¿Húngaros recreando la filmación de Casablanca y la historia de su compatriota Michael Curtiz? ¿Qué podía salir de ahí? La respuesta es: cualquier cosa. Uno esperaría una apropiación nacionalista, un thriller desbocado, un panfleto antiamericano, una mezcla de géneros o alguna otra monstruosidad, pero al final no hay nada. Curtiz muestra sus ideas rápido en el comienzo: un diálogo entre hombres que ponen cara seria, fuman y se lanzan miradas terribles. Blanco y negro, duelo de personalidades, Segunda Guerra Mundial: el productor pelea por la libertad creativa de su director contra las imposiciones de un agente del gobierno. Uno imagina que en esa escena debían suceder muchas cosas, pero nada funciona bien, todo es una declaración de principios, una muestra de lo que a la película le gustaría poder filmar. Después aparece Curtiz himself, pero el asunto no cambia mucho: se alterna entre los entretelones del rodaje y las miserias personales del protagonista, que abandona a su familia americana como (parece) antes huyó de Hungría y prefiere frecuentar a las chicas jóvenes que andan merodeando por el estudio. El tipo maltrata a todo el mundo, y en eso justo le cae al set la hija húngara a la que hizo traer a Estados Unidos junto a la madre pero que mandó a Nueva York cosa que no le hinchen las guindas. Todo resulta más o menos tolerable gracias a Ferenc Lengyel, que le pone el cuerpo a Curtiz con el porte seco y la violencia contenida de un film noir. Los demás andan correteando por los pasillos tratando de que les creamos: como Declan Hannigan, al que le tocó en suerte una caricatura de censor enviado para asegurarse de que la película sirva al esfuerzo de la guerra. Digamos que ese mamotreto irredento tampoco es culpa del actor. Por ahí dan vueltas los gemelos Epstein, que vienen a oficiar de comic relief y que tienen un aire inquietante, como si la película quisiera decir que el rodaje, en el fondo, no es otra cosa que un circo o una feria con su propia galería de freaks. No hubiera estado mal, pero el asunto nunca pasa apenas de una insinuación.
En realidad, no es que el director Tamas Yvan Topolánszky no sepa darle cohesión a ese conjunto, el problema no es de pericia sino del plano de las ideas: de las ideas que la película se hace del cine. Algo que la mayoría de las películas pueden darse el lujo de ignorar, pero no Curtiz, que narra la filmación de la que tal vez sea la película más importante de la historia. En pocas palabras, si se va a jugar el jueguito de lo meta con el cine clásico, una máquina perfectamente aceitada para contar historias, hay que tomar una posición: o se narra bien o se elige otro rumbo y se hace algo totalmente distinto. Curtiz, en cambio, se queda parada en el medio del set mirando sin entusiasmo a sus personajes. No hay nervio, peligro, tensión: todo respira una calma inerte, solo un automatismo cool y sin carnadura que enmascara su propia vacuidad.
A fin de cuentas, la clave del asunto estaba al principio, en los créditos iniciales, cuando se filman objetos en cámara lenta como si todo fuera una publicidad berreta que abusa del blanco y negro y el ralenti para sugerir sofisticación. Estaba todo ahí: una gestualidad inconducente, pura pose que se esfuerza por decir alguna cosita mordaz pero de la que se escucha apenas un balbuceo. En el fondo, uno intuye que el problema excede a la película, y es que vivimos en un tiempo que no recuerda ni remotamente cómo se hacía ese cine. Eso no es ni bueno ni malo, pero resulta esperable que no haya nada para decir de algo que ya no comprendemos.
© Diego Maté, 2020 | @diegomateyo
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(Hungria, 2018)
Dirección: Tamas Yvan Topolanszky. Guion: Tamas Yvan Topolanszky, Zsuzsanna Bak. Elenco: Ferenc Lengyel, Evelin Dobos, Declan Hannigan, Scott Alexander Young. Producción: Barnabás Hutlassa, Claudia Sumeghy, Tomas Yvan Topolanszky. Duración: 98 minutos.