Que haya más de una película de George A. Romero en este dossier no debería motivar sorpresa alguna. Verdaderamente son pocos los cineastas que han sabido encauzar sus ideas, críticas y reflexiones sobre la naturaleza humana a través del cine de género y de una forma tan elocuente y entretenida, nunca forzada o gratuita, como Romero. El consumismo, la discriminación y el machismo son tan sólo algunas de las tantas temáticas sociales que el cineasta supo retratar mediante memorables alegorías cinematográficas. En este sentido, The Crazies (1973) es una de sus películas más logradas; razón por la cual sí resulta una sorpresa que sea, primero, una de las menos discutidas de su filmografía y, segundo, una de las menos citadas en las ya innumerables listas de recomendaciones cinéfilas para estos extraños y pandémicos días.
A contramano de un film como Contagio, que en su búsqueda de realismo y con sus ínfulas de retrato verosímil disponía una serie de líneas narrativas que se multiplicaban y entrecruzaban para dar cuenta de la paulatina expansión de una pandemia, The Crazies opta por un registro más acelerado y frenético, en el que la irrupción del virus y la interrupción de la vida cotidiana se ven enmarcadas por una vorágine irrefrenable de caos, confusión y violencia. Todo comienza con el arrebato de locura de un granjero que asesina a su esposa y prende fuego su casa con sus hijos adentro. Antes de que las llamas se extingan y uno alcance a procesar el terrible ataque que la institución familiar acaba de sufrir, fuerzas armadas arriban con máscaras de gas y, bajo el decreto de la ley marcial, proceden a evacuar fiestas, misas y hogares, forzando a los habitantes de un pequeño pueblo del interior de los Estados Unidos a cumplir una rigurosa cuarentena que apenas algunos —entre ellos la pareja protagonista— intentarán eludir. Todo esto ocurre con una inusitada velocidad, radicalmente opuesta a los tiempos con los que, pronto aprendemos, se maneja la burocracia gubernamental a cargo.
Rápidas para proponer soluciones extremas (“Tenemos que poner un arma nuclear en el aire, arriba de ese pueblo”), pero inexplicablemente ineficientes para satisfacer las necesidades que el escenario y los involucrados requieren (las demoras logísticas y comunicacionales autoimpuestas como principal obstáculo), las figuras de autoridad representan uno de los principales focos de la crítica que Romero erige, y cuya manifestación más visible reside, justamente, en el miedo a los medios: menos parecen importar las personas y la diseminación del virus que la potencial filtración de información a la prensa. En efecto, sumidas en la desconfianza (obstruyendo el diálogo entre las partes), indiferentes ante las preocupaciones de la ciudadanía y despreocupadas por los efectos irrevocables de las medidas de prevención, las deshumanizadas autoridades de The Crazies parecen encarnar mejor a “los locos” del título que los propios infectados por la epidemia.
Precisamente, es en esa buscada dualidad del título que Romero condensa la idea de que la locura que aqueja y pone en riesgo las vidas de las personas no sólo es la evidente e individual —es decir, la surgida como consecuencia sintomática de la enfermedad—, sino también aquella que se nutre de la paranoia y que afecta a la totalidad de la población. Y es esta última amenaza, la incontrolable locura colectiva, la que acaba sellando el cruento destino de los personajes: el miedo a los invasores armados es el que finalmente le quita la vida a la esposa embarazada del protagonista, y es el descontrol social el que finalmente anula la posibilidad de una cura. A los fines de reforzar este último punto, el relato incluye no una sino dos instancias en las que un antídoto podría haber sido descubierto pero que, debido a la negligencia de las desbordadas y agotadas autoridades, el mismo queda reducido a una mera ilusión: “Vamos a descifrarlo… tarde o temprano”, dice uno de los médicos. Segundos después, Romero clausura el film con elegancia, con una canción cuya letra dice “Heaven, help us”. Como la imperfecta sociedad que somos y que The Crazies se empeña en reflejar, eso es todo a lo que podemos aspirar: un desesperado pedido de ayuda; un manotazo de ahogado; un rezo inocente, enamorado de una solución que, por divina, sea ajena a la raza humana, ya condenada por su propio accionar.
En el texto iniciático de este dossier, Hernán Schell citaba una frase del Diario del año de la peste, de Defoe, para ilustrar la encantadora idea de que el arte tal vez sea capaz de embellecer la desafortunada y extraordinaria realidad que hoy nos toca vivir. Para muchos, el cine de George Romero, con su peculiar y desesperanzada visión del mundo, difícilmente se preste para tal fin; sin embargo, y tal como ocurre con la trilogía de los muertos vivos y con varias de las películas de otros autores aquí analizadas, un inesperado consuelo emerge del visionado de The Crazies. En principio, por recordarnos que siempre se puede estar peor (en circunstancias mucho más cercanas a las de los protagonistas, por ejemplo), pero sobre todo porque, al dejarnos seducir por uno de los principios básicos del cine (aquel de la empatía), estas películas nos permiten vivir, procesar, sobrellevar el aislamiento de otra manera. Y aunque por la naturaleza de sus tramas a veces no resulten del todo amables u oportunas, siempre nos proveen una compañía reconfortante. No serán la cura, claro está; pero qué bello paliativo pueden llegar a ser.
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