Cuentan que cuando Tarantino presentó Había una vez… en Hollywood en Cannes, pidió que no se hablara de ella para no arruinarle el placer a los futuros espectadores. No sé si alguien siguió el consejo, pero dio la casualidad de que el martes pasado llegué a la función de prensa porteña (¡había una multitud!) sin saber nada de la película. Bueno, solo sabía que la había dirigido Tarantino y que tenía algo que ver con los crímenes del clan Manson. Es decir, la vi exactamente en las condiciones que el director pretendía. Pero por eso me pasé toda la película temiendo que Sharon Tate fuera asesinada en pantalla. Y temía terminar viendo eso. Si hubiera sabido que la muy bella Sharon, interpretada por la muy bella Margot Robbie no muere porque la película toma otro camino y construye una realidad paralela como si fuera una secuela de Volver al futuro, la habría disfrutado más.
Lo curioso es que, una vez que la película establece su propia narrativa y pone en el centro a los ficticios vecinos del matrimonio Polanski en lugar de a las malhadadas víctimas y a sus siniestros verdugos, el final es lógico y tampoco es importante si se revela o no. Sin embargo hay algo que sí conviene revelar, para que el espectador no se prive de un momento importante del film. Es algo que ocurre durante los títulos que no vieron los amigos con los que me senté el martes porque huyeron sin prever que Tarantino les tenía preparado un mensaje. Yo me quedé como hago siempre para ver la lista de las canciones, que en una película de Tarantino son siempre muchas e importantes. Pero no pude leerla ya que pasaban muy rápido y ocupaban solo la parte izquierda de la pantalla. A la derecha Rick Dalton (el personaje que interpreta Leonardo DiCaprio) filmaba un comercial de cigarrillos. Al final, tira el que está fumando, dice que es una mierda, critica el poster con su imagen y maltrata a los integrantes de la producción. Hay una vieja leyenda urbana que también circuló en la Argentina, sobre un conocido locutor que hacía una propaganda de pastillas en televisión en directo y, cuando creía que el director había cortado, tiraba la pastilla y emitía un sonoro ¡Puaj! que salía al aire. Pero ustedes son muy chicos y no deben haber escuchado hablar de la época en la que los avisos se hacían en directo.
En realidad, es posible que Tarantino tampoco haya sido testigo de esa época, por más que la televisión juegue un papel importante en Había una vez… en Hollywood, ya que la película está ambientada en un momento en la que la industria del cine estaba muy vinculada con las series televisivas y los profesionales (en particular los de segunda línea como Rick Dalton), pasaban continuamente de un medio a otro (algo parecido ocurre ahora). De todos modos, esa escena del comercial es más que uno de esos gags que se suelen incluir como bonus track en medio de los títulos. Es más bien un comentario sobre la relación de la propia película con el mundo exterior: en la ficción del aviso, los cigarrillos Red Apple son fabulosos, mientras que en la realidad dejan una sensación terriblemente desagradable, como la que dejan los crímenes de la banda de Charles Manson.
Pero hay aquí algo más profundo, que tiene que ver con el planteo moral de la película. Es algo que me va quedando claro a medida en que escribo. Tal vez una buena película sea aquella en la que el virtuosismo de la realización deja entrever una moral que no está establecida previamente sino que surge de su propia materialidad. No hay duda de que esta es una película virtuosa, llena de momentos deliciosos y de escenas divertidísimas. Y que, además, logra una reconstrucción de Los Angeles en los sesenta que pone en evidencia el fracaso de Paul Thomas Anderson en la adaptación de Inherent Vice, la novela de Thomas Pynchon. Tarantino consigue el milagro de recrear un momento único de la historia americana aunque su preocupación no sea la historia sino la historia del cine.
Los protagonistas de Había una vez son dos tarambanas encantadores. Rick Dalton es un actor en decadencia, alcohólico, vano, histérico, cobarde en un sentido físico, pero también en relación con su carrera, ya que el tipo tiene talento, como se lo hacen notar tanto el representante que interpreta con mucha gracia Al Pacino, como la niña prodigio que es compañera suya en el set. Dalton prefiere hundirse en papeles de villano cada vez más secundarios porque no le da la cabeza para salir de su provincianismo. Su media naranja, Cliff Booth (un brillante Brad Pitt), es su doble de acción, su chofer y su niñera. No es su amante porque la camaradería masculina tiene sus códigos (como bien lo explica José Miccio en su revisión de Perros de la calle para este dossier). Pero, sobre todo, es la parte que le falta a Dalton: Cliff es valiente y le da lo mismo el triunfo que el fracaso. Si bien es un bravucón, tiene la ética del héroe de western de la que carece Dalton y no se equivoca cuando elige sus adversarios.
Aquí hay que dar un clásico salto de la crítica, acompañando la puesta en abismo que siempre aparece cuando una película trata sobre películas. Sabemos, porque Tarantino nos lo dice todo el tiempo y lo subraya al final, que Dalton no debe confundirse con los personajes que interpreta (aunque la gente, casi para su sorpresa, lo admira por ellos). Pero también hay que distinguir a Dalton y Booth, los personajes de una ficción particular, de su lugar como arquetipos de la comedia humana que Tarantino siempre quiere describir aunque no siempre lo consiga. Pero esta vez logra que su descripción del mundo sea más articulada y más nítida ya que apunta a otro escenario, que es el del cine en la era de la corrección política. Tarantino venía haciendo una serie de películas que podrían denominarse “la venganza de las víctimas”. Tomaba una minoría perseguida y la dotaba de los elementos para defenderse de sus opresores: mujeres contra los machistas, judíos contra los nazis, negros contra los esclavistas sureños. Sin embargo, su película anterior, The Hateful Eight, era menos maniquea y la línea se quebraba: todos los personajes eran malos a su manera y hasta quienes se proclamaban como víctimas podían ser verdugos. Pero ahora, Tarantino encuentra una síntesis que resulta más honesta: las víctimas a las que Había una vez se propone reivindicar son sus compañeros de profesión.
En Había una vez… en Hollywood, los buenos son los actores, los directores, los productores, los agentes, los técnicos, los dobles. No es que sean perfectos. Muy lejos de ello, son grandes tontos y grandes frívolos. Son capaces incluso de tremendas villanías, como la que probablemente haya cometido Cliff asesinando a su ex mujer. En un flashback que me hizo pensar en la muerte de Natalie Wood (tal vez asesinada por Robert Wagner), se ve al personaje discutiendo con su ex arriba de una embarcación. La mujer es una arpía y luego nos enteramos de que sus colegas creen que Cliff la mató aunque no fue condenado. No hay una ofensa más grande a la causa del me too que esa escena y el hecho de que el presunto femicida sea el gran héroe del film.
Pero el mal que puede cometer un individuo, parece decir Tarantino, será siempre menos infame que el mal cometido por un grupo. En particular, la secta de Charles Manson, los hippies que abandonaron el Flower Power para asesinar a Sharon Tate y a sus amigos. En el final de Había una vez… en Hollywood, un oscuro doble y sus amigos (que ni siquiera entienden la causa del ataque) se defienden contra una banda que se adjudica el derecho de exterminarlos (como dice una de sus integrantes), “porque nos ensañaron a matar en cada serie de televisión que no fuera Yo quiero a Lucy”.
Creo que subyace al planteo de Tarantino la idea de que esa moral apocalíptica y sectaria es la que ha terminado por regir hoy en Hollywood. En ese punto interviene la cinefilia del director o, mejor dicho, alcanza su dimensión utópica, y reclama ser entendedida como algo mucho más importante que un pasatiempo o un acumulación enciclopédica. Porque el cine, nos dice Tarantino, incluso ese cine de segunda mano que es la televisión, es capaz de producir belleza. Y eso redime a quienes colaboran para que la belleza sea producida. El mundo de la farándula, el mundo de los dos tontos encantadores que protagonizan la película, puede ser fatuo, grotesco, cruel, reaccionario, innoble. Es el mundo en el que Polanski seducía a Sharon Tate (y a algunas menores de edad) como ocurrió en Hollywood desde Charles Chaplin y Fatty Arbuckle. Ese mundo fútil y pecador, tan bien representado en la fiesta de la mansión Playboy a la que Sharon Tate está tan contenta de ser invitada. Tarantino muestra a Margot Robbie como un ángel, disfrutando de su propia película en un cine. Su deslumbrante belleza, su perfecta ingenuidad son la cinefilia misma, porque el cinéfilo vive para atesorar esos momentos que solo acontecieron en la pantalla. Esos momentos que están completamente fuera del alcance de los miembros del clan Manson, tan drogadictos y promiscuos como la contrapartida de las estrellas de cine a las que odian. A falta de esa comprensión, están convencidos de que tienen derecho a exterminar a “esos cerdos” por razones ideológicas.
Contra ellos, contra su estupidez, su fealdad y su maldad superlativa se dirige la violencia de la película. Pero a diferencia de los nazis y los confederados, que en definitiva fueron derrotados por la historia, es posible que los discípulos de Manson se hayan salido con la suya y el cine sea condenado en su conjunto como un arte demoníaco en una era en la que el mundo ha dejado de creer en el diablo. Es posible que Tarantino se haya propuesto dejar un testimonio de que una pantalla todavía puede articular la libertad y la belleza. Pero hacerlo conlleva sus riesgos, algo que nadie entendió cuando Sharon Tate y sus amigos fueros asesinados en la casa de Roman Polanski. Entonces, el mundo todavía era joven.
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