Se puede afirmar que Algo viejo, algo nuevo, algo prestado, segundo largometraje de ficción de Hernán Rosselli, es una gran película y aún así no lo estaríamos diciendo todo, ni por la parte de llo de a gran película ni por lo de que se refiere a la ficción. Ambas ideas, en realidad, están muy interrelacionadas, pues Rosselli inventa una fórmula que trasciende lo que normalmente entendemos como una ficción o como una docu-ficción. Partiendo de las grabaciones en VHS de la familia Felpeto, unos vecinos del director, Algo viejo… reconstruye la historia de unos “quinieleros” que se han hecho ricos a partir de las ganancias proporcionadas por las apuestas clandestinas y que tras la muerte misteriosa del padre, Hugo Felpeto, han de rehacer el negocio familiar, con todos sus cómplices, con todos sus rivales y con todos sus riesgos. Esta es, digamos, la parte de la ficción en la que, gran hallazgo, las principales intérpretes son la hija y la viuda de Hugo, Maribel y Alejandra respectivamente, a las que ya habíamos visto en las imágenes en VHS de finales de los ochenta y noventa, mucho más jóvenes, por lo tanto (Maribel era apenas una niña). Estas grabaciones las va comentando Maribel, ahora el centro absoluto de la película, su motor narrativo, dándoles un sentido de flash-back. El presente continúa de algún modo esta historia, pero ya desde la ficción más absoluta, si bien esa utilización de los mismos actores/personajes nos puede llevar a confusión dado cómo el documental (aunque reinterpretado por la voz de Maribel) se transmuta en un relato de reconstrucción del negocio familiar, como si esta fuese una película de gansters más; y que Rosselli se sirva de las imágenes de las cámaras de seguridad alienta esta confusión, otra prueba de la grandeza de esta película que parece avanzar al ritmo de las secuencias de montaje de Goodfellas de Scorsese. La primera ficción de Rosselli, Mauro, narraba una historia de falsificadores de dinero, un universo muy cercano al de Algo viejo…, como si un país, en este caso Argentina, solo se pudiese explicar en función de sus prácticas económicas fraudulentas o clandestinas.
La chilena Los hiperbóreos es aún más audaz que Algo viejo…, aunque el resultado no esté a su altura. Bueno, en todo caso lo verdaderamente audaz es la programación en Cannes (aunque sea en la Quincena, como la de Rosselli) de una película como la de Cristobal León y Joaquín Cociña, en la que se mezclan imagen real y collages animados, telas pintadas como únicos decorados y marionetas o figuras articuladas. Un documental performativo conducido por Antonia Giesen que parte de la búsqueda de una película inacabada y perdida en torno a los “hiperbóreos”, raza surgida de la combinación entre los chilenos puros y los nazis, que especula en torno a la supervivencia de Hitler, para centrarse en la figura del diplomático neonazi Miguel Serrano Fernández, ideólogo de la denostada constitución de 1980. Todo ello condensado en poco más de una hora, en un aluvión de ideas visuales y conceptuales que no siempre encuentran el cauce adecuado. O que simplemente nos apabullan provocando una cierta incomodidad en el espectador, reacción que no cabe descartar en la voluntad de los cineastas.
Como ya sucediera el año pasado con otra película chilena Los colonos, es muy difícil abstraerse de la sombra de Lisandro Alonso en The Damned del italiano Roberto Minervini. Su película tiene mucho de los paisajes del cine del autor de Jauja y algo también de The Lost Patrol de John Ford. Ambientada en 1862, Minervini narra la historia de una unidad del ejército yanqui encargada de patrullar la frontera occidental, el territorio indio. Pero esta, lógicamente, es una película de tiempos muertos que, a mitad de metraje, se ve asaltada por una batalla en la que apenas percibimos al enemigo. Nos queda la duda de si son efectivamente tribus indias o (como sugiere una de las imágenes finales) soldados sudistas. Como sea, este enemigo invisible va diezmando la unidad, lo que inevitablemente nos devuelve a los tiempos muertos y al predominio del paisaje nevado de montaña. La fórmula tiene algo de artificio, una propuesta un tanto tardía (no solo Alonso, también Serra o Reichardt planean sobre estas imágenes). Y hay algo que, en el plano personal, me molesta profundamente: esos desenfoques del fondo del encuadre que sirven tanto para difuminar las figuras del enemigo como para arruinar los paisajes.
Más que una gran película, Megalopolis es una película grande. En todos los sentidos: en sus cuatro décadas de concepción, en su presupuesto, en su discurso, en su estética… El proyecto soñado de Francis Ford Coppola tiene mucho de capricho, iba a decir que anacrónico, pero en realidad no sabría decir a qué época corresponde esta película de vocación moderna pero de concepción muy anticuada y, por mucho que se la haya comparado, sin relación alguna con un proyectado igualmente disparatado como el de Apocalypse Now, una película que hablaba de su tiempo (Vietnam) y que reformulaba el cine bélico dotándola de un aura literaria y contracultural. La pregunta que nos debemos hacer es de qué habla exactamente Megalopolis, en particular qué nos quiere decir Coppola con esa ciudad, que es Nueva York, pero que ha renombrado Nueva Roma como si nos estuviese proponiendo una revisión de La caída del imperio romano. Porque, aunque esta es una película desarrollada, se supone, en el presente, su concepción es el de una película de época, con sus protagonistas vestidos de romanos para las grandes ocasiones y las carreras de cuadrigas que se desarrollan en el Madison Square Garden. En realidad, lo que menos importa en Megalopolis es su argumento, ese conflicto entre el arquitecto visionario Cesar Catilina y el alcalde Franklyn Cicero, con sus visiones opuestas de la urbe, la sociedad y la política. E importa poco porque parece el resultado de un batiburrillo de ideas un tanto confusas, cuando no, en su mesianismo, un tanto peligrosas (la escasa sutilidad de Coppola aún agrava este discurso). El propio enfrentamiento entre magnates o sus decorados digitales deben mucho, al mismo tiempo, al cine de superhéroes contemporáneo, en clara contradicción con la que creo es la mayor virtud de esta película: la concepción radicalmente autoral de una superproducción que responde tanto a la voluntad inquebrantable de su director como a la libertad de gastarse el dinero de unos viñedos en un último capricho. Como Cesar Catilina, también Coppola ha cumplido su sueño y ha elevado un monumento a su propia megalomanía, una producción que parece condenada al fracaso, lo que, en última instancia, refuerza el romanticismo de su apuesta. Lo que no es poco en estos tiempos que corren.