El reverso del día a día
Si algo representa la marca de estilo de Misión: Imposible, es sin duda la idea del desdoblamiento. A la imagen de las míticas máscaras con las que los personajes se disfrazan a la perfección, nada es lo que parece en este universo que invita al espectador a sumergirse como en un marasmo de trampantojos. Ese mismo que Brian De Palma llevase a la cumbre, ya en el primer episodio, en la célebre secuencia del “restaurante/acuario”: al fondo del plano, toda una pared permite ver a diversos animales marinos nadando, mientras la discusión tiene lugar en primer plano, hasta que descubrimos que un explosivo está a punto de hacer detonación y destrozar la vitrina. La explosión llega, claro, y el restaurante se inunda de agua y de peces, transformando la naturaleza de la escena: de diálogo en acción. Pocas veces desde el burlesco una película había propuesto una tal confusión entre el fondo y la forma. Aquí, en la tercera entrega, la idea del reverso es menos interesante formalmente (aunque vemos mejor que nunca la fabricación de las famosas máscaras) que psicológicamente. El intrépido Ethan Hunt (Tom Cruise, todavía verdaderamente joven) se ha prometido y se afirma dispuesto a colgar las botas para llevar una tranquila y monótona vida familiar. Es toda su vida conyugal la que es aquí la gran máscara de la película, capaz de ser desenvainada mediante una simple llamada telefónica en código (absolutamente irónica, puesto que le ofrecen un viaje gratis, cosa totalmente integrada en su relato de preparativos matrimoniales). Una llamada que basta para dar la vuelta a la nueva vida de Hunt y arrastrarle de nuevo a sus interminables misiones imposibles. Nunca antes la saga había expuesto de forma tan brutal y directa las fantasías escapistas de sus propios espectadores, ni con una dialéctica tan fuerte: en la secuencia que sigue inmediatamente a la de la boda entre Hunt y Julia (Michelle Monaghan), nuestro héroe tiene que infiltrarse en… El Vaticano. Y encima disfrazado de cura, como si el hecho de consumar el matrimonio viniese inmediatamente acompañado del deseo de pervertir la institución que lo creó.
Hunt se enfrenta a un villano interpretado por Philip Seymour Hoffman, lo cual es ya muy bueno. Pero J.J. Abrams, el por entonces joven espabilado y prometedor que se ocupaba de la tercera entrega, conoce ya muy bien una lección clásica del cine de acción, tan bien conocida como a menudo mal aplicada: aquella que dice que, cuanto más interesante sea el villano, mejor será la película. Y da la sensación de que Abrams lleva la ecuación a tal extremo que Seymour Hoffman se convierte en una especie de deidad, que no sólo detiene un arma a la que llaman en un momento de la película un “anti-Dios”, sino que, también, nos dicen, “volverá a surgir si llega a ser eliminado”. Hasta tal punto que, una vez capturado, y pese a estar inmovilizado e incomunicado, hace llover misiles del cielo sobre el puente por el que los transportan para ser rescatado. Un villano superpoderoso que lleva a Hunt, el hombre que sólo quería casarse, a percibir, aunque sólo sea el tiempo de una película, un pequeño vistazo de lo absoluto.
Es lógico que Abrams llegue casi de forma natural a esta idea sobrenatural. Él, al que muchos trataban de “jovencito Spielberg”. Pero es que los hijos de Spielberg, como Abrams, o Shyamalan, se revelan siempre nietos de Hitchcock, mientras que el vínculo entre el americano y el inglés parece mucho menos evidente que, por ejemplo, el que podría establecerse con De Palma. Me explico: si la gran fantasía mística de Spielberg siempre fue acercar la vida de una familia a una forma abstracta de un ser superior, a menudo sus seguidores han tenido que centrarse en abrir esa brecha en lo cotidiano, desvelando así lo que de hitchcockiano yacía en Spielberg. Hunt vive la imposible misión de la película durante un ficticio “viaje de trabajo”. Como en Hitchcock, donde el mundo de las aventuras y de las pulsiones suele volverse posible durante unas vacaciones, un viaje, una estancia forzada en casa para restablecerse de una pierna rota. Una vez más: acordar las fantasías del personaje mejor que nunca a la de los espectadores en sus butacas. De hecho, es posible que los más hitchcockianos de los cineastas sean sus admiradores menos formalistas, y estos jovencitos herederos de Spielberg nos revelan que hay mucho más de Hithcock en el director de la gorra, en el fondo, que en De Palma (de ahí que sea injusto acusarle de pastichero), en Rohmer (una vez más, las vacaciones, los descansos por la tarde en el trabajo…) que en Chabrol. Las escenas de acción, aquí, incluyen siempre algo de incongruente, de desviado: es delirante que los helicópteros y misiles asalten un puente en pleno atasco, como que un avión ataque a un hombre en un campo de maíz. Y es una constante en toda la saga, con esas escenas de acción en el corazón de ciudades inevitablemente turísticas, esas mismas en la que el espectador podría decirse: “Mira, el verano pasado estuve a punto de ir allá.”
Tom Cruise es el actor perfecto para representar esa brecha. Cruise, que nunca podría interpretar a un superhéroe, a un hombre convertido en deidad, puesto que siempre se quedó a mitad de camino: es el hombre entre el cielo y la tierra. No es casualidad que otra de las figuras que vuelve inevitablemente en cada Misión: Imposible sea la de Ethan Hunt suspendido ante el vacío tras un salto, exactamente como Cary Grant en Intriga internacional (North by Northwest). Entre el atisbo de tocar el absoluto con la yema de los dedos y la caída, tocando el fondo más humano y mortal. Es casi un lugar común: Cruise es un actor que corre como nadie. Abrams filma una de las mejores carreras de toda la saga, a través de las calles de Shanghai, en un largo travelling de velocidad inasible. Es su único superpoder: correr. Para una generación de espectadores, la figura de Cruise corriendo es tan icónica como, para otra, la de John Wayne deteniendo una diligencia. Pero es aquí sobre todo la figura de un deseo, el de una vida veloz, de una vida otra, de una vida imposible.