora de poner al día lo que nosotros mismos hemos llevado hasta la superficie.”
Como es sabido en El concepto del cine hemos llamado a esto kasparhauerización; reducir la obra ajena anterior, supuestamente bárbara, infantil, siquiera atrasada o intuitiva en supuesto ascenso taxonómico, hasta la madurez. Que significa dar nombre, educar y de paso reducirla a gusto del interpretador o educador, como sucediera con el legendario Kaspar Hauser histórico en plena Alemania romántica.
Aunque como decimos también allí, esta actitud de kasparhauerización es más característicamente francesa o, para mejor decir, parisina.
Por lo tanto esta prueba iniciática se dirigía más que nadie a los apólogos que indudablemente improvisaban, y si bien a veces la intuición rozaba la intelección, la propia mentalidad, como la atmósfera de época en la que comenzaba a regir esa etapa de nihilismo ya extremo conocida como “existencialismo” y demás, hacía qua tales intuiciones cayeran en un igual vacío, aunque acondicionado por cierto perfume de pathos religioso.
¿No sugería el propio Kierkegaard, aunque oblicuamente, que el último gradiente de lo interesante sería, o podría llegar a ser, lo religioso?
Quitando el tinglado, exponiendo el artificio en su construcción o más bien deconstrucción antes que esto fuera otro flatus vocis sin representación alguna, Hitchcock en Marnie abrogó ciertas vallas hermenéuticas erigidas por él mismo.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
N. B.: Cabe recordar que este “artificio expuesto” fuera también practicado concientemente por las últimas obras de los maestros clásicos. Ford (The Man Who Shot Liberty Valance, Siete mujeres), Hawks, Rojo 7000, El deporte favorito del hombre); Minnelli, El romance del padre de Eddie, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, la propia En un día claro se ve hasta siempre (en su vertiente musical) y un largo etcétera. Todos aquí pasan a un costado el lado de artificio técnico (sea color, danza, exteriores, incluso “complejidad de caracteres”…) para exhibir la truca.
Antes que la manera se torne maniera, este clasicismo extremo se vuelve y hasta se confiesa como auténticamente clásico. Este artificio expuesto también manifiesto en literatura, el pasaje del Borges de “El Aleph” al de “El informe de Brodie”, o en música: las obras breves del último Stravinski, por ejemplo, es tomado contemporáneamente a su recepción como “vejez”, “cansancio, “fatiga”, et al.
Así las últimas pinturas de Velázquez que, al decir de Elie Faure, “no pintan ya cosas sino el vacío entre las cosas…”
Fragmento del libro “Hitchcock en obra”, próximo a ser editado por A Sala Llena.