Estoy totalmente parada en la cuarentena, con dos películas en gateras, casi listas para salir al ruedo, Bella y Lejos de casa. La primera de producción mía, totalmente independiente, rodada con iPhone, y la segunda una producción para la que fui contratada y todavía no puedo creer mi buena suerte. Dos proyectos que me inocularon tanto sentido, que todavía me está dando vueltas la cabeza, mientras grito como en la montaña rusa.
Y entonces el mundo se detuvo alrededor mío y no sé qué carajo hacer con tanto envión.
Arranqué todo este asunto con bastante energía, meta lavandina, meta aspiradora, meta Blem. Limpié mi casa más veces en estos días que durante toda mi vida, y estuve haciendo fuerza para que me rodeara un entorno positivo. Bella la casa, ordenada, rica comida bien casera, música, buenas películas. Sin embargo he podido leer y escribir muy poco, me genera muchísima ansiedad. Supongo que, como dice un artículo que leí por ahí, el acto de suspender la realidad con un libro, cuando ya está suspendía afuera, al mirar por la ventana, es algo desconcertante y perturbador. Y yo ya estoy bastante perturbada.
Estoy quieta, en pijama hace cuatro días y sin bañarme. A intervalos de cierta regularidad, todo cae dentro de mí y entro en el duelo de la realidad perdida. El Chuchi, en cambio, mantiene la pila y nos mantiene a los dos. Trabaja desde casa, sale a hacer las compras, cocina, ceba mate, lava la ropa, arregla las paredes, lustra picaportes… Ahora compró un papel, se lo enviaron por correo y va a empapelar el pasillo entero. Anda despeinado, un poco saltarín, con los pelos parados, con una energía y una estampa medio a lo Paulie Gualtieri. Algunos días lo abrazo, y lo beso, y lo aprieto y no lo dejo en paz. Otros estoy tan fóbica que hasta comemos con metro y medio de distancia. Esos días suelen decantar en peloteras infernales. Peleas interminables, a los gritos y por cualquier cosa, que terminan en llantos desesperados, puteadas racistas a los chinos, remembranzas absurdas, resoluciones drásticas y sexo sudoroso y desconectado. Todo parece una especie de desmoronamiento. Y, sin embargo, todavía no decidimos si seguir esperando a que todo pase, o aceptar que esta es la forma en la que viviremos de ahora en más.
Y a mí me angustian las películas.
Hoy me desperté cerca del medio día y me puse a ver el reencuentro de Volver al futuro. Lloré al comienzo, cuando el Doc Brown repitió esa frase electrizante que reza “A donde vamos no necesitamos caminos”, y en el final, con ese musical maravilloso. Y pensé en la primera vez que vi la película, con mi padre, en el cine del pueblo. No sé si alguna vez les conté esto, pero la primera vez que vi una pantalla de cine tenía unos cuatro años y estaba ensayando mis primeros pasos de bailarina, para un recital, en uno de los cineteatros del pueblo. La pantalla se prendió de golpe y apareció una cabeza gigante que, creo, era la de Sean Connery o la de Belmondo. Me asusté tanto que mi vieja tuvo que ir a buscarme. Y eso también me pasó la segunda vez que fui a ver una película. El cine siempre fue como saltar al agua: primero miedo, después anticipación, en el aire emoción y angustia y, una vez en el agua, la libertad y la felicidad más absolutas jamás vividas.
Cuando esto de la cuarentena comenzó, creí que iba a producir una columna tras otra, estando en casa, viendo series y películas, y sin poder trabajar. Pero, cada vez que lo intentaba, comenzaba a llorar, muda, lágrimas ardientes y algo desesperadas. Y, a raíz de eso, terminé por pensar en qué es lo que más me importaba de la realidad que viví hasta marzo: solo pude concluir que quiero hacer películas e ir a ver películas a un cine lleno de gente.
Estoy en terapia tratando de ver por qué no fui madre, si quiero ser madre, la culpa de no tener hijos y su vacío existencial y la mar en coche. Y, saben qué, a la mierda con eso. Lo único que me desespera realmente es no poder hacer películas, no poder escribirlas, dirigirlas, actuarlas. Encontrarlas, verlas… Quiero caminar al sol, pasar por un cine, mirar una cartelera y decidir a qué sala voy a entrar. Esperar tomándome un café, comprándome algún libro y, al fin, sostener las entradas en los dedos para dárselas al acomodador con tanta ansiedad que me tiemblen las piernas. Entrar, pisar alguna vieja mientras paso entre las filas, sentarme en la butaca, comprobar la blandura de la alfombra, esperar a que se apague la luz, agarrarle el brazo al Chuchi, apoyar mi cabeza en su hombro y ser abrumadora, infantil, psicótica, tilinga, celestial y casi extáticamente feliz.
“¡… dame las calles de Manhattan!”, decía Whitman. A mí, dame una sala de cine.
© Laura Dariomerlo, 2020 | @lauradariomerlo
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