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CRÍTICAS - CINE

Candyman

LA NUEVA CONGREGACIÓN

La figura del falso culpable es sobradamente reconocida, cinematográficamente atribuida como sello exclusivo de Alfred Hitchcock, pero también fue Fritz Lang quien impulsó las pinceladas definitivas en esta forma de arte, fundamentalmente con Spione y de manera retorcida con M.

Desde su auténtica consagración en 1974 -con El loco de la motosierra y La residencia macabra– siempre hubo leves intenciones de filtrar al falso culpable en los slasher films. Uno de los ejemplos más recordados está en Pesadilla 2: La venganza de Freddy, donde el protagonista es poseído por la icónica entidad onírica de la saga y tiende a matar a los hombres que lo rodean antes que las mujeres. Cuando, a casi dos décadas después de su estreno, la orientación sexual del actor de aquella película se volvió tópico mediático, los seguidores de Pesadilla comenzaron a entender a las muertes de la segunda parte como un modo de expresar la homosexualidad reprimida del personaje encarnado por Mark Patton. Una lectura que, pese a las burlas que cosechó durante décadas, termina fortaleciendo a las defensas de la secuela, en vez de posicionarse como sobre análisis paródico, ya que, si bien los indicios siempre estuvieron, jamás se sintieron del todo resaltados en la continuidad del film y están más bien puestos con tintes irónicos.

Aparece en la década siguiente la adaptación de la obra de Clive Barker, con el guion y la dirección de Bernard Rose. Candyman de 1992 es la película que catapulta a Tony Todd como emblema del gore y sus participaciones en Los expedientes secretos X y Destino final no hicieron caso omiso de esto. Similar a la situación del Freddy Krueger de Robert Englund, Todd figura en los créditos como la estrella principal recién en las secuelas, cuando en la primera se guardaban su nombre para lo último. Esto se debe a que la película original del hombre acaramelado del garfio se sostiene fundamentalmente por las vicisitudes que azotan a la falsa culpable de turno (Virginia Madsen), que al final no era tan falsa y su rol se termina invirtiendo, un poco al estilo de Peter Lorre en la ya mencionada M de Lang.

La secuela carnavalesca está más ocupada en fabricarle un talón de Aquiles específico al Candyman, como también en diversificar sus maneras de matar, cuando la aparentemente unilateral de la antecesora (de atravesar a los cuerpos con su garfio desde la entrepierna hasta la garganta) gozaba de un encanto irreproducible.

La tercera fue un “directo a video”. Es fácil destacar que la mayoría de las actuaciones en ella son pésimas, atacar a la discutible cita de la escena de la ducha de Marion Crane en el inicio y que ni se molestaron en sumar efectos prácticos y maquillajes como para hacernos creer que a Tony Todd le falta una mano. Sin embargo, lo que más nos interesan son ciertas decisiones sutiles que pone sobre la mesa, como la de recuperar al actor Nick Corri (quien interpretara al primer y efímero falso culpable de la saga Pesadilla) en un rol muy particular, y la de mostrarnos qué pasaría si de repente un grupo de personas se pusiera a favor de las masacres causadas por Candyman en su contemporaneidad.

Lo cual nos da pie a plantearnos qué representa esta cuarta película, que lleva el título exacto de la primera. Es una película de Nia DaCosta y está apadrinada por Jordan Peele, dados los respectivos currículums audiovisuales de ambos, era esperable un despliegue óptico sobresaliente. En este sentido, la nueva Candyman no decepciona y además pocas veces evidencia el uso de efectos por computadora, algo muy escaso en los tiempos que corren y cada una de las muertes en pantalla deja la impresión de ser exclusivamente tangible.

La intriga de descubrir cómo se inserta en la saga, si es que lo hace, es otro de sus logros. Hay un punto de vista diegético sobre los eventos de la primera película, definido por los propios personajes como una leyenda urbana que parte del “inconciente colectivo”, mientras que el film siembra un pacto con el público que sí conoce los hechos, haciéndole saber que los nuevos residentes de Cabrini-Green son simples víctimas de una memoria selectiva deliberada. Esto se plantea también desde la forma del film, con su secuencia de créditos iniciales manifestada como la perversión del plano cenital con el que abría el film de Bernard Rose.

Buena sangre, buenas muertes, buenas actuaciones. Aun así, hay intenciones que pasan a primer plano, de una manera que otras obras del subgénero supieron descartar y a su vez llega un punto en el que esta entrega parecería avocarse a desestimar todas sus raíces.

No vamos a especificar cómo redireccionan al concepto del Candyman acá, salvo por un detalle: los asesinatos se dan por una condición racial y no necesariamente por la invocación al personaje, nombrándolo cinco veces y mirando a un reflejo. Es decir, sí pasa, pero también depende del color de la piel de quién lo haga, con la sola excepción de un flashback mediante el cual nos expresan lo contrario.

No es menor que el título no presente ninguna variación con respecto al de 1992. Ni tampoco que su primera escena sea una alusión a un dispositivo histórico vinculado al cine como la linterna mágica, como una invitación a empezar de cero. El problema está en que este elemento se repite durante los créditos finales, repitiendo visualmente todo lo que vimos durante la hora y media del relato, poniéndose a la altura y opacando los nombres de las personas que colaboraron en lo técnico, como también abriéndole todo el espacio posible a las palabras del final, las que terminan de consolidar a Candyman 2021 como una “denuncia” al margen de sus ambiciones poéticas.

Esta es una película que no dejará conforme a la mentalidad de nadie apenas termine. Es muy difícil formar un pensamiento que esté a la altura de las circunstancias, pasados unos minutos después de terminar de verla. El estilo técnico en su totalidad invita al repaso, definitivamente. Como cualquier obra de la factoría Peele, es hermosa ver. 

Nadie en su sano juicio dirá que está bien que se den en la actualidad todos los valores a los que se opone un movimiento como Black Lives Matter, pero, cuando a la hora de querer hacer cine, se pasan por alto todos los aportes de obras semejantes en beneficio exclusivo del mensaje “está mal que nos maten”, se le cede el paso a un des aprendizaje problemático y es lamentable que sea intencionado. 

Esta película busca justificar sus decisiones atajándose con los conflictos de su protagonista y las justificaciones del mismo cuando su obra es cuestionada. Sus intenciones no son para nada discretas y cuando en el cine pasa eso, difícilmente estamos hablando de cine. Incluso hay situaciones que fueron aplicadas en las secuelas anteriores de manera simplona, como el de los congregados de la tercera parte. En esta cuarta parecería que buscan responderle a gestos del pasado como aquél, pero en su distanciamiento, y a causa de su costado moral es paradójico que no se abstenga de manifestarse como una nueva congregación, a pesar de las ironías de la última escena.

 

 

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

(Estados Unidos, Canadá, 2021)

Dirección: Nia DaCosta. Guion: Jordan Peele, Win Rosenfeld, Nia DaCosta. Elenco: Yahya Abdul-Mateen II, Teyonah Parris, Nathan Stewart-Jarrett, Colman Domingo. Producción: Ian Cooper, Win Rosenfeld, Jordan Peele. Duración: 91 minutos.

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