SUPERHÉROES INFLUENCERS Y LA LIGA DE LA INJUSTICIA
Un poco de historia comiquera: entre 1986 y 1987 se publicó Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons, marcando un antes y un después en el arte secuencial. Sus doce fascículos plantean la siguiente pregunta: ¿qué pasaría si los superhéroes existieran en nuestra cruda realidad? Es decir, ¿cómo reaccionarían los países, la ciudadanía y los mismos superhéroes? ¿Cómo influirían ellos en la historia, las guerras y la economía? Las respuestas abrieron un cráter en el corazón del género superheroico.
En 2019, HBO lanzó una continuación de Watchmen, que replanteó las mismas incógnitas luego de tres décadas. Pero no fue la única serie de ese año que portó la antorcha de Moore y Gibbons. También lo hizo The Boys, de Amazon Prime Video y el showrunner Eric Kripke, aunque basándose en otra fuente impresa: la tira original de Garth Ennis, publicada entre 2006 y 2008. Sin embargo, hay una línea directa que va de Moore a Ennis y de Ennis a Kripke, una misma mirada incisiva y escéptica sobre los superhéroes (como personajes y también como mitos y conceptos).
Pero The Boys, en su versión televisiva, moderniza esta mirada y la ajusta a los tiempos que corren. A partir de 2008, cuando concluye la trama (aunque no la publicación) del comic, se desarrollaron dos fenómenos importantes. Por un lado, el género superheroico, de la mano de Marvel, pasó a dominar lo audiovisual, tanto en la pantalla grande como en la chica. Y por otro lado, los smartphones permitieron la explosión de las redes sociales y la cultura digital. Como veremos más adelante, la serie de Kripke se inscribe explícitamente en este contexto.
En el primer episodio conocemos a nuestro protagonista, el buenazo de Hughie. Una tarde, va caminando y charlando con su novia por las calles de Nueva York cuando, de repente, ella explota en mil pedazos. Resulta que el superhéroe A-Train, un Flash drogodependiente, se la llevó por delante en pleno sprint supersónico. Desde ese momento, Hughie odiará a los superhéroes –o “Sups”, en la jerga de la ficción– y jurará venganza.
En The Boys, los superhéroes son estrellas mediáticas. Y las más brillantes pertenecen al grupo de Los Siete, financiado por la empresa Vought International. A-Train es uno de sus miembros, junto a Queen Maeve, una Mujer Maravilla descreída y desmotivada; The Deep, un Aquaman patético y misógino; el inefable Black Noir; el invisible Translúcido; la joven e idealista Starlight, que eventualmente se alineará con Hughie; y el líder, Homelander, un Superman perverso y egocéntrico. La segunda temporada, estrenada en 2020, introduce a la supremacista blanca Stormfront, la única superpersona que puede competir con –y estar a la altura de– Homelander.
El camino vengativo de Hughie, mientras tanto, lo lleva a sumarse a otro grupo: los Boys del título. Son Marvin Milk, un exmilitar y médico de combate; Frenchie, un experto en armas y explosivos; y el mordaz Butcher a la cabeza. Con el correr de los episodios, se les suma Kimiko, la única de la banda con superpoderes, una silenciosa japonesa de origen incierto.
Érase una vez, los Boys conformaban un equipo especial de la CIA, hasta que una tragedia los disolvió. Vueltos a reunir en la clandestinidad, su misión sigue siendo la misma: investigar y destruir a Los Siete y a la corporación que los hospeda. Butcher y compañía sospechan que el negocio de los superhéroes esconde algo turbio. Y además, hay un encono personal que motiva la pelea: Butcher culpa a Homelander de la muerte de su esposa.
Es evidente que Los Siete son una parodia de los íconos de DC Comics y de la Liga de la Justicia. De hecho, la tira de Ennis arrancó como una publicación de DC, a través de su sello Wildstorm. La relación comercial duraría poco. Según lo explica el mismo autor en una entrevista para el sitio The Beat: “Cuando tenés un comic que –aunque sea superficialmente– se parece demasiado a otros productos de la empresa, y tus personajes hacen cosas realmente espantosas y se comportan de la peor manera, puteando y maldiciendo todo el tiempo, entonces eso se vuelve un problema”. DC Comics, en 2007, dejaría de publicar The Boys, que luego sería rescatado por otra editorial, Dynamite Entertainment.
Pero The Boys también nos transporta al universo de Marvel, que –en los últimos años– se volvió paradigmático. Pensar hoy la temática de los superhéroes en el cine y la televisión es pensar en Marvel. Y no solo como franquicia sino como potencia cultural. Sus películas, series y personajes inundan las redes sociales, se nutren de las conversaciones y teorías de los fanáticos, de anuncios y trailers fabricados para el análisis en línea. Más que obras aislables en la pantalla, son imágenes virales, memes.
The Boys pone el foco en esta condición moderna del género. Aunque lo hace a partir de una crítica ya clásica y poco novedosa: una sociedad que necesita superhéroes es una sociedad disfuncional. La idea del superhéroe o vigilante, de alguien superior al resto, que no debería estar sujeto ni a los gobiernos ni a la voluntad popular, es una idea reaccionaria.
Es la misma critica (al género) que popularizó Watchmen, en los ochenta, junto a The Dark Knight Returns de Frank Miller. Y que reaparece incluso en las películas de Marvel, como las de Capitán América, que reflexionan sobre el uso y abuso del poder (superheroico). Pero The Boys actualiza la crítica. Explora el tema del superhéroe y sus implicancias en un contexto digital, plagado de smartphones e internet.
Homelander se preocupa por los comentarios en las redes y Stormfront es una Instagrammer. Para ellos, que (casi) nada físico puede herirlos, un meme burlón es peor que cualquier supervillano. Stormfront manipula la electricidad, puede volar y resistir un rayo láser al pecho, pero su verdadero poder es diseminar fake news y mover los hilos de la opinión pública.
La relación entre los superhéroes y los medios siempre formó parte del género. Superman, cuando se hace pasar por humano, trabaja en el periódico Daily Planet. Y las aventuras y desventuras de Spiderman suelen ocupar las portadas del tabloide Daily Bugle. Pero estos son apenas guiños a la influencia de los medios. No pretenden ser reflejos directos de nuestra realidad, donde obviamente no hay superhéroes en las tapas de los diarios tradicionales porque (spoiler alert) los superhéroes no existen.
Lo que propone The Boys, en cambio, es un golpe directo a la mandíbula. Homelander, Stormfront y el equipo de marketing de Vought International aprovechan las redes sociales, comparten y producen contenidos, modelan la conversación cultural y se vuelven influencers de la misma manera en la que lo hacen, en nuestras verdaderas redes y pantallas, Marvel y su colectivo de artistas y productores. The Boys pone en tela de juicio no solo el género sino también la maquinaria comercial que lo impulsa.
Obviamente que esta comparación tiene ciertas limitaciones. Por más que Vought International –con su rascacielos tipo Stark Tower, con sus películas y franquicias, con su merchandizing y sus publicidades– nos remita a Marvel y al poderío económico de Disney, sería un poco excesivo sugerir que Disney es tan peligroso para la sociedad como Vought. Sin embargo, el paralelismo es innegable. Ahí está el juego y la ironía de The Boys, en mostrarnos un espejo distorsionado donde figura tanto el género superheroico como la manera en la que lo consumimos y nutrimos a través de nuestro fanatismo: Homelander, sin un público cautivo y sin gente que lo adore, no es nadie.
Más allá de esta lectura intertextual, The Boys nos habla más generalmente sobre nuevos medios y comunidades digitales. Si las proezas de Spiderman necesitaban una cobertura periodística, ahora Stormfront puede simplemente subir su propio selfie video. Es cierto que las últimas películas de Marvel –incluyendo las de Spiderman– abordan lo viral y digital para mostrar cómo los ciudadanos reaccionan ante Los Vengadores o el chasquido de Thanos. Pero no lo enfatizan como The Boys, donde los superhéroes suben o participan en memes cancheros y pegadizos como parte regular de su trabajo.
Este cambio no es menor. Ya los superhéroes no necesitan volverse noticia o atraer la atención de los medios; construyen ellos la agenda desde sus dispositivos. En un mundo en línea, no hay primera plana. Los medios tienen sus home screens, pero los usuarios pueden ignorarlas, ingresando a notas individuales desde Google, Facebook o Twitter. Además, en la pantalla, el contenido está personalizado: por lo que buscan los usuarios y por lo que muestran los algoritmos. Nunca fue tan fácil informarnos sobre lo que queremos e ignorar todo lo demás, resguardándonos en una burbuja informativa y comunitaria, en un nicho. Por eso el boom de los fake news, las teorías conspirativas, el tierraplanismo, etcétera.
Lo cual implica un grave problema para Butcher y Hughie. Como no pueden atacar a Los Siete usando la fuerza física, recurren a lo simbólico, a la comunicación, a la información. Es decir, pretenden revelar la verdad sobre Los Siete y Vought International, y sobre el misterioso componente químico que estaría detrás de la creación de superhéroes. Pero ¿tiene sentido apostar por la verdad en un presente de postverdad? Porque en The Boys nadie maneja la postverdad como Stormfront y el CEO de Vought, Stan Edgar.
La segunda temporada termina con varios cimbronazos que nadie vio venir y que, no obstante, se acomodan perfectamente a la lógica de la serie. The Boys apunta a varios blancos –el género, el concepto de superhéroe, Marvel, el periodismo, las redes sociales, el zeitgeist actual, la política en tiempos de postverdad y un largo y sinuoso etcétera– y emboca cada flecha que dispara. Es una agilidad olímpica que será difícil de mantener y replicar en las temporadas que siguen. Por el momento, la serie mantiene su puntería de oro.