Con un día de diferencia, Cannes ha presentado las dos caras del body horror o simplemente del cine del cuerpo, las dos en Competencia. Por una lado tenemos a David Cronenberg y The Shrouds, una película llena de ideas pero cuyo desarrollo es, cuanto menos, desconcertante. Entre esas ideas se encuentra la de esa empresa que ha desarrollado un programa para cementerios que permite visualizar en tiempo real la descomposición de los cuerpos allí enterrados. También la de una puesta en escena constituida fundamentalmente a partir del diálogo con pantallas: las de las tumbas, las de los programas de inteligencia artificial que asisten al protagonista (Vincent Cassel)… Junto a estas ideas, que demuestran que Cronenberg ha de estar permanentemente reinventándose y explorando distintas formas de mostrar los entresijos del cuerpo, se suceden otras muchas demasiado explicativas, la consecuencia de una trama que se resuelve antes por la vía de los diálogos que de la acción.
Y por el otro tenemos a The Substance, de Coralie Fargeat, típica propuesta de género que parte de un hallazgo no menos llamativo: otra empresa que en este caso ha desarrollado una fórmula que permite extraer un doble de cada cuerpo, en principio una versión mejorada, más joven se supone. Ese es el tránsito que va de Demi Moore a Margaret Qualley, una película sobre la obsesión por el cuerpo, el miedo al envejecimiento, el elixir de la juventud, el doble… y que se puede interpretar como la última de las versiones de Dorian Gray. Pero esta es una película muy contradictoria, llena de efectismos, que apuesta por el feísmo en su puesta en escena (el grosero retrato que nos propone del personaje de Dennis Quaid), que se extiende más de la cuenta en la alternancia Elisabeth/Sue (incomprensiblemente, la película alcanza las dos horas y veinte de duración), pero que culmina por todo lo alto, llevando el conflicto hasta sus últimas consecuencias y resolviéndolo por la vía del humor.
Otra película de la competencia, en este caso The Apprentice, de Ali Abbasi, mira también al cuerpo, en este caso al de un joven Donald Trump (aquí Sebastian Stan), que, al final de esta película que cubre las décadas de los setenta y ochenta, ha de hacerse las primeras operaciones de cirugía estética (como antes también le había recomendado a su primera esposa, Ivana). En cualquier caso, The Apprentice se centra en estos primeros años de aprendizaje de Trump, su ascenso al primer nivel de los promotores inmobiliarios de Nueva York, siempre de la mano de su abogado Roy Cohn, que interpreta Jeremy Strong. En realidad, la película es la historia de esta relación, que acaba con la muerte del abogado en 1986, víctima del sida. Una película rodada con un estilo muy de la época, imitando la cámara en mano de los noticiarios del momento, que se intercalan con total naturalidad en el desarrollo de la historia (The Apprentice es la segunda película de Cannes sobre el Nueva York de esos años, después de Limonov – The Ballad). Lejos de la parodia, a Abbasi le basta con retratar a Trump como un hombre de negocios sin ningún tipo de escrúpulos, ya sea con Cohn, los políticos, sus acreedores o la misma Ivanka, a la que viola en una escena. En mi opinión, The Apprentice tiene un problema muy gordo, que se llama Jeremy Strong: es imposible sustraerse al peso de su personaje en Succession, lo que desvela también la impronta televisiva de la película.
La indio-británica Santosh, de Sandhya Suri, en Un Certain Regard, es otra película de aprendizaje, un policial con muchas capas sociales y políticas que se enfrenta a temas complejos y nada complacientes en sus conclusiones. La mujer del título acaba de enviudar y las viudas de policías pueden heredar el puesto de trabajo. Santosh pasa por la instrucción imprescindible y se enfrenta a su primer caso, la violación y asesinato de una adolescente. En la investigación saldrán a relucir muchas facetas, desde el machismo del cuerpo, la corrupción o las torturas generalizadas. Su relación con su superior, otra mujer, deja traslucir muchas ambigüidades y aristas, tanto la de un sistema de castas que busca sus falsos culpables, como un discurso feminista que deja también en el camino sus propias víctimas inocentes.
Volveréis, de Jonás Trueba, en la Quincena, no es una película de actualidad, quiero decir, no es una de esas películas que sustentan su discurso en el presente sociopolítico (Limonov con su referencia a Ucrania, The Apprentice con Trump, aunque nos estén hablando de cosas que pasaron hace varias décadas), por más que apunte algún que otro comentario sobre la cultura de la cancelación. Su universo es el que Trueba ha ido conformando al menos desde 2013 con Los ilusos, una progresión constante que convierte a Volveréis en su mejor película. Partiendo de Stanley Cavell, con citas a Kierkegaard (La repetición), Trueba pone en escena una moderna comedia de “rematrimonio” (al estilo de His Girl Friday, The Philadelphia Story, The Awful Truth, etc); o que al menos parte de esta premisa, la separación de una pareja. Ella, Ale (Itsaso Arana), y él (Vito Sanz), Alex, han decidido romper después de 14 años juntos y organizar una fiesta de separación, siguiendo los consejos del padre de ella (Fernando Trueba, el padre de Jonás, protagonista de una secuencia memorable), según el cual las parejas no deberían celebrar sus uniones sino sus separaciones. Ale y Alex van dando la noticia a todos sus amigos al tiempo que los invitan a la fiesta. La respuesta casi unánime es de incredulidad y termina con una sentencia común: “volveréis”. El título de la película concluye de algún modo esta idea de la pareja que se separa y se vuelve a juntar, pero la película de Trueba llega hasta la fiesta y nada más. Tampoco es que se trate de una separación traumática. Desconocemos qué ha pasado y la relación entre la pareja es de lo más cordial, tanto cuando anuncian su ruptura a unos y otros, como cuando buscan apartamento para uno de ellos. Es más, sabemos la fecha de la boda (22 de septiembre, el fin del verano), pero no la de la separación, lo que hace de Volveréis una película sobre una pareja que se va a separar, pero no sobre una separación. Trueba juega con toda esta idea de la repetición que acaba encerrando su película en un bucle de lo más gozoso y en el que las referencias metacinematográficas (Volveréis sería la película que está rodando en ese momento Ale) contribuyen a dotarla de una solidez que el cine de Trueba nunca había alcanzado, quizás con la excepción de Quién lo impide.