Noches de Mataderos
Todo el cine es un poco malo. O mejor dicho, el cine hizo un pacto con el mal desde sus inicios. Como ya sabemos, nació de la oscuridad; y la historia de su crecimiento fue, a fin de cuentas, el desarrollo de distintos métodos para sofisticar el engaño. Nos encanta, claro, y cuanto más nos castiga mejor la pasamos. Pero hay muchos males en el cine, además de su esencia pervertida. Están las malas películas, las películas malas (no, no son lo mismo), las películas malditas, las películas cínicas, las películas desastrosas, las malvadas, las pérfidas, las chotas, las canallas y así hasta el último círculo del infierno.
No son lo mismo Un buen día que Irreversible. Y no tengan dudas de que las dos son malas: una de ellas es torpe, ridícula, inconsciente y luminosa en sus errores; la otra es calculada, pretenciosa, cruel, nociva y banal. A una la amamos, a la otra le deseamos su propio mal.
Cuando me propusieron escribir en esta columna me pregunté cómo de mala tenía que ser la película y si existe realmente una película mala que me encante. No soy muy adepto al bizarrismo. No me interesa mirar de arriba a las películas y hacerles el favor de que me gusten, algo que claramente tampoco necesitan. Si una película está mal narrada me aburre, no me da risa. Un buen día es una excepción porque sus errores son imposibles recrearlos a conciencia y su falta de criterio la convierte en una obra única. Es mala porque falla, pero es un clásico porque lo hace de una manera original. En definitiva, es una película valiosa. Sin embargo, la mayoría de las películas malas que pueden pertenecer a esa categoría en realidad son buenas, pero no valoradas. Y si son malas reconocidas como buenas (como Irreversible o las de Iñárritu), suelo odiarlas, en algunos casos incluso más de lo que se merecen. Pero quería escribir igual y pregunté: “¿Malas cómo, Delorean?” . “Que son malas pero no podés parar de mirarlas”, me dijo De Lorenzo. Y entonces supe qué hacer: todo lo contrario.
Qué mejor para las noches de Mataderos que una buena película de la sangrienta productora Cannon, fábrica de chorizos audiovisuales si las hay. Y Telefé, el 11 o como se llamará a fines de los 80 y principios de los 90 el canal de las pelotas, pasaba todo el tiempo estas sangrías. Una con particular insistencia: Ninja 3: La dominación. Era tan multigenérica que mi mamá me dejaba verla porque era de ninjas y piñas, pero después se ponía de terror y me daba miedo. Mi mamá me cubría los ojos, y cuando pasaba el momento de la posesión, seguía viendo patadas, piñas y bombas de humo. Esto se repetía muchas veces, como un ritual, gracias a la necesidad del canal de pasarla una y otra vez. Por eso, Ninja 3 no es una película mala que no puedo dejar de ver, es una película concebida maldita que nunca podía terminar de ver por completo.
Si será tan malparida esta colada en la fila de la explotación ninja, que viene a cerrar una trilogía que nunca empezó. No existe Ninja 1, tampoco Ninja 2, pero sí La justicia del Ninja y La venganza del Ninja, saga a la que Ninja 3 viene supuestamente a ponerle un estacazo final. La película de Sam Firstenberg no solo innovó en su afán por la numeración, también configuró una suerte de paradigma del exceso: no hay límites a la hora de crear cine de explotación. ¿Las más obvias referencias, homenajes o directamente copias? Flashdance y El exorcista. Esto, combinado con artes marciales, nació claramente de un momento mágico de inspiración, pero en este disparate genérico pueden convivir también Robocop, Terminator, el western y todo un gran tenedor libre. En un inicio crepuscular, un hombre errante se mete en una cueva para transformarse en ninja, y de ahí aparece directo en un club de golf para masacrar a una innumerable cantidad de policías; luego lo acribillan exageradamente a balazos (casi igual que como le tocó sufrir al Murphy de Verhoeven) y pasa al plano espiritual,desde donde se encargará de poseer a Christie, presentada como la Alex de Flashdance.
En esto también es innovadora Ninja 3. La protagonista excluyente es una mujer, que en esta aberración multigénero tiene que interpretar -con dulzura, timidez, agresividad, pavura y sensualidad- a una joven de los ochenta, víctima de una posesión ninja, que, además, te caga a patadas. Esa osadía de sentirse inclasificable (ingobernable también) hacía de Ninja 3 un objeto particularmente temeroso para mí, que tenía como mucho 7 años. Además de los momentos específicos de terror, de alguna maner la veía toda como una película de terror, porque era un monstruo de mil cabezas.
Lo cierto es que nunca pude verla completa. Para la mayoría de los cinéfilos esta es una película de culto de la B, pero mi relación con ella está muy lejos del fetichismo. En su momento, cuando gurrumín, fue una película importante: porque influía en mi fanatismo por el juego marcial (todo lo convertía en estrellita ninja), porque me gustaba mucho la protagonista, porque fue mi primera incursión en el terror, porque me hacía sentir miedo y protegido por mi mamá a la vez. Al revés de la consigna, Ninja 3 no es una película mala que no puedo dejar de mirar, es una película que intuía peligrosa y que, con mi mamá como talismán, decidí disfrutar hasta ahí, sin las partes de la posesión. Es una película maldita que no pude dejar de no ver.
Así la dejé por todo este tiempo y quise escribir esta nota sintiendo todavía ese misterio. Ahora, cuando termine este párrafo y envíe este texto por mail, empezaré a reproducir otra vez a ese nipón errante, adentrándose en las cavernas de la fuerza ninja. Intentaré, también, ver completas las secuencias de la posesión, como no pude lograrlo en esas noches cuando vivía en Mataderos. O no.
© Daniel Alaniz, 2018 | @avientapelucas
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