Si el Oso de Oro de Berlín, Alcarràs (Carla Simón), es una película sobre la tierra, El agua, de Elena López Riera (Quincena de los Realizadores), lo es, evidentemente, sobre el líquido elemento. Su protagonismo es doble: una leyenda según la cual el agua del río poseería a las mujeres de Orihuela (Alicante, España) y se las llevaría consigo; y las riadas que con cierta periodicidad han provocado inundaciones en la localidad natal de la directora y que en El agua volverán a reaparecer en un final espectacular. La mención a la película de Carla Simón no es gratuita; la de López Riera se enmarca en una línea de cine dirigido por mujeres que arrancaría con Estiu 1993 y que continuaría con las primeras películas de Lucía Alemany, Pilar Palomero o Clara Roquet, entre muchas otras, un cine caracterizado por la sustracción, por la eliminación de todos esos elementos de la narrativa causal que han arruinado un cine español que parecía no haber conocido la modernidad. Sin embargo, como ya anticipaba Destello bravío (Ainhoa Rodríguez) y ha confirmado Alcarràs, en cuestión de pocos años hemos pasado de esa narración minimalista a una mucho más expansiva, algo que El agua confirma con creces.
Hay muchas capas en la película de López Riera, empezando por el escenario, un área agrícola de cultivo de fruta (Alcarràs), polígonos industriales y gaseoductos que condicionan el paisaje: una tierra de paso de la que todos (los más jóvenes) quieren huir, un no-lugar. Tenemos también una relación entre dos adolescentes, Ana (Luna Pamies) y José (Alberto Olmo), marcada por una suerte de maldición: la de la familia de Ana, su madre (Barbara Lennie) y su abuela (Nieve de Medina), mujeres con fama de arruinar la vida de los hombres. Y tenemos ese elemento mítico ante el que Ana quiere rebelarse, pero que deriva de la realidad más inmediata de la propia directora: en declaraciones a cámara varias mujeres (desde su madre a sus vecinas) explican las características de esa leyenda. Son elementos documentales, como los son las imágenes finales de las inundaciones de 2019, que se integran con naturalidad en la trama narrativa, por más que esta combinación no siempre alcance el equilibrio de obras más depuradas. El agua no lo es ni pretende serlo; al contrario, es una película que se abre a múltiples vías, que no quiere dejar ningún camino sin explora y que consigue integrar con naturalidad la película realista (la realidad socioeconómica de la zona) y la fábula mítica, pero que ante todo, destaca por los pequeños detalles, desde ese personaje episódico que interpreta el coguionista, Philippe Azoury, a las fiestas del pueblo, con sus bailes o los gestos de Ana y José buscándose y tocándose.
A diferencia de El agua, Un beau matin, de Mia Hansen-Løve (Quincena de los Realizadores), sí es una película “redonda”, muy en la línea de L’Avenir (2016), una muestra de ese nuevo academicismo francés, o quizás deberíamos de decir parisino, protagonizado por escritores, traductores y filósofos que viven en el centro de París en casas llenas de libros y con una exquisitos gustos culturales. Podríamos estar hablando de Un beau matin o de alguna de las películas más recientes de François Ozon, cuyos personajes también acusan los problemas de la vejez, de la conciliación o de las relaciones sentimentales complicadas. El año pasado Hansen-Løve estuvo en Competición con la fallida Bergman Island. Desde una cierta perspectiva, Un beau matin es “mejor”, aunque también mucho más convencional. En cualquier caso, a estas alturas ya debería de estar claro que Hansen-Løve nunca ha cumplido las expectativas que despertaron sus dos o tres primeras películas.
Algo parecido está sucediendo con Arnaud Desplechin, uno de los valores más sólidos del cine francés y una presencia habitual de Cannes, pero que lleva al menos desde 2008 (Un conte de Noël) sin realizar una gran película. Pero su prestigio ha permitido que se pasen por alto muchos de sus deslices y algunas decepciones mayúsculas. Baste como ejemplo que, como Hansen-Løve, lleva dos años seguidos en Cannes, en 2021 con Tromperie en Cannes Première y ahora de nuevo en la Competición con Frère et soeur. Su trama se resume en las de sus mejores películas, un conflicto familiar larvado que enfrenta a dos hermanos (Marion Cotillard y Melvil Poupad, que ya estaba en la película de Hansen-Løve) y que reaparece cuando los padres agonizan en el hospital tras un accidente de tráfico. Pero la historia apenas profundiza en esas diferencias (¿meros celos artísticos?) y parece un mero recurso de fondo de armario (la política de los autores a veces es solo esto) que los actores (especialmente Poupaud haciendo de Amalric) pretenden hacer pasar por verosímil desde el histrionismo. Todos los elementos que maneja Desplechin bordean el ridículo (ese retiro en los Pirineos de Poupaud y su mujer, alejados del mundo; la huida final de Cotillard a África) y solo las tensas y dramáticas cuerdas de la banda sonora de Grégoire Hetzel consiguen por momentos elevar las imágenes a un estadio entre irreal y delirante que recuerda a Raúl Ruiz, básicamente por la presencia d Poupaud, todo hay que decirlo.
La Competición no mejoró con Boy from Heaven, de Tarik Saleh, en apariencia un thriller político ambientado en una universidad islámica de El Cairo, pero en última instancia un cuento de hadas de una ingenuidad desarmante en la que el hijo de un pescador, que logra una beca para estudiar en la prestigiosa institución, logra resolver una intriga que implica al gobierno y servicios secretos egipcios cual William von Baskerville y gracias a su conocimiento del Corán. Aún faltan varios días para que lleguen Cronenberg, Denis, Serra o Reichardt y la espera se está haciendo muy larga.
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