En el mes de octubre se presentó en el Teatro La Carpintería de Buenos Aires el Ciclo de teatro y música denominado “Chile emergente”. Como dice su gacetilla general, el objetivo de este encuentro ha sido el de contribuir a la integración regional a propósito de las conmemoraciones en distintos países de América Latina, de sus respectivos bicentenarios de independencias y primeros gobiernos patrios. Muy atinada propuesta la de los organizadores y grupos participantes, al preguntarse, desde sus áreas artísticas, por la realidad sociopolítica de nuestros países a doscientos años de su constitución formal como tales.
En este contexto específico, me permito hacer algunos comentarios sobre lo visto y compartido en relación a las tres obras de teatro ofrecidas. La primera será Simulacro, de creación colectiva, con dirección de Marcos Layera y con representación a cargo del grupo La Re-sentida. En segundo lugar hablaremos de La enamorada del muro, escrita p el argentino Santiago Loza, dirigida por el coterráneo Lisando Rodríguez y representada por la chilena Isadora Stevenson. En último lugar hablaremos de Niñas arañas, obra de Luis Barrales, con dirección de Daniela Aguayo y actuaciones de Isadora Stevenson, Cecilia Herrera y Daniela Jiménez
Jueves 21hs. Hacía mucho tiempo que no salía tan indignada de un teatro.
La reseña de la obra a la que asistí como espectadora hababa de una crítica conciente a la actualidad chilena, no entendida ésta como mera unidad nacional, sino en el marco de una realidad latinoamericana unificada por mucho más que sus fronteras: por una historia común y una realidad semejante. Hablaba de un “descenso a los intersticios del discurso nacional hegemónico”. Las particularidades de la Nación hermana lo eran también en referencia a un momento histórico en el que muchos países sudamericanos conmemoran su bicentenario, abriendo el debate sobre el quiénes somos y quiénes queremos ser.
Tema convocante si los hay, al menos para quien firma.
Como en cualquier contexto, no sólo artístico, la narración, la interpretación, es siempre personal. A partir de esas palabras, yo había construido un supuesto imaginario sobre lo que vería.
En nada resultó semejante –a primera vista- la representación del grupo La Re-Sentida de su obra Simulacro, con el imaginario que yo había preconcebido.
A pocos minutos de comenzar la representación, la violencia de la interpelación, la violencia del recurso, me generó viscerales deseos de salir corriendo de la sala. No lo hice, y la indignación fue creciendo vertiginosamente a través de los 80 minutos que duró la obra.
La indignación –por momentos furiosa- abría paso al reconocimiento de excelentes actuaciones, de dominios corporales y manejos de voz muy poco común en la escena porteña. Durante varios pasajes mi mente se trasladó lejos del escenario (alguna vía de escape siempre se encuentra), repasó talleres, seminarios y escuelas de actuación, repasó obras en cartel de circuitos comerciales y alternativos, donde resultan tan poco trabajadas dos herramientas fundamentales del actor como son el cuerpo y la voz. Lamenté en muchas oportunidades que tan buenas actuaciones me estuvieran haciendo pasar tan ingrato momento.
Los odié, debo reconocerlo.
Han sacado lo peor de mi ser.
Salí raudamente del teatro, con desesperación, con urgencia.
Horas después, cuando con mis compañeros de mal trago seguíamos hablando incluso a gritos, de tal suceso, lo notamos.
Es cierto que hacía mucho no me iba tan indignada de un teatro. También hacía muchísimo tiempo que una obra no generaba tanto debate, tanta discusión, tanto malestar, tanto cuestionamiento.
Entonces sentí alegría: el teatro, aún, sigue sirviendo para algo. Sigue siendo una herramienta. Sigue propiciando debates. Obliga a la reflexión. Al cuestionamiento: cuestionamiento del teatro, del espectador, del hecho teatral, de la sociedad, del ser humano, en suma, de uno como parte del todo y del todo mismo.
No, no me gustó la forma. Siento un rechazo importante hacia la posmodernidad y me subleva el pastiche. Me caen mal las pretensiones totalizantes, tan mal como me caen los mass media en su procedimiento abrumador de infinitas imágenes, segmentos, fracciones, pedazos derruidos de nuestra sociedad. Es lógico que no me gustara esta obra. Pero va por gustos nomás. Más allá de los gustos estéticos personales, agradezco a este elenco el haberme molestado. En esa molestia, en esa incomodidad, en ese enojo, también está la crítica. Y debo reconocer que, quizás, esta puesta ha generado más crítica que la declamada con bellas palabras. Mal que me pese.
Muy diferente es lo que acontece con La enamorada del muro, monólogo de una serenidad agradecida luego del vértigo de Simulacro. Estamos ante una situación bien diferente: una mujer nos habla. No hace mucho más que hablarnos. La propuesta argentina para este intercambio trasandino es una creación de Santiago Loza, quien cuenta haber escrito esta pieza hace tiempo, para otra actriz y diferente contexto. Como muchas veces pasa, esto no sucedió tal lo planeado, y las azarosas circunstancias de la vida, han desempolvado este texto para este encuentro. Lo dirige otro argentino, Lisandro Rodríguez y lo particular del caso es que la actriz que lo tiene a cargo es Isadora Stevenson, chilena ella y desconocida para autor y director. Isadora es parte del elenco de Niñas arañas, la obra que da cierre al encuentro, los argentinos la conocían sólo telefónicamente y a partir de algún que otro correo electrónico.
La voz. La voz de esa actriz los encantó. Digo “los” y no “les” porque no hablamos sólo de gusto, no es una voz que simplemente “les” gustó, hablamos de encantamiento, hablamos de esa sensación que domina los sentidos, rindiéndose ante el mero disfrute. Lo mismo nos pasa a nosotros, espectadores de esa voz.
Rodríguez nos cuenta que sólo tuvo una semana de ensayo intensiva con la actriz a la que acaba de conocer. Pero cuenta también que se resistió al semimontado. Prefiere ver este trabajo como “pintura fresca, hecha en pocos días, que si uno le pone la mano encima, se mancha”. Entendemos entonces un poco más de esta pieza sencilla, con una puesta ascética y la representación bastante estática de la actriz dueña de la voz encantadora. Quizás, con más tiempo de trabajo juntos, esta pieza cobre otra fuerza, logre encontrar otra dimensión de comunicación del relato, quizás encuentre nuevas acciones que ayuden a la actriz. Lo cual no desmerece lo interesante del proceso creativo a la distancia (en diferentes tiempos, en diferentes territorios) para explotar en el encuentro físico, material, de los miembros responsables de la pieza representada.
Quien firma no logra comprender del todo la relación que une a esta pieza con las otras dos. Se pregunta cómo fue la elección de está obra para tal intercambio. ¿Habla esta pieza de una expresión nacional de nuestro teatro en oposición y contraste con las propuestas chilenas? ¿Qué lugar ocupa dentro de nuestro teatro? ¿Qué fue lo que la convirtió en la representante nacional en este encuentro? Incluso en cuanto a las temáticas dudo. Me cuesta asociar las temáticas sociales, profundamente críticas de las propuestas chilenas, con la narración intimista de La enamorada del muro. Narración que por momentos es desbocada, desordenada pese al orden ceremonioso que parece manejar nuestra protagonista, que nos presenta una historia personal, familiar, individual, pero antes que nada nos habla. Nos ubica como espectadores atentos de su narración, la que escucharemos en silencio y sin interrumpir y se otorga el derecho humano de hablar, hablar hasta cansarse, hablar de todo aquello que le viene en gana. Pese a no comprender del todo la obra y el contexto, elijo quedarme con una idea que expresa nuestra actriz quien, palabras más palabras menos, afirma que todos deberíamos tener ese derecho a hablar hasta el cansancio, hablar de todo lo que se quiera, hablar de lo que se venga en gana, hablar sin parar, sin interrupciones, hablar sin tiempo, hasta quedar agotados. Si, suscribo a esta idea, sería fantástico que todos tuviéramos esos momentos en los que fuéramos escuchados, momentos en los que pudiéramos decir todo aquellos que nos plazca, sin necesidad de motivos ni objetivos, hablar descontroladamente, sin frenos, sin cuidados, verborrágicos, desesperantes… Para después –agrego- ¿porqué no? morir.
Niñas arañas es la última obra, la que cierra el ciclo, la que tiene a su cargo la síntesis, quizás la conclusión, el broche de oro. Y no elude la responsabilidad. En el cuerpo de tres actrices increíbles autor y directora logran una puesta sin fisuras, compacta, redondita. Proponen un ritmo constante durante toda la representación, sin baches, manteniendo la atención del espectador a cada momento.
La historia se basa –lamentablemente- en hechos reales. Tres adolescentes hijas de los suburbios trepan como arañas por los balcones de las casas acomodadas de Santiago asaltando los departamentos. Del balcón delictivo, las bellas niñas saltan a la fama, como tantas estrellitas mediáticas que genera el mercado ávido de productos que no por efímeros resultan menos dañinos.
Estas tres niñas interactúan, cambian roles, se identifican entre sí, con “exitosos televisivos”, con otras clases sociales. Se conocen y reconocen en el seno de sus familias y en relación a los mundos que asaltan. Dudan, buscan, pelean, triunfan y son vencidas, aleatoriamente.
El autor tiene a bien entregarnos un glosario de términos a fin de afinar la cordillera y acercar dos culturas similares y diferentes. Como es costumbre, no leí una sola de ellas antes de ingresar a la sala. Cierto es que era útil conocer los términos, ya que pese a compartir idioma, las diferencias son notorias. Una buena parte de palabras se escaparon a mi entendimiento (no solo estamos en otro país sino que referimos a una clase social a la que no pertenecemos, con una cultura y ciertos costumbrismos que no resultan propios). Sin embargo, todo se comprendía. Cuando el relato es llevado al cuerpo y la acción lo domina, no hace falta ningún glosario. Nos fue posible no ya sólo comprender, sino acompañar a esas nenas grandes, sufrir con ellas, desear que triunfen, que escapen, que no claudiquen a las tentaciones del consumo, que no se conviertan en figurines massmediáticos. Que no negocien su pobreza material con pobreza espiritual. Que no las apresen desde ninguna ley (ni la penal ni la mediática), que no las descubran. Que se sepa su obra, que trascienda para que puedan sentir su propio triunfo. Pero no tanto, que no trasciendan sus nombres para que sus vidas no sean mercancías descartables. Ellas perdieron y nosotros con ellas. Pero cabe la pregunta ¿tenían alternativas? ¿las tenemos nosotros?
En una puesta contundente, que no deja nada por decir, que no manda intermediarios, que dice lo que quiere, firme, convencida, sin titubeos, de la mano de tres actrices que hacen lo propio, también sin dudar, elijo quedarme con el cierre, con las sorprendentes dos últimas palabras de la puesta, del ciclo completo que dio en llamarse Chile Emergente: puestos a interpretar las realidades nacionales de nuestros países, en años de remembranzas y “festejos” por ciertas independencias, ¿en qué instancia nos encontramos? ¿En qué momento de nuestra historia estamos parados? ¿Somos independientes? ¿De quienes dependen nuestros dependientes? ¿Evolucionamos hacia algún lado? Estas y miles de preguntas más podríamos hacernos a la hora de autoanalizarnos y probablemente la única respuesta posible y sincera sería la que cierra Niñas arañas con un “no se” desgarrador.
Por suerte, la Compañía de Inteligencia Teatral del país vecino, ha logrado su propósito: devolverle al teatro su condición de denuncia.
En relación a sus objetivos propuestos, el ciclo todo ha contribuido de manera clara a la reformulación de preguntas existentes, al recuerdo de las olvidadas y a la generación de nuevas preguntas sobre nuestras latinas realidades. ¡Sean bienvenidos! Celebro que el teatro vuelva a denunciar, a preguntar, a cuestionar en el seno de su matriz subversiva, revolucionando el orden establecido no sólo desde sus temáticas, sino también desde sus estéticas.