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CRÍTICAS - STREAMING

Bandersnatch y la modernidad trucha, por Sebastian Kohan Esquenazi

Bandersnatch

Encontrábame yo perdido y disperso en la mar inmensa de mis sublimes deseos, cuando la duda invadiome y obligome a decidir el destino de mi tan azarosa existencia.

O sea, que estaba todo tiradote en el sillón de mi casa y no sabía bien si poner un docu o una serie. Eran casi las once de la noche, el día llegaba a su fin y era la hora de ver alguna cosita, como cada noche, para bajar el telón e irse al sobre. La disyuntiva asaltaba mi reposo, mis diversas personalidades se activaban y el pequeño hombre culto que a veces quiero ser, discutía con el pochoclero que llevo dentro. “¡Oh, dioses del Olimpo, concededme el destino que me ha sido marcado y atadme perenne, si fuese imperativo, al mástil que me protegerá de las sirenas!”, decía uno. “Andá a la cocina y hacete unas palomitas de microondas que nos ponemos Game of Thrones, a ver si matan al dragón rosa ese de una puta vez”, decía otro. “Ignorad, oh dioses todopoderosos, tan blasfema alma que asoma de mis infiernos…” Y así se la llevaban, como cada noche, la disputa entre mis gustos y placeres, intentando decidir qué hacer. Pensar o no pensar, esa es la cuestión. Documental medio denso para ver en dos tandas o serie de Netflix para ver dos capítulos de un tirón.

Así me encontraba yo, posición horizontal y paralizado en el sillón, con una mano en el control remoto y la otra en… Hasta que sucedió lo inesperado, ¡lo increíble! La señal que el pequeño hombre culto le pedía a los dioses llegó a la tierra dirigida al pochoclero. Así, de repente, como por arte de magia, la televisión se prendió sola, sola solita sola, y les mandó un mensaje del más allá, del cielo o las catacumbas, quién sabe, que decía en letras intermitentes la palabra Bandersnatch.

¿Banderqué?

“¿Qué carajo es eso?”, le preguntó el pequeño Cultito al pochoclero, perdiendo ya un poco su divino lenguaje. “Hablá bien por favor, no seas guarango”, le respondió este. Bandersnatch es la última novedad de Netflix, es la película de la serie Black Mirror, pero tiene la particularidad de que es una película interactiva donde nosotros podemos elegir el camino que toma el protagonista y tener el control de la situación. Como los libros de “Elige tu propia aventura”, de cuando éramos niños. “¡Tomar el control de la situación!”, exclama Cultito, “¡como los dioses que deciden nuestro destino!” ¿La mirror o no la mirror? El pequeño sociólogo que habita dentro de Cultito comenzó a interesarse en el asunto y a meterle fichas al plan de Pochoclo. Imaginaba que detrás de todo eso había armado un gran tinglado, un gran cerebro que habría imaginado el futuro y que dominaría el mundo como ahora lo hace Netflix. Una especie de Zuckerberg que comenzaría a digitar el futuro de nuestros comportamientos a través del cine. Sonaba interesante eso de ser victima de las nuevas fechorías de la sociedad de consumo. Detrás de Bandersnatch debía haber un complejo juego de logaritmos cuya infinita combinatoria desembocaría vaya usté a saber en qué inescrupulosa red de compra-venta de datos de la población. Así que, Cultito y Pochoclo eligieron su propia aventura, la peli interactiva del gran mostro del streaming.

Bander-snack

Coca Cola y palomitas de microondas mediante, comenzó la aventura. Pochoclo estaba feliz, emocionado, viviendo una experiencia diferente. Cultito también estaba un poquito emocionado aunque lo ocultaba por pudor. Igual que los intelectualosos de izquierda que disfrutan Despacito pero no se lo cuentan a nadie y se irán al jonca tarareando bajito. Sin embargo, estaba incrédulo y expectante. La aventura comenzó bien. La historia era buena, la estética y los personajes también. Al poco andar, la película se convirtió en aplicación y nos dio la opción de elegir por primera vez. A Pochoclo le revoloteaban mariposas en el estomago, pero Cultito no se dejaba ablandar, así que no eligió ninguna opción, momento en que la aplicación eligió una por defecto y la aventura continuó. La peli seguía siendo buena, entretenida, los personajes empezaban a crecer igual que el interés de Cultito que comenzaba también a sentir maripositas. La cosa funcionaba. El Zuckerberg del cine generaba algún tipo de sensación. A la tercera o cuarta vez que hubo que tomar una decisión, Cultito ya estaba vuelto loco y saltó desesperado sobre Pochoclo para elegir el camino. Pochoclo siempre disfruta cuando Cultito es feliz, le sonríe con cierta compasión y lo deja ser. Cada vez que elegían algo sentían la extraña sensación del abismo de lo perdido, de todo aquello que a causa de su decisión, no iba a suceder. La inmensidad de la duda de no saber cuáles serían todos los sucesos no acontecidos en el futuro. La duda existencial del misterioso destino de todo aquello que nunca será. El pequeño sociologuito que habitaba en Cultito se relamía los bigotes. Estaba a punto de aceptar que la decisión de Pochoclo había sido acertada y de paso, contarle a todo el mundo que le gustaba Maluma. Sin embargo, como en la vida misma, todo iba bien hasta que se fue al carajo.

Cuando la cosa se ponía buena, Pochoclo y Cultito eligieron un camino y la aplicación les dijo que no. No. De las dos posibilidades que te dimos, una no la puedes elegir. “Justo esa que querías, no es posible”. Lo sentimos. Pochoclo lo miraba embobado a Cultito que lo miraba perplejo a Pochoclo. El sociologuito se agarraba angustiado la cabeza. Dónde estaban los posibles futuros, dónde estaba la inteligencia de las nuevas formas de participación digital, dónde el riesgo de que el modelo se convirtiera o convirtiese en norma, dónde estaba el futuro, los logaritmos y las infinitas combinaciones. Dónde estaba todo eso que lo había seducido al punto de salir del clóset y aceptar que le gustaba Daddy Yankee.

Bandersplash era una truchada, una chantada, una paparruchada, con perdón de la palabra. Una mentira grande como una casa. No había ni logaritmos, ni combinaciones, ni combinatorias, ni una mente brillante detrás de nada, había solo una película casi buena, arruinada por el afán chanta de hacer algo nuevo, moderno, interactivo.

Cultito ya sabía que lo interactivo implicaba el engaño de un término mal usado. Que lo interactivo, desde que había aparecido en la televisión de los 90 con la participación del televidente mediante su teléfono con botones (con teléfonos con disco la cosa se complicaba bastante), había sido una ilusión de participación, para empoderar al cliente y evitar que saliera de su casa y fuese a participar en cualquier actividad de la vida real. La posibilidad de participar llegaba a los hogares. La atomización de la sociedad estaba lograda, el individualismo fortalecido y el individuo satisfecho, gastando las energías sobrantes que le daba la Coca-Cola, mediante el uso del telefonito. Just do it. Las marcas nos daban la felicidad y también el poder. Los consumidores decidíamos nuestro futuro. La democracia real había llegado para quedarse. Cultito ya sabía todo eso y, empujado por Pochoclo, había aceptado jugar al juego, pero nunca había imaginado que ese juego iba a distar tanto de la ilusión en la que había elegido creer. Era como elegir la pildorita roja de Matrix y que a la hora de la hora te den el maní con cascara de Netflix. El juego estaba mal hecho y punto pelota.

Lo que parecía un juego que simulaba la democracia participativa se había convertido en una cosa parecida a la democracia representativa donde, en vez de poder crear cada uno a sus propios candidatos, tenía la opción de elegir entre dos candidatos impuestos y sumamente truchos, del estilo Scioli-Macri, pero donde, para más inri, cuando elegías, temeroso y resignado, al primero, la aplicación te decía, ups, va a ser que no, va ser que mejor el segundo y muchas gracias por participar.

Triste, solitario y final

Pochoclo y Cultito no se hablaron más esa noche. Cultito no le reprochó nada a Pochocolo y Pochoclo no se justificó en absoluto. La noche siguiente, a la misma hora, cuando encontrábame yo perdido y disperso en la mar inmensa de mis sublimes deseos, cuando la duda invadíame y obligábame a decidir el destino de mi tan azarosa existencia, Pochoclo miró a Cultito y, sin decir una palabra, le dio el poder de decisión. Cultito puso un documental de esos medios densos, que vieron en dos tandas, y que no puede más de la hermosura que derrocha. No intenso agora del brasilero João Moreira Salles, una joyita sin rasgos ansiosos ni exasperantes de la tan estúpida modernidad.

© Sebastian Kohan Esquenazi, 2019

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

https://www.youtube.com/watch?v=agwwYolqZPw

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