(Bélgica, Luxemburgo, 2018)
Dirección: Thomas Vinterberg. Guion: Robert Rodat. Elenco: Léa Seydoux, Colin Firth, Matthias Schoenaerts, August Diehl, Max Von Sydow. Producción: Ariel Zeitoun, Christophe Toulemonde. Distribuidora: Impacto Cine. Duración: 117 minutos.
Thomas Vinterberg recorrió la distancia que va de La celebración, una de las películas que inició el Dogma 95, hasta Kursk, una película catástrofe que sucede en un submarino nuclear. Lo suyo debe ser una especie de maratonismo: no cualquier director supera la distancia que va de un proyecto independiente ceñido por un número ridículo de reglas autoimpuestas a una producción de gran porte como pide el cine catástrofe (incluso si se trata de una catástrofe filmada discretamente). Lo que importa es que Vinterberg parece sentirse cómodo tanto en uno como otro territorio, a la manera de esos directores ágiles que prefieren moverse entre proyectos disímiles sin preocuparse por forjar un montón de intereses recurrentes (“obsesiones” les decimos a veces, para decorar un poco lo que no es más que un montón repeticiones, de tics). La buena nueva además es que acá el género parece imponérsele: la vitalidad de la película catástrofe cancela rápidamente la conocida delectación del director por la miserabilidad y las crueldades, que suelen ser la marca más reconocible de sus películas sin importar la naturaleza de sus historias.
Kursk empieza como debe hacerlo cualquier buena película del género. El relato sigue a un montón de tripulantes de un submarino y a sus familias en las horas previas al inicio de un ejercicio militar. Estamos en el año 2000: la Guerra Fría quedó lejos pero persisten los trazos de precariedad y homogeneización de la era soviética. Los marinos integran un cuerpo solidario y fraterno, con algunas pocas excepciones que la película quiere que leamos como rémoras del viejo régimen. En las pruebas que anteceden a la operación se anuncia la falla técnica que habrá de desencadenar el desastre: un misil cuya temperatura se eleva por fuera de los límites esperados y estalla. La película filma con buen pulso los esfuerzos por sobrevivir de los tripulantes; uno se hace ilusiones y espera que Vinterberg se anime a retratar el universo tecnológico movilizado por una mole acuática de esa escala. Pero no, el director toma la ruta más simple: muestra la maquinaria y los protocolos de acción elementales y apuesta todo a sus personajes (el gusto por la reconstrucción técnica, entonces, sigue quedando en manos de unos pocos directores exquisitos como Peter Berg).
La primera mitad, que incluye la preparación del viaje y la explosión que deja al submarino tendido en el lecho del mar de Barents, se interesa por la situación desesperada de los marinos tanto como por la de sus esposas, altos cargos ubicados en naves cercanas y un comodoro inglés que ofrece la ayuda de su flota. La película va y viene y se muestra solvente para maniobrar todas las líneas narrativas, pero se tiene la impresión de que Vinterberg descuida un poco el centro de la historia, como si el director no estuviera del todo cómodo filmando una película catástrofe y necesitara apoyarse en lo que sucede en la superficie. Pero se trata solo de una impresión apurada: resulta que la película, incluso dentro del espectro de una producción relativamente chica, puede capturar plenamente el peligro y la destrucción, como lo certifica la escena en la que dos personajes van a buscar una batería para mantener funcionando el sistema de oxígeno. Un plano secuencia los sigue desplazándose lentamente bajo el agua: los dos marinos dan brazadas y se impulsan con una elegancia que hace pensar en una especie de baile acuático mortal. La ausencia de cortes vuelve creíble la amenaza de asfixia, que crece a medida que pasan los segundos.
Vinterberg, a su vez, logra una feliz aleación: consigue que las críticas al gobierno ruso se integren en la trama, como puede verse en cada intento por abrir una escotilla que lleva adelante un destartalado submarinito de rescate; el vehículo, único medio disponible en toda la armada rusa, es una antigualla incapaz de cumplir con las tareas de salvamento, pero la película se las arregla para que cada nueva incursión de la nave funcione narrativamente. Como en Titanic, no importa que se conozca el destino de los marinos reales: cada vez que el submarinito trata infructuosamente de posicionarse sobre la escotilla principal sin éxito, la tensión llega a niveles casi insoportables. Un jerarca militar frío, que lleva la cara colgante de Max Von Sydow, es el blanco oficial de los comentarios políticos de la película, que se derraman sin embargo a todo el régimen.
Entonces: película catástrofe con presupuesto insignificante, comentarios políticos que no debilitan la potencia del relato y un director por lo general mediocre que se revela como un narrador sólido. Kursk tiene todo el aspecto de una anomalía más o menos feliz que seguramente no vuelva a repetirse.
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