Varias cosas pasaron por mi mente mientras veía La Cumbre Escarlata. Pensé, por ejemplo, en la primera vez que leí Drácula y en la noción tan perturbadora y excitante, sobre todo al final de la adolescencia, del “Tall, dark, handsome stranger”. Esa noción, en mi cabeza de estudiante de secundaria, hizo estrago profundo y fogueó fiebres nocturnas, probablemente más que ninguna otra fantasía. El desconocido misterioso, el forastero, el hombre que se recorta de lo cotidiano, de lo familiar, de lo conocido. Tal vez huyendo de una maldición, tal vez trayendo una con él, sale en sus lúgubres colores del plano paisaje vital circundante y se vuelve una ilusión rutilante de felicidad. Pero, sobre todo, se traduce en la encarnación absoluta de la promesa sexual.
¡Ah, la promesa sexual! Nada más llamativo, más intoxicante e irresistible para una mujer virgen que no sabe que no puede amarse aquello que no se conoce.
El deseo de una mujer virgen le ha dado de comer por centurias a la literatura, tanto a la chatarra como a la más encumbrada y sublime. El varón (como autor) tendía entre la virginidad y la bondad un puente que casi las convertía en sinónimos. El ejercicio del sexo como una puerta hacia la oscuridad, hacia la corrupción, pero también hacia el autoconocimiento. La mujer que no terminaba consumida en el jugo de su deseo, que lo expresaba pero que no quedaba atrapada en él, aquella que no se dejaba fustigar, se volvía una heroína total y absoluta.
Mientras miraba La Cumbre…, desfilaban por mi cabeza lecturas de mi vida. Muchos cuentos de hadas, cuentos de terror, de suspenso, de muerte.
Novelas y novelas consumidas vorazmente, que incendiaban mi imaginación y me prometían que mi femineidad era, sobre todo, una llave a los misterios más profundos con los que lidiamos los seres humanos pero que, a la vez, si no la controlaba, si no la mantenía a rienda corta, podía destruirme, podía volverme loca y dar por tierra con todo lo que hubiere construido, fuera poco o mucho.
Ser Lucy o ser Mina.
En la cinta de Del Toro, de terror gótico victoriano, por supuesto hay una Lucy y una Mina, hay un Johnathan y un Conde Drácula. Pero también hay una Institutriz y una Señorita Jessel, un Felix y una Gertrude; una Jane Eyre. Hay una Cathy, un Heathcliff y una Isabella Linton… Incluso y más out there, hay un Sherlock y un Watson. Algunos personajes transitan varios estados y remiten a diversos de sus antecesores. Otros cumplen un único y plano papel. Pero todos forman parte de esta especie de casa de muñecas narrada por el director mexicano.
Casi, casi está de más decir que visualmente la película es deslumbrante. Portento plástico absoluto que, como suele pasarle a Del Toro, a veces se come el resto del pastel. Pero a él le importa un soberano bledo y se manda, porque es una animal visual por excelencia. En este caso, la belleza hace mella en el terror, pero creo que la intención del tipo a la postre, no era asustarnos verdaderamente, sino más bien ponernos incómodos, enfocarnos en algo más, para poder penetrarnos con el verdadero conflicto. Nos muerde la oreja, mientras nos desflora. Porque el film, en realidad, la va de la violencia, del amor, del horror, la muerte y el sexo.
Todo rojo, todo negro, algunas reminiscencias de aquel Drácula de Coppola, otras de su propia Hellboy: El Ejército Dorado, se articulan para construir metáforas que, como diría Homero, funcionan a varios niveles.
Todo escarlata, todo sanguíneo: la pasión, el himen roto, la menstruación, el parto, el homicidio.
Todo negro: la enfermedad, la oscuridad, el secreto, la locura, la muerte.
Un continente lejano y dos especímenes de estirpe noble, representando una era que se extingue y su voluntad de lucha para seguir relevantes, para aggiornarse, para no quedar enterrados. Pero aun reticentes a dejar de considerar la mezcla de sangre como una aberración.
Y un continente cercano, con su respectiva selección de individuos, que ve a los visitantes como anacronismos, como eslabones remanentes de una cadena de injusticia, opresión y decadencia, y no tiene empacho alguno en echárselos en cara.
Una mujer, enamorada del hombre que categóricamente rechazó su padre, lo abandona todo para irse a vivir a una mansión embrujada. Aunque, por supuesto (no olvidemos a Jane Eyre y su voracidad intelectual) sabe ya de sobra que la embrujada es ella.
Un pretendiente que regresa, buen mozo, afable, perfecto, que se comporta algo “paternal” con el objeto de su afecto y la deja casarse y huir con el hombre del que, como se sabe, eventualmente, la rescatará cuando esté del todo listo para sentar cabeza.
Un exótico extraño, seductor, bello pero con un halo putrefacto, que le dice todo lo que ella ha deseado escuchar. Que entiende que ya sabe que es hermosa, pero que necesita que le digan que es inteligente. Un hombre que intuye su deseo y promete satisfacerlo pero que, por supuesto, esconde el horror bajo la manga.
Y una cuñada, de belleza deslumbrante y soltería inexplicable, que no disimula su naturaleza siniestra y que deja en evidencia con más intención de la necesaria, cada cosa que vamos sospechando de la historia.
Todas cartas echadas que, sumadas a la magnífica dirección de arte y vestuario, arrojan una buena mano. Tal vez un poco recargada, un poco ornamental, pero que terminará por ganar la partida, sobre todo para los amantes del director.
Sólidas interpretaciones de Jessica Chastain y Tom Hiddlestone, ambos perfectos para sus respectivos roles. Y muy interesantes performances de Charlie Hunnam y Mia Wasikowska.
En el final, la inocencia, la virginidad blanca como la nieve le gana por completo a la oscuridad. Y es allí donde me hubiera gustado que Del Toro se jugara por algo un poco más arriesgado. Pero, tal vez por fanático o tal vez por hombre, decidió que el camino era el cuento de hadas absoluto. Y en esos cuentos la princesa siempre se salva, mata a la bruja, redime al ogro y se queda con el príncipe.
Pero no importa, porque si hay algo que nunca pasará de moda son los cuentos de hadas, sobre todo si adentro vienen con fantasmas.
Laura Dariomerlo / @lauradariomerlo