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#CANNES76 | Cannibalismos 03: Zhili City

#CANNES76 | Cannibalismos 03: Zhili City

Nunca pensé poder ver una película de Wang Bing en la Competición de Cannes. Su carrera se basó siempre en la fidelidad de otros festivales (Rotterdam, Venecia, Locarno), hasta que en 2018 Cannes exhibió fuera de concurso Dead Souls, una de sus grandes películas. Por fin, este año Wang accede a la Competición con Youth (Spring), sin que nada en su tema o forma la singularice (y lo hace además acompañada de un segundo título en una Sesión Especial). En cualquier caso, no es mejor ni más importante que Dead Souls, pero sí bastante más corta y una producción muy característica de Wang, que aquí monta todo el material que fue rodando entre 2014 y 2019 en Zhili City, una ciudad a 150 kilómetros de Shanghai que agrupa buena parte de la industria textil china para niños (al menos la concebida para el consumo interno). Allí se congregan 18.000 talleres en los que trabajan 300.000 empleados llegados de las regiones rurales del entorno. Como vemos en la película, son casi todos veinteañeros, alguno incluso más jovenes (16 años), y los más mayores (en la treintena) son los encargados de los talleres. Es una población de ida y vuelta, que acude en la temporada en la que se reclaman trabajadores para volver después a sus regiones de orígen y que muchas veces van pasando de taller en taller en función de la oferta. En Bitter Money (2016) Wang ya había filmado a varios jóvenes inmigrantes llegados a las grandes urbes chinas. El de Youth es un nuevo capítulo, solo que mucho más ambicioso.

Wang filmó en estos años 2.600 horas de metraje que han quedado condensadas en tres horas y media (este es un festival de películas largas o muy largas) y que se centran en una serie de talleres de la llamada Happiness Road de Zhili. Los empleados trabajan y viven en los propios talleres, en una suerte de estajanovismo cuyas cifras apabullan: hablan de 40.000 prendas confeccionadas en unos pocos días, por ejemplo. Por supuesto, Youth muestra este trabajo en el interior de los talleres, cosiendo sin descanso ropa infantil, también algunas salidas nocturnas, la convivencia, los flirteos… Pero, sobre todo, a medida que va avanzando, el tema que se impone es el de los salarios, el de las continuas reclamaciones por mejorar en unos céntimos (de yuán) que reciben por cada prenda: oímos a uno de los personajes comentar que gana cada día unos 300  yuanes y casi 10.000 al mes (unos 1400 dólares), de lo que se concluye que trabaja todos los días del mes, sin descanso, pues aquí se gana en función de la producción. Pocas películas han mostrado mejor y en toda su crudeza las condiciones laborales del capitalismo chino. En la entrevista incluida en el press-book de la película Wang Bing no aclara si el subtítulo de “Primavera” implica que habrá más películas sobre este tema.

Los delincuentes (Un Certain Regard) es también muy larga, tres horas, pese a tratarse de una película de atracos a la antigua usanza. Y cuando digo antigua debe entenderse como una descripción de la voluntad y vocación del director, Rodrigo Moreno, la de confrontar al espectador con una intriga que se inspira en el planteamiento argumental de Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949). Del mismo modo, digo planteamiento porque lo que nos propone Moreno es un desarrollo bien diferente que nos lleva del género policial urbano a la abstracción del paisajismo rural, una reflexión sobre los propios mecanismos genéricos y su reinterpretación contemporánea. Desde este punto de vista Los delincuentes sería algo así como un resumen de la evolución del propio cine, del clasicismo a la modernidad; algo que, por otra parte, estaría también presente en Trenque Lauquen, de Laura Citarella, una película con la que Los delincuentes compartiría una misma visión del cine de género, y de la película de misterio en particular, llevándolo hacía territorios antoninianos, allí donde los personajes se pierden y confunden con el paisaje. También su división en dos partes, casi como un díptico que se complementa tanto como se contrapone. O su rodaje casi en paralelo a lo largo de varios años (la de Citarella rodada entre 2017 y 2022, la de Moreno entre 2018 y 2023). Los delincuentes es una película que confronta al género y a sus propios personajes con sus respectivos espejos, en la que unos viven la vida de otros, cuando no están condenados a simplemente repetirla. O en la que todo bien pudiera haber sido un sueño porque, quizás, nada es lo que parece y el único destino de los personajes del cine clásico en el marco narrativo del cine moderno no es otro que el de la mera desaparición, como si hubiesen sido tragados por la tierra. Y en esto la película de Moreno parece conectar con algunos finales del cine de Lisandro Alonso, pienso en Liverpool y Jauja, antes del epílogo danés.

Pero también podría ser el de la misma Eureka, que Alonso presente este año en Cannes Première. Ello pese a que esta es la película más extraña de su director, una película ambientada en el continente americano, de norte a sur, si bien con un primer segmento rodado en Almería (España). Sí, Eureka se inicia como un western, en blanco y negro y pantalla cuadrada, protagonizado por Viggo Mortensen en la piel de un pistolero que llega, con la intención de rescatar a su hija, a un pueblo dominado por una misteriosa mujer, Chiara Mastroianni. Pese a la reconocible ambientación almeriense, el western de Alonso parece más deudor de Dead Man de Jarmusch que de cualquiera de Sergio Leone. En todo caso es un mero trampantojo. De repente seguimos en el Oeste americano, en el territorio del western, solo que ahora es la reserva lakota de Pine Ridge, en Dakota del Sur, a donde llega Chiara Mastroianni para preparar su personaje en el western que va a interpretar. Ella es el único lazo entre estas dos historias, aunque habrá un tercera, ambientada en 1974 en la selva brasileña, después de pasar también por México, siempre entre comunidades indígenas (y siempre cambiando el formato de la pantalla). Pero ahora sí que estamos entre los personajes sin rumbo y melancólicos característicos del cine de Alonso, en esta ocasión en una película que ronda las dos horas y media de metraje. Mi primera impresión es que la tercera parte, que en cierta manera conecta con el tono final de Los muertos, no acaba de funcionar del mismo modo que la segunda, la más larga y que según avanza parece devolvernos a los escenarios nevados de Liverpool. Por Pine Ridge deambulan una policía que patrulla incesantemente la reserva y su sobrina, una entrenadora de baloncesto, que visita a su abuelo, los dos sabedores de un legado que se está perdiendo, mientras la cámara sostiene durante varios minutos la mirada perdida de la entrenadora. Como Los delincuentes esta es una película sobre la desaparición, de los personajes, pero ante todo, pese al prometedor western del inicio, del propio relato.

About Dry Grasses, de Nuri Bilge Ceylan, también tiene un arranque muy Alonso, con un personaje caminando en solitario por un paisaje nevado. Y también dura una barbaridad, tres horas y veinte, lo que tratándose de Ceylan ya podemos imaginar que son tres horas y veinte de largas conversaciones entre dos o tres personajes en torno a una mesa. El cine de Ceylan se ha abocado en los últimos tiempos a un preciosismo que parece pura caligrafía: imágenes de unas composiciones paisajísticas muy calculadas, tanto como los propios interiores o unos diálogos profundamente literarios que huyen del naturalismo, algo a lo que que en el caso de su nueva película Ceylan le da una vuelta de tuerca cuando en el epílogo introduce también una poética voz en off. Ambientada en un remoto pueblo de Anatolia, entre los profesores de un colegio de mayoría kurda, About Dry Grasses se centra en un profesor, Samet, que comparte casa con otro compañero del colegio, ambos enamorados de la misma mujer, Nuray. Otra película que parece partir de un conflicto del cine clásico, en este caso tardío, The Children’s Hour (William Wyler, 1961, en España La calumnia), en About Dry Grasses Samet y su compañero de casa son también acusados, no de mantener una relación homosexual, sino de “comportamiento inapropiado” por parte de una alumna. El conflicto se desactiva muy pronto, por suerte, en la medida que a Ceylan le interesa mucho más otro, el del trío que tiene como eje a Nuray, un personaje mucho más interesante que sus correlatos masculinos, y que estalla cuando Ceylan introduce una escena muy a lo Ma nuit chez Maud (Eric Rohmer, 1969); también, algo muy sorprendente, una muy puntual deriva metanarrativa en la que, lamentablemente, Ceylan no quiere profundizar. La ruptura habría liberado a su película de ese preciosismo tan pagado de sí mismo que acaba por resultar redundante: sus imágenes son bellas, pero nada más; sus diálogos destilan belleza, pero nos dicen más de Ceylan que de sus propios personajes. 

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