Entre 2000 y 2004 me dediqué a elegir material para el Bafici y vi muy poco cine de Hollywood. Después seguí con la abstinencia: me había acostumbrado a ver películas “de festival” y ya no vivía en Buenos Aires. Pasaron dieciocho años y un día me desperté pensando que lo ignoraba casi todo sobre buena parte del cine de este siglo. De todos modos, vi algunas películas americanas, incluso algunas que me gustaron (seguí siendo fiel a Eastwood, disfruté de algún Spielberg, de La noche más oscura (Zero Dark Thirty) de Kathryn Bigelow, de Gravedad (Gravity) de Alfonso Cuarón y un par más que ahora no me vienen a la memoria).
Esta mañana se anunciaron las nominaciones para el Oscar y miré la lista de las candidatas a mejor película, descontando que no había visto ninguna. En años anteriores solía ver las ganadoras y me dejaban la sensación de que había perdido el tiempo. De pronto, recordé que sí había visto una nominada: Dunkerque de Christopher Nolan, que me pareció un ejercicio formal de guión vistosamente ilustrado y me deparó un aburrimiento enorme. Un poco más tarde que alguien calificaba a Nolan de “maestro del cine”. Comenté entonces en Twitter que la afirmación me parecía un exceso. Una pequeña horda me respondió indignada: me recordaron que Nolan era el director de obras maestras como El origen (Inception), Memento y no sé qué de Batman. Recordaba vagamente haber visto una de Nolan en la que la historia se cuenta de atrás para adelante, igual que en una película horrenda de Gaspar Noé. La de Nolan me pareció otro ejercicio de virtuosismo narrativo sin ninguna gracia. Pero me dieron ganas de ver la trilogía de Batman (El caballero de la noche) y recordé que en su momento me había gustado la segunda de la serie, Batman vuelve (Batman Returns), dirigida por Tim Burton. Pero eso fue en 1992, casi en otra vida. De paso, me puse a pensar que había visto algo de Burton últimamente, pero no me pareció gran cosa. Era un director al que admiré en otro tiempo. Una cosa me llevó a otra y terminé pensando que tal vez ya no hubiera directores admirables.
Claro que esta teoría se puede desmentir fácilmente: todo el mundo admira a David Lynch. Pero la admiración por Lynch no es una admiración cinéfila sino más bien una reverencia cultural de la que es imposible escapar dentro de cierto grupo social y etario. Lynch es un ídolo de la cultura, es lo que Picasso o Bowie fueron en su momento. Es que el amor por David Lynch (que además filma series, un formato de gran penetración entre quienes definen las tendencias del gusto) se parece muy poco al amor por John Carpenter. En el cine hay antecedentes de directores cuya grandeza se apoya en la creencia de que están más allá del cine. Tarkovski puede ser un buen ejemplo. En su momento, conocí a mucha gente a la que el cine no le interesaba, pero estaba dispuesta a dar la vida por Tarkovski. Lo que quiero decir es que el amor por Carpenter es un amor cinéfilo, algo que tiene mucho que ver con un amor por lo escondido, lo soslayado.
La cinefilia como la entendemos (aunque es posible que ya sea otra cosa, o haya dejado de existir) tiene una historia cuyo comienzo ubican algunos en la posguerra del siglo pasado, pero tiene una manifestación clara en los años cincuenta, cuando los críticos de Cahiers du cinéma (que luego conformarían la Nouvelle Vague) eligieron un conjunto de directores y vieron en ellos el corazón del cine que valía la pena por oposición al que se limitaba al gesto cultural de prestigio (el tan odiado cinéma de qualité). Los directores elegidos fueron varios, pero hay cuatro especialmente representativos. Por el lado europeo, Renoir (la tradición francesa más depurada, más noble) y Rossellini (lo más innovador y sofisticado del neorrealismo). Por el lado americano (y esto fue lo revulsivo de la elección), Hawks y Hitchcock, dos directores considerados meros artesanos trabajando por encargo en la maquinaria del entretenimiento. La cinefilia (y esa elección cruzada lo demuestra) empieza cuando se derriba el dogma de la división entre arte y entretenimiento. En realidad, esa barrera no ha caído todavía y se advierte cada vez que un crítico habla de películas para espectadores sofisticados.
Curiosamente, el cinéfilo piensa igual, pero exactamente al revés: el espectador sofisticado no es el que admira lo que la cultura impone como elevado sino aquello que escapa al radar censor de lo consensual y establecido como arte alto. No necesariamente se trata de admirar lo bajo (eso es el populismo estético, que también se sigue practicando) sino de aceptar, en palabras de Truffaut que “todas las películas nacen iguales”. Es tarea del cinéfilo distinguir aquellas que adquieren una nobleza que no es la de origen: que este sea bajo o alto poco importa en la democracia cinéfila.
La cinefilia implica desde su origen, como decíamos, la defensa irrestricta de ciertos nombres. Es lo que se dio en llamar “la política de los autores”, un concepto al que hoy no se le da valor, pero fue el impulso que alimentó la cinefilia hasta el final del siglo XX. Pero ¿qué vino después? ¿Cuántos herederos hay de los Renoir y Rossellini, que después fueron los Ozu, Godard, Straub, Kiarostami u Oliveira. La tradición tal vez se mantenga en Hong Sang-soo o en Apichatpong. Pero no sé si hoy quedan equivalentes en ejercicio de la rama baja: si hay herederos de Hitchcock, de Ford, de Walsh, de Lubitsch o de Jerry Lewis. No sé si hay directores jóvenes capaces de hacer películas de género y “de autor” fuera de Asia. Gente que ha visto el cine de esta época sostiene que ya no hay cineastas de ese calibre, poseedores de un estilo o de una mirada propia sobre el cine que se pueda rastrear en toda su filmografía. Incluso muchos coinciden (me lo dijeron el mismo día un cineasta argentino muy popular y el director de un festival) en que los últimos cineastas talentosos con la vocación de ser libres empezaron a dirigir en los primeros años del siglo XXI y que después no hubo mayores novedades en esa materia. Esta tarde, una conversación entre críticos en Twitter terminó con una frase que decía, contra la opinión común, que la crítica sigue siendo una actividad apasionante, pero el problema es que el cine se ha achicado, como decía Gloria Swanson en El ocaso de una vida (Sunset Boulevard).
Estas columnas se proponen desentrañar la verdad de estos rumores, contestar algunas de estas preguntas explorando lo que no vi en estos años. Intentaré buscar mes a mes recuperar lo que pude haberme perdido y, al mismo tiempo, rastrear los elementos que puedan fundar una cinefilia del siglo XXI, es decir que mantenga la idea de que las películas tienen un responsable pero que vaya más allá de la elección al azar de nombres cuya adoración difícilmente califique para elaborar un discurso consistente sobre el cine de hoy. Veremos qué sucede.
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