(Argentina, 2018)
Guion, dirección: Carlos Sorín. Fotografía: Iván Gierasinchuk. Música: Nicolás Sorín. Elenco: Victoria Almeida, Diego Gentile, Joel Noguera, Ana Katz, Gustavo Daniele, Emilce Festa. Duración: 99 minutos.
A los 73 años Carlos Sorínsigue comportándose como un pugilista con capacidad de recuperación,aunque inestable. Triunfa estentóreamente (en los 80 con La película del rey, en los 2000 con Historias mínimas y El perro), cae poco más tarde de modo igualmente drástico (a fines de los 80 con Eternas sonrisas de New Jersey, que no quiso ni estrenar aquí, más recientemente con la seguidilla La ventana–El gato desaparece–Días de pesca), absorbe las trompadas recibidas y vuelve a levantarse, probando nuevos golpes. Es loable su capacidad de autocrítica implícita -o su astucia para cambiar de rumbo- que da por resultado una carrera en permanente estado de regeneración. A fines de la década pasada Sorín cortó de cuajo con la fase minimalista iniciada en 2002 con Historias mínimas (hecha de relatos pequeños, guiones apenas bocetados, producción semiartesanal y actores no profesionales) y probó un modelo cinematográfico convencional, en el que dejaba de lado, uno por uno, todos los pilares mencionados. Ese nuevo período se compuso de la mediana La ventana (2008), salvada in extremis por un magnífico plano final, el inane policial El gato desaparece (2011) y la formulaica Días de pesca (2012), que recurría por enésima vez a la remanida cuestión del reencuentro entre un padre y la hija a la que dejó atrás.
Tal vez la película más ignorada de su carrera (junto con la desconocida Eternas sonrisas…), Días de pesca anunciaba una voluntad de volver a casa. En términos cinematográficos, la casa de Sorín es, como se sabe, la Patagonia. Allí transcurría Días de pesca y allí transcurre Joel, esta vez -a diferencia de Historias mínimas y El perro, por mencionar dos ejemplos- con nieve, en tanto la película tiene lugar en Tierra del Fuego. Como quien dice “vamos hasta el límite” (geográfico). Puede verse en la nueva película de Sorín el intento de fusionar la vertiente de Historias mínimas con sus películas más deudoras de una mecánica convencional. La producción vuelve a ser pequeña (ya lo era en Días de pesca), la peripecia podría ocurrirle a cualquiera, los personajes son lo que podría llamarse “gente común” (entendiendo por tales a miembros de la clase media emigrados al sur) y el modo de representación, marcado por una voluntad de invisibilización del dispositivo de producción, acentúa el naturalismo. Pero esta vez los actores no son no-actores sino actores, si se nos permite el juego de palabras.
Sorín siempre fue un excelente director de actores y eso se nota, tanto cuando dirige a un Julio Chávez todavía pichón en La película del rey como cuando dirige a Alejandro Awada en Días de pesca, o aun cuando inventa como actores al paisano Juan Villegas y al entrenador de animales Walter Donado en El perro. La fusión entre él y los actores elegidos vuelve a dar los mejores resultados en Joel, donde tanto Diego Gentile como -sobre todo- Victoria Almeida entregan actuaciones notables, dentro de un estilo marcado por un naturalismo sobrio, transparente, libre de acentuaciones. Para quienes no los ubiquen, Gentile es conocido en cine especialmente por su personaje de recién casado infiel en el último episodio de Relatos salvajes, mientras que Almeida -que trabajó en la serie Educando a Nina– es una actriz de asombrosa capacidad de mutación, que empieza por lo físico. A tal punto que pasó de ser hija de Awada en Días de pesca a señora en plan de adopción aquí. Un arco de unos quince años o veinte años ficcionales en el lapso de seis años reales.
Se afirmó por ahí que Joel refleja la problemática de la adopción en la Argentina, pero el matrimonio integrado por Diego (Gentile) y Cecilia (Almeida) se sorprende, al comenzar la película, de que les haya salido tan pronto la adopción, mucho antes de lo que esperaban. Muy al contrario de representar el común de adoptantes argentinos, Diego y Cecilia se asemejan a ganadores del Prode. De lo que habla Joel no es de las dificultades para adoptar sino de las dificultades tras haber adoptado. Dificultades de los padres adoptantes y del niño adoptado. Los primeros, porque no saben muy bien cómo comportarse; el chico -que es el Joel del título y tiene nueve años- porque las pasó duras y por lo tanto se defiende para no volver a sufrir. Casi no habla, cuando lo hace es de modo apenas audible y no se alegra ni cuando su nueva madre le muestra la habitación que aliñaron para él. Tras haber esperado el hijo por años, Cecilia se desespera, quiere llegarle a fondo a Joel, entender qué le pasa. No puede y encima se conflictúa, temiendo ser demasiado invasiva.
Joel habla de las dificultades para superar el abismo de la distancia entre un matrimonio de clase media (Diego es ingeniero forestal, Cecilia profesora de piano) y un chico morochito, abandonado por su madre de muy pequeño, cuidado por la abuela y creciendo más tarde con un tío de mala vida. Diego y Cecilia no tienen prejuicios y reciben a Joel con los brazos abiertos. Pero cuando el pasado de Joel asome en la escuela los prejuicios de clase no tardarán en aflorar, haciendo crecer a Cecilia en su pasaje de timorata a madre guerrera, dispuesta a defender a su hijo contra viento y marea. El problema de Joel es ese naturalismo que Sorín ha elegido como modo de representación, y que tiende a disimular justamente eso: el carácter de representación, con la intención de que el espectador lo viva como “esto podría estar pasándome a mí”. Joel es la clase de película a la que en tiempos menos prevenidos de los lugares comunes se habría definido como “igual que la vida misma”.
Esta voluntad especular (especular no en el sentido del dólar sino del espejo) la empobrece. El cine puede parecerse a la vida corriente como estrategia estética (neorrealismo, realismo inglés de los 60 y 80, realismo del Nuevo Cine Argentino de los 2000), pero si no ficcionaliza, si no asoma la cabeza por encima de la mera mimesis, termina siendo tan pobre como la pura cotidianeidad. Pierde el plus que la ficción puede otorgarle. Hay tres momentos en que Sorín lo hace, y allí la película se eleva. Dos de ellos son sendos travellings de seguimiento, tan largos que constituyen planos-secuencia, fluidos y nada ostentosos. Por el contrario, funcionales: las distancias en la Patagonia son largas, lo cual -a diferencia del plano-secuencia inicial de Animal, para poner un ejemplo fresco- hace necesario el recurso técnico. El otro es el plano, otra vez magnífico, como en La ventana. Un encuadre fijo sobre una figura absolutamente circunstancial, que desarma el cliché de terminar con una imagen significativa y cierra la película abriéndola al devenir.
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