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CRÍTICAS - STREAMING

El asesino sin rostro (I’ll be Gone in the Dark)

UNA SOMBRA YA PRONTO SERÁS

Hay una explosión de productos documentales sobre true crime. La mayoría dentro de esta fábrica descansa en la historia de origen y son pocos los que ofrecen un diferencial, ya sea en la estructura narrativa o en las aptitudes formales. Desde Errol Morris con The Thin Blue Line o más acá en el tiempo con la trilogía Paradise Lost de Joe Berlinger, la fascinación se ha convertido en una especie de industria fogoneada por plataformas y canales como HBO. Precisamente, ese canal compró los derechos de I’ll be Gone in the Dark de Michelle McNamara, una escritora de true crimes surgida de la ebullición de los blogs a mediados de la década del 2000. El libro se enfoca en el violador serial devenido asesino al que se conoció como East Area Rapist (EAR) y más tarde como Original Night Stalker, etiquetas muy comunes en la época de los 70 para definir a un asesino o un violador; sin embargo no se trata de una prosa lineal ni llana en su desentrañamiento de lo que podría ser un misterio, en tanto hablamos de un delincuente serial que nunca fue atrapado. Aquí ingresa otra variable de moda que es hacer transparente la subjetividad de la escritura acompañada de la sustancia biográfica y anecdótica; es así que la voz de McNamara está en primera persona tanto en su libro como en esta miniserie documental de siete capítulos. El asesino sin rostro (el título en Latinoamérica de esta miniserie documental) es un maridaje entre este atrapante caso, casi ignorado incluso por la prensa, y la vida de esta periodista en una cruzada ambiciosa y absolutamente personal. 

Mucho se ha hablado de El asesino del zodiaco y su atracción mediática; de hecho un periodista llamado Robert Greysmith encauzó una campaña para intentar atrapar a este killer que acechó San Francisco en la década de 1970 y cuya identidad se desconoce al día de hoy. A fines de la década anterior se acuñó el término “asesino serial”, que significó un estudio de comportamiento por parte de los organismos de seguridad, cada vez más preocupados por la propagación de dichos seres a lo largo y a lo ancho del país. McNamara, a la par de un montón de “investigadores civiles”, empezó su trabajo en Internet, a la que utilizó como una gran base de datos para entender porqué el EAR no tuvo siquiera la misma atención mediática que El asesino del zodiaco siendo un asesino y violador que se cobró muchas más víctimas entre 1976 y 1986. Y en esa palabra, “víctimas”, hay otra clave para entender el tono del libro y su transposición. En la TV de los 80 y los 90, las recreaciones de los crímenes cometidos por los asesinos seriales tenían su razón de ser por el morbo y el miedo que se pretendía inocular, incluso las víctimas estaban interpretadas por mujeres hegemónicas y vestidas para “calentar” a una audiencia. En El asesino sin rostro las víctimas sobrevivientes no solo tienen lugar para relatar sus historias sino también para ocupar el espacio merecido tras experiencias traumáticas. 

Además de la reconstrucción de las investigaciones de McNamara, la miniserie iguala la historia del asesino con la vida privada de la autora del libro. En esa subjetividad hay una virtud y a la vez un problema. El derrotero del Golden State Killer (la etiqueta que McNamara le puso al asesino) tiene en su sustancia una riqueza que vale por el peso propio del misterio, por conocer su identidad y entender las particularidades de su comportamiento. Sin embargo, las bifurcaciones en ese camino no siempre resultan efectivas para incorporar elementos de la vida de McNamara, por ejemplo su relación con el comediante y actor Patton Oswalt. 

Como productora y directora de dos episodios, Liz Garbus aporta una frescura retórica a este tipo de productos. Son muchos los momentos en los que cierta destreza visual y conceptual en el orden de la dirección surgen para barrenar la monotonía que asoma como consecuencia de tener en pantalla “cabezas parlantes”. Un ejemplo es el de la dramatización de la búsqueda de McNamara y su compañero investigador, Paul Haynes, cuando la policía les permite llevarse las 37 cajas del caso, que ya a esa altura estaba clasificado como “cold case”. Allí, mediante un montaje a pantalla partida y una música de película de los 70, advertimos una licencia dramática al servicio del espíritu detectivesco de toda la historia. El asesino sin rostro es una miniserie documental diferente: por su armado estructural, la rareza del destino de la autora del libro en el que se basa, y por sobre todo, la perspectiva de género bien acoplada a los tiempos actuales. 

 

 

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