A Sala Llena

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CRÍTICAS - STREAMING

El sonido del metal (Sound of Metal)

You know that’s the way it always ends

Get sympathy from all your friends

Seems there’s nothing

Nothing else to do

Bite the bullet.

HERIDAS

Sobre las placas de créditos suenan los primeros armónicos. El primer plano de la película muestra a Ruben (Riz Ahmed) sentado en su batería. El espacio donde está no es -todavía- identificable: un fondo negro le confiere a la escena un aura etérea, incluso atemorizante. La transpiración recorre el cuerpo de Ruben, haciendo brillar sus cicatrices: una que parece ser el rastro de un cigarrillo encendido y, por el otro, una multiplicidad de toscos tatuajes. Una de esas marcas tiene dos revólveres y debajo una leyenda: “Please Kill Me” (frase de Richard Hell que es también da título al libro The Uncensored Oral History of Punk). Ruben se concentra en medio de ese huracán de armónicos y escucha con atención; una acción que, cuando la película haya terminado, no podrá realizar nunca más. Un acorde distorsionado corta el aire: Lou (Olivia Cooke), su compañera, se pega al micrófono y aúlla la letra, llena de rabia. Ruben toca su parte y le impone a ese furor un orden, una métrica. Ese parece ser su espíritu: acomodar un poco tanto caos.

Sound of Metal es la primera película de Darius Marder, colaborador habitual de Derek Cianfrance (con quien escribió The Place Beyond the Pines). Su origen está en un proyecto de Ciafrance llamado Metalhead, que iba a estar protagonizado por el dúo Gazelle Amber Valentine y Edgar Livengood, del grupo de sludge metal Jucifer. La trama (totalmente ficcional) contaba la progresiva pérdida de audición de Edgar, a medida que el dúo se movía de un lado al otro en una gira permanente. El proyecto se canceló y lo heredó Marder -con la bendición de Cianfrance-. Cuenta con actores profesionales (los mencionados Ahmed y Cooke) pero el punto de partida es el mismo. Al día de hoy la película está nominada a seis premios Óscar, en una ceremonia que seguramente resultará bastante extraña para un año extraño marcado por el cierre de las salas de cine, el aislamiento, la desesperación, la soledad y, eventualmente, la resignación ante aquello que no se puede recuperar. Posiblemente sea este estado de situación global el que permita explicar el impacto que Sound of Metal provocó en muchos espectadores (y me incluyo).

Al igual que Jucifer, Lou y Ruben forman un dúo de heavy metal (bautizado Backgammon en la ficción). Juntos, recorren Estados Unidos en una van, en éxodo permanente entre una y otra de su enérgicas presentaciones. Hay un punto inmediato de contacto entre esta película y Nomadland (otra de las nominadas este año), pero si la de Chloé Zhao explora la posibilidad de consolidar una comunidad rodante a partir de la exclusión del sistema, Sound of Metal se pregunta qué ocurre cuando alguien se resiste a la pérdida, al quiebre, al abandono en una vida llena de reveses.

Una vez que Ruben le confiesa a Lou que ha perdido la audición, ella lo pone en contacto con el manager del dúo: una conversación por celular en la que Ruben habla sin parar, pero le resulta físicamente imposible escuchar. “Seguramente me dirías que la serenidad es algo que alcanzas cuando dejas de desear un pasado diferente”, espeta Ruben, sin tiempo para frases tranquilizadoras. Lou atestigua la escena, tensa y preocupada. De a poco, la película despliega un fuera de campo acotado pero significativo, que permite comprender qué es lo que mantiene a Ruben y a Lou tan fuertemente unidos. En el caso de Ruben, el abandono de un padre que nunca conoció y un historial de adicciones; en el de Lou, el suicidio de una madre cuyo vacío sólo pudo articular a través de autolesiones. Hay entre los dos una simbiosis, una díada potente y a la vez frágil, entre dos que se salvan mutuamente mientras hacen un esfuerzo monumental por contener sus impulsos autodestructivos.

Lou decide volver con su padre a la vez que obliga a Ruben a recluirse en una comunidad de sordos. Allí, el baterista conoce un mentor: Joe (Paul Raci). Joe comparte con Ruben un pasado de adicciones y puede mostrarle un mundo nuevo, que le permita pensar a su sordera no como carencia sino posibilidad. La estancia de Ruben en la comunidad de sordos ofrece algunas de las escenas más audaces, que alternan entre el punto de escucha de Ruben y el del espectador oyente. El mundo saturado de armónicos de los shows de Backgammon contrastan con el mundo del silencio, que es también una invitación a la interioridad. Un espacio del cual Ruben reniega con todas sus fuerzas, porque la introspección pide también una aceptación. Ya convertido en un miembro destacado de la comunidad, Ruben decide vender todas sus cosas para costearse un implante coclear. La cirugía le deja una larga sutura en la cabeza, otra marca sobre la piel. A su maestro no le queda otra opción que rechazarlo: quien ve en la sordera algo que falta, no puede integrar esa comunidad.

El último acto resulta tristísimo y desgarrador. Una vez activado, Ruben descubre que el implante coclear es apenas un fantasma de su antigua audición: todo a su alrededor chirría y aturde sin posibilidad de distinción, de ordenamiento; un poco como esos armónicos de la primera escena, como ese caos que todavía se podía mensurar. Visita a su suegro y se reencuentra con Lou, que parece estar atravesando un renacimiento artístico y personal en el cual él se siente de más, aislado entre tanto ruido. La última escena entre ellos -una joya de lo no dicho- le pone punto final a la relación. Al día siguiente, Ruben deambula solo y, vencido por las circunstancias, se saca las bobinas de la cabeza. En el silencio total que sobreviene antes del corte a negro que clausura Sound of Metal cabe, todavía, la esperanza de una aceptación; la posibilidad de que Ruben pueda finalmente encontrar algo de serenidad allí, donde ya no existe el ruido.

calificacion_4

 

 

 

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