El cine de terror es uno de los géneros que más sufre transformaciones a lo largo de las décadas. Muta constantemente y de manera notoria. Por eso es inevitable advertir a qué tiempo en la historia pertenece tal obra. Cada década marca a fuego estética y temáticamente el arte de narrar mediante imágenes; y el terror, uno de los géneros más corporales, psicológicos y orgánicos que existen, es la representación hecha imagen de todos los miedos e inquietudes de nuestra sociedad. En su naturaleza, la del cine en general, el arte de saber mostrar eso que se quiere mostrar es la piedra fundamental para establecer la finitud de la obra. Y el terror siempre debe sacar a la luz, exponer. Jamás puede ocultar porque sus facultades son justamente la de revelar todo lo que se esconde; y lo que se esconde es justamente lo impuro, lo tenebroso, lo inmoral, lo malo. Muchas veces lo que se oculta es todo aquello que se reprime (sexualidades diversas, emociones, deseos, etc). Dicha represión representa una forma de mal.
Hoy en día el cine de terror es un espacio dedicado, no íntegramente pero sí en gran parte, a la mujer. Por eso no es descabellado que muchas películas tengan como representación del mal absoluto a la bruja; atravesada simbólicamente por la mujer libre, poderosa, fuerte e independiente, la cual se transforma en objeto peligroso para nuestra sociedad. La mujer con poder es justamente la mujer que no se puede controlar. Otro tema recurrente son las relaciones lésbicas entre féminas (¿terror lésbico?). Películas como The Retreat (2021), Seance (2021) o What Keeps You Alive (2018) dan fe de ello. Tres films nobles y a tener en cuenta.
Hoy en día, más allá del vínculo sobre la realidad en la que vivimos, el capital aborda sin eufemismos todo aquello que toca. Lo vuelve un mero ejercicio de lo vulgar y evangeliza todo discurso, desesperado por sumar fieles a su congregación. Y como era de esperarse, el monstruo Netflix (ese agujero negro que todo lo chupa para volverlo oro) abordaría el tema de la mujer y las relaciones lésbicas tarde o temprano. El turno le toca, en estos días, a La calle del terror, trilogía de miedo adolescente inspirada en escritos de R. L. Stine y dirigida por Leigh Janiak.
La calle del terror – Parte 1: 1994 se ambienta en la década de los 90, cuna del grunge, el sonido 2.0, la generación X, las peores modas existentes y la paranoia pre fin de milenio. Cuenta la historia de dos adolescentes, Deena y Sam, quienes atraviesan una crisis en su relación: una abandona a la otra, la otra ahoga sus penas con un joven bastante imbécil y los conflictos sobre identidades sexuales y traición (de géneros) no tardan en llegar. A todo esto, una ola de asesinatos sacude el pueblo donde (sobre)viven, Sunnyside, algo así como un José C. Paz* americano del que sus personajes reniegan y no pueden escapar. A estas jóvenes se les une un grupo de amigos y el hermano nerd de Deena, un pionero en pasar sus días sentado frente a la computadora y conectarse a Internet cuando eso era cosa de cerebritos dignos de The Big Bang Theory. Pronto descubrirán que los asesinatos están conectados a una maldición que convierte al pueblo de Sunnyside en un lugar menos feliz de lo que ya era. Un pueblo de mierda, digamos. Sin mayor esfuerzo podemos advertir quién maldijo el pueblo.
La calle… es un slasher, un subgénero ya casi extinto, apenas revisitado y revivido por nostálgicos que no entendieron su función discursiva allá a finales de los 70, atravesando toda la década del 80 y finalmente resucitando a mediados de los 90. Hoy en día es viva imagen de un momento terrible en la historia norteamericana, cuando los asesinos seriales eran estrellas de rock en tapas de diario y noticieros. Esto reafirma el nervio político al que se aferraba el slasher, por lo cual, con la paulatina caída de asesinos a lo largo de las últimas décadas, este subgénero comenzó a hacer aguas. Salvo algunos ejemplos, que existen, pero desarticulan el vínculo “político-social” tan importante que lo solidificaba. Por eso podemos decir que La calle del terror: 1994 llega un poco tarde: hay violencia a granel, litros de sangre, referencias a otros slasher (el inicio es un claro homenaje a Scream, de Wes Craven, y sin dudas el mejor momento del film; tiene toda la impronta visual de un slasher noventoso), asesinos enmascarados, etc. Lo que se dice, una obra “clásica” en su construcción. Todo lo que décadas atrás era un festín acá corrobora que el terror por momentos no sabe hacia dónde disparar. El mayor problema no está en su falta de visión del mundo (su discurso) o en el accionar y pensar de sus personajes que responden inherentemente a ese universo, sino en el qué hacer con todo esto. El film no agrega demasiado ya que mucho de lo que se cuenta es en sí un recurso que hasta puede sonar, verse y sentirse trillado. El mayor ejemplo es la relación de las protagonistas: aun cuando pareciera que la inclusión social es cosa de hace unos pocos años -en realidad no lo es- y que representa una novedad para algunos desprevenidos, lo que realmente debería importar en una película es pasado por alto. Se impone ese amor eterno, inmenso, intenso, trascendente, mágico que tienen sus dos protagonistas; tan insistente, subrayado y exagerado como para que el público acote: ¿Vieron que las parejas gay también se aman?, rayando las malas intenciones del mensaje bien pensante. Justamente los films citados más arriba son claro ejemplo de quienes saben cómo, qué y para qué van a contar lo que cuentan. Porque todo tema que se siente nuevo, virgen, poco explorado, hay que saber integrarlo a este mundo. Una lástima, debieron esforzarse más.
*Aclaración: viví casi toda mi vida en José C. Paz, sé muy bien de que hablo.
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(Estados Unidos, 2021)
Dirección: Leigh Janiak. Guion: Phil Graziadei, Leigh Janiak. Elenco: Maya Hawke, Charlene Amoia, David W. Thompson, Noah Bain Garret. Producción: David Ready, Jenny Topping. Duración: 107 minutos.