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En busca de la cinefilia perdida (2) | El acto vivo

En busca de la cinefilia perdida (2) | El acto vivo

EL ACTO VIVO

Cuando yo era chico, por una ley que le aseguraba el trabajo a los afiliados al sindicato de artistas de variedades, los cines ofrecían antes de las películas el llamado “acto vivo”. Muchos espectadores (mi familia practicaba la costumbre religiosamente) se quedaban afuera de la sala y solo entraban cuando el payaso, cantante o equilibrista había terminado su número. Indignados, los enemigos del acto vivo proclamaban que ellos iban al cine, no a ver “eso”, es decir un espectáculo que se desarrollaba en un escenario y no en una pantalla. Recordé esta costumbre cuando, mirando el sitio Todas las críticas, descubrí que El hilo fantasma tenía 25 reseñas positivas y una sola negativa, la que escribió mi amigo, el español afrancesado Fernando Ganzo para A Sala Llena.

Más allá de las razones puntuales que da Ganzo para desconfiar de la película de Paul Thomas Anderson y ponerle 40 puntos sobre 100 cuando sus colegas están del 70 para arriba (en general muy arriba), me gustaría señalar que el cinéfilo Ganzo es un heredero de la tradición crítica cahierista, que incluye cierto rechazo por lo que se ve en los escenarios. Me refiero no solo al teatro sino a la ingeniería cinematográfica que lo hace depender de habilidades que, sin bien no son totalmente ajenas al cine, corren el riesgo de apoderarse de él, de sustituirlo por un abanico de destrezas. Me parece también que quienes proclaman la genialidad de Anderson como director (y no son pocos), encuentran en él una síntesis de lo más elevado del arte contemporáneo. Así lo dice explícitamente el amigo español-chileno Manuel Yáñez Murillo en Otros cines. “Si Juegos de placer (Boogie Nights) era un carrusel scorseseano y Magnolia, una montaña rusa cassaveteana, si Punch-Drunk Love era un torrente minelliano-lynchiano y Petróleo Sangriento (There Will Be Blood) un monolito kubrickiano-wellesiano, si The Master se inauguraba con unas espirales hitchcockianas y Vicio Propio (Inherent Vice) dibujaba un laberinto pynchoniano, ¿cómo cabría calificar la nueva película de Paul Thomas Anderson?”. Yáñez (que le pone 100 puntos a la película) responde a su propia pregunta diciendo que es una enredadera. Y que esa planta “se enreda por todo lo largo y ancho del Planeta Cine mientras nos invita a perder la razón y aferrarnos a la butaca.”

Como soy bastante cahierista, estoy tentado de decir que los momentos o los rasgos más discutibles que tienen los cineastas que enumera Yáñez son los que los acercan a Paul Thomas Anderson. Me refiero a cierta grandilocuencia, a cierta megalomanía incluso, que en el caso de Anderson es muy notoria. Su indudable ambición se traduce en la gran intensidad de sus películas. Intensidad dramática, fotográfica, psicológica y, en este caso, vestuarística. Confieso, aunque no es un rubro al que le suela prestar atención, que no recuerdo una película cuyo vestuario me resultara tan deslumbrante como El hilo fantasma. Por supuesto que es una película sobre un modisto y los vestidos que diseña no pueden ser menos que impecables. Eso incluye la ropa que viste Daniel Day-Lewis: nunca he visto trajes tan espectaculares. No hay nada malo en mostrar en el cine bellos trajes, ni bellas mujeres ni bellos hombres. También hay bellos paisajes, bellos autos, bellas canciones, bellas coreografías y no sé si el cine fue a lo largo de la historia mucho más que eso pero cuando eso se vuelve importante, ostensible, pomposo, estamos en problemas. Por otra parte, uno tampoco iría al cine a ver un desfile de modas: eso cae en la categoría “acto vivo”, filmado o no.

Hay una destreza esencial en el cine de Paul Thomas Anderson y son las actuaciones, especialmente masculinas. En ese sentido Daniel Day-Lewis, “el artista que se convirtió a sí mismo en una obra de arte” como Hernán Schell titula en una nota de Infobae es su favorito. Es curioso que antes Pynchon aparecía mezclado con los cineastas y ahora Day-Lewis sea una obra de arte: es como si habitáramos el mundo de lo sublime, independientemente de su soporte. Pero volviendo a Day-Lewis, no hay nadie más obsesivo que él, más dedicado, más exhaustivo en la preparación de sus papeles. El tipo que cargaba árboles para hacer El último de los mohicanos, leyó cien libros sobre Lincoln para interpretarlo, ahora se involucró de tal modo en el mundo de la alta costura hasta quedar agotado y anunciar su retiro, aunque aprendió tanto del tema que puede diseñar un vestido.

Trabajar con un actor así (y Anderson lo reconoce en alguna entrevista) convierte su trabajo en una especie de coautoría. Campeón del matiz y la sutileza en constante juego con la cámara como recomendaba Marlene Dietrich, no es precisamente el tipo de actuación que el cinéfilo admira en el cine clásico de Hollywood (y menos en Hitchcock). Está claro que Day-Lewis no es John Wayne ni Cary Grant ni Robert Mitchum, ni ninguno de esos cuerpos vacíos de psicología que hacían a los espectadores ir a verlos. Ahora, van a ver a los personajes que interpretan los actores y, cuando actúa Day-Lewis, los laberintos mentales del personaje cubren cada película que hace. Como si esto fuera poco, El hilo fantasma tiene también a dos actrices fotogénicas e intensas como Lesley Manville y Vicky Krieps (esta es tan intensa que su personaje se llama Alma). Y no son como Grace Kelly ni Marilyn Monroe, ni tampoco como Bette Davis y su contención dentro del melodrama. Tal vez los actores de hoy sean mejores, más versátiles, formados y potentes. Ya no son ganado ni víctimas de sus contratos con los estudios. Pero creo que, ante todo, el cine necesita más de los trucos de su oficio.

El melodrama que plantea El hilo fantasma tiene miles de vueltas, de toques malignos y, al mismo tiempo, es un poco estrecho de miras. Trata sobre Reynolds Woodcock, un diseñador de moda maniático vigilado por su hermana y por la memoria de su madre muerta que encuentra una mujer que mejora su vida de un modo poco ortodoxo. Anderson convierte la convivencia claustrofóbica del trío en un espectáculo gracias a las destrezas antes aludidas, a las que hay que agregar la fotografía y la música. Hasta parece calcular el hambre que despiertan en el espectador los cien desayunos de los personajes. La película es una sinfonía suntuosa que pasa por virtuosa, una feria de sensualidades concentradas y un arte con deliberada mayúscula, que es lo mejor que el cine puede ofrecer hoy en opinión de los críticos. Claro que siempre hubo películas así (y siempre estuvieron nominadas al Oscar) pero esta es una grandeza que no deja lugar a lo pequeño: El hilo fantasma es como Lawrence de Arabia sin el desierto.

Sin embargo, volviendo al cahierismo, hay algo realmente autoral en El hilo fantasma, lo que se podría llamar un autorismo recursivo. Es la concordancia (a veces inconsciente) que se da en algunas películas entre su contenido y su realización. Cuando eso ocurre, las películas se abren a una dimensión más profunda y más interesante. Y aquí ocurre en buena medida: el protagonista de El hilo fantasma es un profesional obsesivo (acaso un artista) que produce obras de alta sofisticación y de enorme destreza. Pero no las hace solo: hay un ejército de costureras, de modelos, de auxiliares a su servicio, dedicadas a plasmar sobre la tela los diseños de su patrón, que las trata con paternal cortesía y singular indiferencia. Incluso, las dos mujeres que viven en la casa-taller le aportan ideas y sugerencias, como los colaboradores de un equipo de filmación. La importancia de Alma, el cuerpo perfecto para la obra de Woodcock, es el correlato de la importancia de otro obsesivo como Daniel Day-Lewis para Paul Thomas Anderson. El hilo fantasma sería así una película de Anderson sobre su propio trabajo. Cuando el modisto pierde una cliente parece estar hablando de una crítica adversa, cuando decide que una cliente no merece vestir su ropa, está poniendo en un lugar elevado su compleja artesanía que quisiera ver considerada como arte. Hasta las propias crisis creativas del protagonista, su necesidad de renacer tras ellas, pueden pensarse como las del propio director. Después de todo, un diseñador se parece a un director de cine: su arte es aplicado y ese es un hallazgo de Anderson. Incluso, que la película haya ganado el Oscar al mejor vestuario es casi un corolario de su recursividad. Retomando un ejemplo anterior, Lawrence de Arabia también tenía algo recursivo: David Lean debía planear sus películas como su personaje pensaba las campañas y conspiraciones. Claro que después había que ejecutarlas: en esa etapa aparecían el Cine y la Historia.

Para ilustrar de otro modo estos puntos, cambio bruscamente de película. La muerte de Stalin, de Armando Iannucci es una producción franco-inglesa estrenada en el festival de Toronto en septiembre pasado, que aun no llegó a la Argentina pero está haciendo una gran campaña en varios países (no en Rusia, donde los censores de Putin la prohibieron). Se trata de una sátira-farsa-parodia-comedia negra, de presupuesto relativamente bajo, que se ocupa de lo ocurrido entre las bambalinas del Kremlin los días previos y posteriores a la muerte del dictador soviético, cuando los obsecuentes y asesinos que lo secundaban se vieron de pronto sin el amo, con el poder en sus manos y la necesidad de organizar su herencia. En realidad, la película narra (con alguna falta de respeto por los hechos históricos) el acuerdo de los máximos jerarcas encabezados por Kruschev para desplazar y ejecutar a Beria, el responsable de la policía política y el Gulag. La muerte de Stalin es entretenida. Basada en una historieta, el escocés Iannucci (productor de teatro y radio) consiguió un grupo de actores ingleses y americanos capaces de recrear la tragedia como una broma siniestra en la que participaron una serie de bufones canallescos, ambiciosos y cobardes. Dos destrezas de las que hablamos antes intervienen aquí fuertemente. Por un lado el guión, escrito a varias manos. Por el otro los actores, que están brillantes: Simon Russell Beacomo el lascivo Beria, Steve Buscemi como el intrigante Khrushchev, Jeffrey Tambor como el vanidoso Malenkov, Michael Palin como el pusilánime Molotov, entre otros, componen personajes con matices y, al mismo tiempo, se burlan de ellos. Alvaro Arroba, el amigo hispano-argentino que me pasó la película, dice que tiene algo de los Monthy Python. Puede ser (Palin era además parte del grupo), aunque nunca me interesaron los aclamados y sin duda inteligentes Python. Como ocurre con El hilo fantasma, no vacilaría en recomendar La muerte de Stalin, aunque tal vez no a las mismas personas. Este destilado de la historieta, la televisión, la radio y el teatro, con su centro de interés político y su intercambio actoral tiene una velocidad que se traduce en intensidad (o al revés) y alimenta la dramaturgia. Algo parecido ocurre con Las horas más oscuras (Darkest Hour), la película sobre Churchill nominada al Oscar. La muerte de Stalin es posiblemente más digna, menos tramposa en sus recursos escénicos, más fluida. Pero no creo que forme parte de una conversación importante para el cine. Es un juego escénico de gran destreza que puede remitir a Shakespeare, a la BBC, al sitcom americano, pero más difícilmente al cine que se sostiene fuera de la escena y se aventura por caminos propios. Aquí no hay nada recursivo, aunque tal vez uno pueda imaginar a los guionistas discutiendo la trama, celándose y tendiéndose zancadillas como a los miembros del Politburó. Hablando más en serio, el problema de películas como La muerte de Stalin es que sus responsables le dan al espectador la razón partiendo de la base de que ellos la tienen y le proponen sentarse juntos a mirar a un grupo de bastardos despreciables con los cuáles nunca se identificarán. A todos nos tranquiliza bucear en la historia y saber que es cosa ajena.

A veces tengo la sospecha de que en los años transcurridos desde los cincuenta, el cine evolucionó de tal modo que si hoy volviera el acto vivo, los espectadores llegarían temprano y se irían de la sala cuando empieza la película.

 

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