Creada por: Neil Cross. Elenco: Idris Elba.
La prueba del laberinto
Esperando por la inminente quinta temporada de esta compleja serie inglesa, con una cuarta temporada corta y algo más floja que las tres primeras, despuntaremos algunos logros y reflexiones sobre este personaje tan particular llamado John Luther y su mundo.
Luther es un detective a cargo de crímenes seriales que se mueve siempre al borde de la ilegalidad y tapando agujeros en medio de una sociedad moderna aturdida y corrompida. Tiene que atravesar pruebas de las más diversas, en donde siempre está tironeado desde dos lugares que se oponen: su vida pública y su vida privada, lo legal y lo ilegal, las órdenes de sus superiores y sus casos menores pero importantes para él, sus compañeros de trabajo, el grupo que lo investiga por sus métodos, y sus mujeres. Todo el tiempo Luther debe actuar de manera doble, y esa bipolaridad expresada tiene un correlato en su ánimo, en sus prioridades y en los resultados que obtiene.
El protagonista cuenta con una capacidad extraordinaria de análisis, deducción y resolución, casi profético. Es ayudado desde el comienzo por Alice Morgan – una mujer compleja que ha matado a sus padres sin dejar rastros – quien funciona a modo de oráculo, y que de a poco se van complementando y trabajando juntos secretamente. Recordemos que oráculo es respuesta divina, es aquel que nos da las respuestas que nos faltan, precisamente para salir del laberinto. Es el intermediario entre los dioses y los hombres.
Luther tiene unas cuantas manías, un andar particular, un abrigo que lleva puesto todo el tiempo y la costumbre casi religiosa de no portar armas, cosa que le trae más de un dolor de cabeza. La serie trabaja desde el vamos algunos aspectos crísticos en el personaje que le dan un envergadura religiosa y sostienen – al menos hasta el final de la tercera temporada – una segunda historia muy interesante: su autoridad natural, el carácter adivinatorio, como se lo culpa desde todos lados sin razón, su preocupación y comprensión por lo marginal, unos cuantos discípulos – fundamentalmente Justin Ripley, que cuando acciona siguiendo el consejo de Luther tiene que enfrentarse a la muerte –, su repetida frase: “nunca es suficiente”, entre otras características. La llave de acceso es cuando lo clavan a la mesa extorsionándolo por un caso lateral en que se mete – sin que lo llamen – para salvar a una adolescente perdida en la pornografía más baja. (1)
Londres, la ciudad en la que transcurre toda la serie, es un laberinto. Los recorridos, las calles, las persecuciones, los procederes de los asesinos seriales, los operativos, los caminos encerrados, los puentes y el río que la atraviesa. Las apariciones y desapariciones de Alice, la dificultad en los casos, los dos o tres casos que Luther debe resolver todo el tiempo y simultáneamente, las pruebas que se acumulan unas a otras. Todo esto con un correlato emocional y de introspección permanente dentro del protagonista. Recordemos que el laberinto es el lugar de encierro y desconcierto por el que atravesamos para – al salir de él – hallar el camino espiritual. Del laberinto siempre se sale por arriba, decía Marechal. Tal es el caso de Luther, por esto de que ve más allá. La serie nunca sale de Londres. No se puede salir. Se puede llegar hasta los márgenes, hasta los bordes y hasta los lugares más inhóspitos, pero no se puede salir. Un caso se ata a otro, una calle a otra, una resolución a un nuevo problema, pero geográficamente siempre estamos atrapados en el mismo lugar. Sólo Luther, con su inteligencia única y con una sensibilidad muy particular, logra por momentos abstraerse y saltar, para arribar a otro lugar, a otra cosa.
Hay una referencia clara a “El hombre de la multitud” de Edgar Allan Poe. Cuento que transcurre en Londres y que describe el amanecer de la gran ciudad, del anonimato, de las nuevas multitudes urbanas, y sobre todo de la soledad. Los personajes de la serie están solos. Extremadamente solos. Los diferentes asesinos son diversas versiones del personaje central de Poe. Dispuestos a todo, impredecibles, laberínticos, desprovistos de toda moral, anónimos, inciertos e inexplicables. Excepto para Luther. Luther puede ver siempre un poco más allá, puede elevarse, puede comprender y a veces anticiparse. Como si aquella resignación al final del magnífico cuento ahora – en una sociedad que no es muy distinta, en tal caso ha profundizado los problemas profetizados por Poe – cierta mirada, cierta inteligencia, pudiera verlos de otra manera. Y quizá entenderlos, al menos en parte, y dejar una marca, una cuña significativa mediante su proceder.
El Mal – que teológicamente es la corrupción de Bien – está representado por personas perdidas, desconcertadas, excesivas, por momentos inexplicables. Personas que son producto de una modernidad industrial atroz, de una soledad extrema, de casos no resueltos anteriormente, de fallas permanentes de un sistema corrupto. Justin le dice a Erin Grey (sobre Luther): “No es lo mismo ensuciarse las manos que ser un corrupto.” Todo esto es dicho sin levantar la voz, sin explicaciones ni discursos, sin caer en la banalidad ni en la alegoría. Sin pretender ahondar en lo social desde la primera historia.
El tironeo permanente entre los dos mundos está puesto en escena a través del puente que cobra nuevo sentido una y otra vez. El lugar de encuentro, de negociación, de enjuagues, de claridad, de encierro, de pactos y promesas, y también de agradecimiento. Luther, al final de la tercera temporada, luego de resolver su último caso y salvar a Mary Day, mira al cielo en señal de agradecimiento, como satisfecho por el resultado obtenido. Pero al cielo prácticamente tiene que buscarlo: está encuadrado en contrapicado, en medio de edificios y torres modernas, y en el fondo, arriba, se deja ver un pequeño cuadradito de cielo. Ese lugar al que aspira el personaje. Inmediatamente después, camina hacia el puente a encontrarse con Alice. ¿Para despedirse?
Al final de la primera temporada hay una cita por demás propia al desenlace de Pecados capitales (Seven, David Fincher, 1995). Luther intenta impedir que Alice mate a sangre fría al asesino de Zoe, como el detective Somerset en aquel film intenta persuadir a Mills de que no ejecute a John Doe. En ambos casos la ejecución se produce, pero hay una sutil diferencia – he aquí la corrección o superación de aquello: el marco legal de aquella diégesis apuntaba que Mills perdía haciendo lo que creía que debía hacer (de hecho termina preso), además de que John Doe ganaba ya que se cumplía con su deseo, en definitiva, si Mills apretaba el gatillo. En cambio acá – y siempre teniendo en cuenta esta disputa permanente entre legalidad e ilegalidad que no está clara, y se distingue permanentemente de aquello que es legítimo – Alice ajusticia a Ian Reed sin consecuencias negativas para ella. En tal caso solo para Luther, pero una más de las que ya está acostumbrado. El final de la temporada deja claro que cualquier resolución hubiera traído similares consecuencias: la desaparición de Alice y el cuestionamiento general de los métodos de acción del protagonista.
Los personajes secundarios de la serie merecerían todo un tratado por separado. Densos, complejos en su mayoría, delicados, fuertes. Fundamentalmente cómo son descriptos y puestos en escena. Pequeñas pinceladas sutiles, pequeños guiños, escasos diálogos – los necesarios –, actitudes arriesgadas, valentías secretas; todos girando alrededor de sol de la serie: Luther.
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(1) Compárese, de ser posible, el trato de Luther con Jenny Jones (la adolescente en cuestión) con el trato de Merlí, en la serie homónima, respecto a los adolescentes, que tratáramos tiempo atrás en este lugar.