Viago, Deacon y Vladislav son tres vampiros que comparten una casa en Wellington, Nueva Zelanda. Cuando Petyr, una suerte de Nosferatu de la actualidad, convierte al inexperto Nick en chupasangre, este tridente de amigos deberá trasladar sus conocimientos al neófito para que se adapte a una nueva forma de ¿vida? Abrigarse si está fresquito, no hablar con extraños, fijarse bien la fecha de vencimiento de los productos que se compran en los supermercados chinos y no utilizar elementos de plata ni intentar reflejarse en el espejo al ser un vampiro. Hasta la vida eterna tiene su ABC. La pucha, que ni vale la pena estar muerto.
Casa Vampiro es una sátira que utiliza elementos del género documental para darle una vuelta de tuerca a la temática vampírica. Al igual que hizo el genial Mel Brooks en Drácula: Muerto pero Feliz (Dracula: Dead and Loving It, 1995) o Yo Amo a un Vampiro (Once Bitten, 1985) de Howard Storm, esta película neozelandesa toma para la chacota a los viejos y queridos chupasangres.
En esta oportunidad, la cámara en mano y el empleo de la iluminación le otorgan un tinte de puesta en escena teatral al asunto, pero que no aporta mucho más que eso. Sin embargo, algunos gags sobre las dificultades de los protagonistas para adaptarse a la moda, Internet y las convenciones sociales modernas y las buenas actuaciones de los intérpretes resultan efectivos a lo largo de la proyección.
El humor simplón y predecible del film explota la ironía sobre los clichés del cine de terror a un ritmo lento y monocorde que atenta contra un argumento que, a priori, entusiasma. Una idea original que podría haber sido mejor llevada a cabo y que intercambia la ilusión del espectador por la sensación de haber contemplado una eternidad de tan solo 86 minutos.
Por Cristian Calavia
