DECISORES ÚNICOS
Cuando nació mi primer hijo después del parto no pude verlo por 12 horas. Y esto, que a alguno podrá sonarle normal o tolerable, no lo es. Duele a niveles sobrehumanos parir y no ver por tantas horas a quien ha salido de tu cuerpo. Puérpera, destrozada, rota… durante ese tiempo tuve que pelear por alguien que no me devolvían. Y si bien empezaron a mediar explicaciones que aminoraban la angustia y yo sabía que, en algún momento, se abriría esa desgraciada puerta que impedía el reencuentro con mi hijo, la desesperación era tal que yo ya no registraba un gramo de dolor en el cuerpo. Había parido a un chico bastante grande y había perdido mucha sangre en el parto. Podía llorar pero no podía pararme, sin embargo sé que hubiera podido correr hasta neonatología si me lo hubieran pedido.
Esa fue mi pequeña e insignificante China, mi superfluo Berlín de posguerra: yo de un lado, mi bebé recién nacido del otro, y un muro invisible en el medio… Palabras, disculpas y explicaciones sobre otros pacientes bebés hacían aquel muro impenetrable y, mientras pasaba el tiempo, yo solo pensaba que quien había tenido en mi vientre durante nueve meses no había estado en mis brazos más de cuatro minutos. Y que tenía un rostro, un cuerpo, un todo que estaba solo en algún lado y que alguien no me estaba dejando conocer. Porque había alguien que decidía, que tomaba pésimas decisiones, inexplicables e inapelables, injustas e innecesarias.
En mi caso fueron horas, interminables y exacerbadas por el reciente y primerizo posparto, pero solamente horas al fin. ¿Cómo se sigue cuando eso es toda una vida? ¿Cómo se puede, cuando encima eso sucede por la decisión de otro? ¿Cómo, sin convertirse una en un cuerpo colonizado? Porque el tema de poner el cuerpo no es menor en todo esto. Y claro que se puede ser madre de distintas formas, pero al parir hay una especie de tensión entre la mente y el cuerpo parturiento que solo el recién nacido puede subsanar, casi como si éste fuera una extensión corporal de quien acaba de parirlo (sí, esa identificación no la tiene solamente al bebé, señores). Pero, moneda corriente, el cuerpo de las mujeres es territorio invadido. Por múltiples actores y factores. Sobre todo por gobiernos o legisladores, por decisores en general. One Child Nation es un trabajo sobre esa invasión que empieza en territorio femenino pero llega a todos lados: a los niños y a los hombres, a la familia impedida, a los amigos destrozados, a los médicos y enfermeros convertidos de samaritanos en criminales, a los presos injustamente, a tantos hijos privados de ver a sus padres presos injustamente, a los mellizos convertidos en únicos hijos, a los huérfanos inventados… Durante la política del hijo único, así se extendió —como una pandemia— la injusticia disfrazada de horribles personajes por todo China. Y aunque esa injusticia cayó sobre mucha gente, al único cuerpo que afectó fue al de la mujer: era a ella a quien esterilizaban a la fuerza, era a ella a quien menos dejaban nacer, era a ella a quien le arrancaban al bebé que llevaba adentro (aunque no sea solo hijo suyo). Este es un punto importante y que el documental pasa casi completamente por alto, lo que sorprende, sobre todo, porque a esta película la dirigen dos mujeres: Nanfu Wang y Jialing Zhang, ambas chinas de nacimiento, ambas radicadas luego en EE. UU.
Es justo la reciente maternidad de una de ellas lo que las impulsa a volver a China e indagar en cómo se vivió la política del hijo único desde adentro: allí esa fue una medida con la que el gobierno del Partido Comunista buscó ejercer, desde 1979 y hasta 2015, un control en la cantidad de nacimientos para cortar el aumento de la población, que en los ´70 se acercaba a mil millones. En este documental, que dista de ser una gran película pero no de ser un gran trabajo, se abordan las consecuencias menos conocidas (o menos comentadas) de esa política de Estado que tenía un enorme y obsceno aparto de propaganda a su servicio (desde pintadas en las calles, hasta obras de teatro y lecciones escolares hablaban sobre las ventajas de tener un solo hijo o de las penas de tener más de uno). Además, se ahonda en las secuelas que ha dejado: desde miles de bebés abandonados envueltos con papel de diario en la calle y fetos de gestación casi completa tirados a la basura, hasta recién nacidos asesinados y mujeres esterilizadas contra su voluntad. Aquí, Nanfu Wang habla mucho en primera persona ya que algunos de sus familiares debieron “ceder” hijos por incumplir con esa ley. La misma directora cuenta que siempre se sintió avergonzada por tener un hermano y que su madre solía decir que, de haber sido su mujer, él habría terminado en la calle (en zonas rurales, las familias podían tener dos hijos si el primero había sido mujer y siempre que el segundo fuera un varón). De todo eso trata esta película, que consigue describir una situación macabra con lujo de detalles, pero que no logra mucho más que eso: una descripción. De hecho parece forzado, casi como si entregaran un deber y con el agua al cuello, el comentario que las directoras hacen al final sobre el aborto y el derecho de las mujeres a elegir sobre sus cuerpos.
One Child Nation, sin embargo, ofrece testimonios valiosos y pertinentes. Las entrevistas son a gente que vivió esa política desde costados muy distintos: están los traficantes que vendían bebés abandonados a orfanatos estatales (y que terminaron cumpliendo condenas de hasta 10 años de prisión), el oficial que debía llevar mujeres atadas a esterilizar, el fotógrafo que un día azorado descubre cuerpos de bebés entre los paisajes de sus fotos, el periodista que encuentra dos hermanas mellizas separadas y en distintos continentes, esa melliza que quedó en China y finalmente pudo contactar a su hermana por Facebook, y hasta una obstetra que cuenta haber perpetrado aproximadamente 10.000 abortos (algunos con el embarazo llegando a término), esterilizaciones e inducciones de parto (y, luego, asesinatos de recién nacidos). Los entrevistados también incluyen a una pareja estadounidense que adoptó dos niñas chinas y que, tras enterarse de lo que había detrás de las medidas del gobierno de ese país, empezó a investigar el trayecto y el paradero de muchos de los bebés salidos de orfanatos chinos durante los casi 40 años que duró esa política. Con la cantidad de legajos de bebés que tiene esa pareja podrían empapelarse varias paredes. Las mejores y, diría, más significativas o intensas tomas de este documental son, precisamente, de esos papeles. Todos juntos, desplegados en el piso, hacen que una persona se vea pequeña entre ellos.
La mencionada pareja estadounidense, además, posee un banco de ADN donde ha logrado cruzar el de algunos de aquellos bebés con el de sus progenitores biológicos (hay una escena en donde las propias directoras juntan saliva de gente en frasquitos). Esos niños, ya adolescentes o adultos, fueron notificados del hallazgo… Ninguno quiso saber sobre sus padres biológicos. Pocos saben de su abandono forzado, muchos otros prefieren no saberlo.
Hoy en China se permite a las familias tener hasta dos hijos. La tasa de fertilidad del país es una de las más bajas del mundo y para 2050 el 25% de su población tendrá más de 65 años, con las consecuencias económicas y sociales que eso conlleva.
Hoy en China aquella médica-obstetra se dedica a tratar la infertilidad y a ayudar a mucha gente a tener hijos, cobrándoles poco dinero. “Es mi forma de pagar por el mal que he hecho”, sostiene mientras admira y nos muestra decenas de horribles banderines colgando de las paredes de su casa: cada uno de ellos es un regalo de agradecimiento de una familia por un bebé que ella les ha ayudado a concebir y tener.
Hoy en China sigue gobernando la gente que impulsó todo esto, el mismo y único partido político del país.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
(Estados Unidos, 2019)
Dirección: Nanfu Wang, Zhang Lynn. Producción: Christopher Clements, Julie Goldman, Carolyn Hepburn, Christoph Jörg, Nanfu Wang, Jialing Zhang. Duración: 88 minutos.