Judy (Jessie Buckley, dueña de una demoledora sonrisa ladeada) sale con Jake (el genial Jesse Plemons, el carnicero de la serie Fargo) desde hace unas semanas, y cuando lo ve venir su felicidad queda bien a la vista. Sin embargo piensa que pronto va a terminar con la relación, “quizá porque estaba destinado a ser así”. En camino a la granja de los padres de él Judy ve una casa vieja con un columpio nuevo, y eso le molesta. “Volver a casa es terrible”, empieza un poema que ella le recita a él mientras éste maneja. Jake comenta que ve muchas películas, quizás porque son una mentira que permite distanciarse por un rato de la realidad. “El cine es un virus”, remata ella, tal vez parafraseando un famoso hallazgo de William Burroughs en relación con el lenguaje, pero con sentido negativo antes que discursivo. Hablan de una especie de insecto que explota, y concluyen que tal vez todos estemos programados a hacer cosas de las que no somos conscientes. Cuando llegan a la granja Jake le cuenta a Judy que el padre descubrió una vez que unos gusanos se estaban comiendo a los chanchos. La mamá de Jake (una Toni Colette afeada para la ocasión) sufre de unos acúfenos que la vuelven loca, y el padre (un reaparecido David Thewlis) empieza a advertir en él los primeros síntomas de Alzheimer. “No veo la forma de empeorar del todo, para no darme cuenta de nada”, comenta. Mientras tanto Judy recibe mensajes desesperanzados en su celu.
Bienvenidos al mundo de Charlie Kaufman, el hombre que imaginó la pareja de un titiritero perdedor y una veterinaria fea (¡Cameron Díaz!), un guionista llamado Charlie Kaufman que es rechazado por los productores porque quiere escribir un guion “original” –que no sea como ese cine adocenado que se ve todos los días–, gente idiota que concursa en programas de televisión, un dramaturgo que sufre de impotencia, malestar, fobia, eczema y hace caca verde, un tipo a quien Kate Winslet le sonríe, le hace monerías y se le tira lances, y cuando se ponen a conversar él le dice exactamente lo que a ella la enfurece, y un aburrido especialista en atención al cliente que una noche descubre al amor de su vida y a la mañana siguiente la deja porque ella habla con la boca llena. Uno de los mundos más miserabilistas, ombliguistas, farragosos, solipsistas, autoconmiserativos y bajoneantes del cine contemporáneo. Y a pesar de eso mucha gente lo tiene por un genio.
Pienso en el final (un título muy Kaufman), que acaba de estrenarse mundialmente en Netflix, muestra algunos pasos adelante con respecto a la obra previa del autor de Being John Malkovich: de a ratos el guion no esclaviza a la narración y los personajes parecen más cerca de liberarse de esa prisión (Kaufman es el único guionista en actividad y uno de los pocos en la historia del cine a quien legítimamente puede considerarse autor de sus películas, más que los directores que las dirigen); el relato fluye mientras es tan lineal como el recorrido del auto en el que viajan Jake y Judy y la protagonista es (¡al fin!) una mujer. Ah, sí, porque además de todo Kaufman se comportó hasta ahora (aunque en Anomalisa empezaba a mostrarse más indulgente) como uno de los tipos más misóginos del mundo, con esposas serviles y sexies sádicas en Being John Malkovich, una mujer mono en Human Nature, una esposa abandónica y una chica acomplejada en Synecdoche, New York.
Así como la confundida e insegura protagonista de Alice era un trasunto del héroe alleniano (y por lo tanto del propio Woody Allen, otro que hasta determinado punto de su carrera no podía imaginar protagonistas que no fueran sus otros yoes), la Judy de Pienso en el final no deja de ser tan fatalista, rumiante, terminal e incómoda de estar en el mundo como los héroes kaufmanianos, todos alter egos del autor. Con la ventaja de que Jessie Buckley distrae más la vista que el casi menesteroso John Cusack de Being John Malkovich, el cadáver de Tim Robbins en Human Nature, el semicalvo grunge Nicolas Cage de El ladrón de orquídeas, el transpirado Sam Rockwell de Confesiones de una mente peligrosa, el empleado en fuga de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, el torturado Philip Seymour Hoffman de Synecdoche, etc. o el derrumbado especialista en management de Anomalisa. Al menos hasta que sobre el final también le agarra la mala onda.
Como todos los héroes kaufmanianos, Judy también vive dentro de su cabeza, (sus soliloquios tiñen buena parte del relato), pero al menos se da la oportunidad de continuar por un rato la flamante relación con Jake, por más segura que esté de ponerle punto final. Y soporta a los padres de él, lo cual no es cosa fácil. Basada en una novela ajena, la película número ocho escrita por Kaufman y la tercera que escribe y dirige, Pienso en el final no es una película sino varias. Oscila entre la esperanza romántica, el fatalismo miserable, un tramo de empatía con (algunos de) los personajes inédita en su obra previa y un tercio final en el que el autor parece querer jugar a ser David Lynch, con coexistencia de tiempos y mundos alternativos y extrañeza de lo real. Pero en la última parte no parece decidirse entre el cuento de hadas, la visión del mundo como chiquero y la sátira al cuento de hadas previo, con un plano final (el que sirve de soporte a los títulos de crédito) que expresa esa confusión, pasando de la realidad visible a su disolución, para volver al mundo visible. De modo que no se sabe bien qué quiere decir Kaufman con todo esto. Sin embargo ese despelote, que no deja de ser pretencioso ni de coquetear con el mundo autofagocitado de las películas anteriores, puede ser más confuso pero también más sincero que aquéllas, menos forzado, aparatoso y sediento de una “originalidad” de mal guionista, que supone que el sentido de una película reside en su guion, y no en su puesta en escena.
© Horacio Bernades, 2020 | @horaciobernades
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
(Estados Unidos, 2020)
Guion, dirección: Charlie Kaufman, sobre novela de Ian Reid. Duración: 134 minutos. Elenco: Jessie Buckley, Jesse Plemons, Toni Colette, David Thewlis. Duración: 134 minutos.