(Estados unidos, 2019)
Guion, dirección: Ari Aster. Elenco: Jack Reynor, Florence Pugh, Will Pouter. Música: Freeez. Distribuidora: BF Distribution. Duración: 147 minutos.
EL ENEMIGO ESTÁ ACÁ
Cuando era pibe vi por primera vez una de Tarkovsky, ya de más grande y entrando a los 20 una de Bergman. Pasando los 25 varias de Von Trier, y algunas de Aronofsky. A la par mi naturaleza curiosa por directores más clásicos como Cameron, McTiernan, Carpenter o De Palma me permitían yuxtaponer las formas que marcaban (marcan) las distancias entre lo moderno y lo clásico. Era en esos años de formación, noches interminables de película tras película y mucho café, que me veía en medio de una encrucijada sobre la apreciación y la valoración que podía tener del primer grupo al que hice mención. Pasaron los años y ya llegando a los treinta entendí que, sin ir más lejos, las películas de todos estos directores modernosos eran lo “anticine” y ellos, inevitablemente, eran algo peor, mucho peor. Eran el Enemigo.
Al enemigo (como me gusta denominar a esta sarta de chantas “sofisticados”) se lo puede reconocer por lo siguiente: buscan la trascendencia desde la temática, es decir, creen que su cine debe explorar temas “importantes” que solo los intelectuales puedan entender o apreciar aun cuando desde la puesta en escena carecen de forma e ideas. Esos temas son recurrentemente alegóricos, por lo que la visión del mundo de estos directores es absoluta, y no habilitan una libre interpretación del espectador. Es LA visión del director por sobre el cine. Lo anticine menosprecia las herramientas cinematográficas y niega a este arte como entretenimiento. Lo vuelven tediosamente discursivo, solemne, malvado en sus intenciones contra el espectador común. Mucho de eso y tal vez más tiene Midsommar del insufrible Ari Aster, uno nuevo que se suma a la lista. Con todos los síntomas de lo anticine, Midsommar deja en claro que, desde el vamos, este tipo de películas aun encuentra un público. Pero eso es otra historia.
Hace años, Aster nos chantó Hereditary, una porquería ingesta sobre cultos a lo desconocido que ya advertía al espectador sobre el germen cinematográfico de su director. Un film sin forma, bizarro en el peor sentido, solemne y simbolista, apenas disfrutable por el hermoso cabezazo que le da la pibita protagonista a un poste de luz que la deja decapitada en el asiento trasero de un auto. Nada más. Bah, Toni Collette salvaba un poco las papas. Volviendo a lo que nos compete, Midsommar dobla la apuesta: película doblemente zonza, solemne, sin forma, larga hasta el hartazgo, sintomática con los tiempos que corren e inevitablemente inútil.
La cosa va más o menos así: una pareja se interna en una pacífica comunidad en el medio del bosque, alejados de la ciudad y de los traumas que intenta sobrellevar la protagonista. Una vez allí parece que todo va bien, aun cuando los residentes se muestran un tanto extraños. Ella intenta olvidar las viejas cicatrices y él, despreocupado, comienza a seducir a una joven. Paulatinamente los habitantes de la comunidad mostrarán sus hábitos y con ello, la idea de que lo “monstruoso” subyace en lo más profundo de nosotros. Aunque no lo crean, esta es la trama de Aullidos (1981) de Joe Dante, y también la de Midsommar. Tan peligrosamente similares son que Aster parece haber afanado olímpicamente el argumento de aquel clásico ochentoso sobre licantropía. Las distancias están marcadas en el tono arty, con travellings híper simétricos a lo Wes Anderson y sobrecarga de símbolos esotéricos y otrora representaciones del mal que huelen a chamuyo de tartamudo. Eso de cine tiene poco. Tanto Midsommar como Hereditary intentan ser relatos oscuros, perturbadores y sórdidos, como si quisieran emanar una hediondez fatal, tener el tufillo de aquellos relatos de la década del setenta con el auge del cine de terror moderno y las nuevas formas que había adquirido para narrar historias. El olor a colonia Paco deviene fragancia de Chanel n5. Todo muy correctito, muy delicado.
Midsommar además se regodea en un sadismo que nada tiene que envidiar a otros vendehumo como Gaspar Noé. Ese sadismo, que incluye cabezas destrozadas con mazos (¿Qué cazzo le pasa a Aster con las cabezas cercenadas o que estallan contra algún objeto contundente?), gente prendida fuego y lo que es peor, gestos en primer plano que reivindican el goce por salvajadas innecesarias que están más para el shock del espectador impresionable que para la lectura o la reflexión. Azarosa en todo sentido, abyecta hasta los huesos y peligrosamente confusa; hay momentos tan viles que provocan en el espectador la vergüenza instantánea.
Frente a la escena donde un grupo de mujeres hace una ridícula catarsis antes de quemar viva a la pareja de la protagonista (el tipo, por cierto, disfrazado de oso), nos preguntamos si Aster tuvo una infancia difícil o se golpeó la cabeza de chiquito. Ese subrayado alegórico dice: el hombre-bestia debe arder, debe morir. Todo filmado de manera grave, muy seria. En ese momento rogué para que el flaco zafara de la situación y, metido en ese disfraz de oso, agarrase un hacha, y al carajo con la loca protagonista y sus amigos enfermitos. Por desgracia la irresponsabilidad no es el fuerte de esta película. Qué lástima.
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