Miércoles 15 de mayo
Llego a Cannes. Es mi primera vez en el festival y en la ciudad. Llego con todos los prejuicios que uno puede acumular contra los poderosos y los opulentos. Sin embargo, mi primera impresión es de cierta discreción pueblerina. El micro que me trae desde el aeropuerto de Niza me deja en la estación de tren, en el centro de la ciudad pero fuera del corazón del festival. De ahí camino unas diez cuadras hasta el departamento donde me voy a alojar junto a otros cuatro colegas directores y productores.
Dejo la valija y la ansiedad me lleva a salir a caminar, a conocer la famosa Croisette, la costanera donde se concentra la actividad del festival. Ya está cayendo el sol y me sorprende la poca gente que hay en la calle. Todavía no termino de sentir ni ver lo grande que se supone que es Cannes. Hay grandes afiches de algunas películas, mucha seguridad en las calles y accesos, pero no se diferencia mucho de otros festivales en ciudades de juguete, como las llamó alguna vez Marcelo Panozzo. Pienso en Locarno, Karlovy Vary o incluso Venecia, porque el festival no se hace en la ciudad sino en el Lido, la isla que funciona como centro balneario. De los festivales grandes, claramente Toronto y Berlín son muy distintos, porque están en medio de ciudades grandes y cosmopolitas, y su intensidad existe más allá de la presencia o no de un festival. En Cannes, como en esas otras ciudades de juguete, hay algo falso, cierta sensación de decorado. Ni la presencia del mar termina de seducirme. Me acerco al Palais des Festivals y me parece reconocer la música de Los 400 golpes. Efectivamente, la están dando en una pantalla gigante perpendicular a la costa del mar, en una muy buena copia. Sobre la playa, varias filas de reposeras vacías. No más de veinte personas viendo la película.
Jueves 16 de mayo
Me levanto muy temprano y me pongo a trabajar. Mando mails a un par de vendedores internacionales para pedirles reunión por el nuevo proyecto de Celina, El olor del pasto recién cortado. Enseguida me contesta Gabor, un vendedor alemán al que conocí hace unos años. Quedamos a las 10 en su stand del mercado.
Tomo unos mates y salgo rápido. Paso por la oficina de ACID, la sección donde mañana pasan Las Vegas. Me dan una credencial, un bolso con catálogo, postales, programas de mano y otros papeles. Me dicen que tengo que pasar por la oficina de acreditación dentro del mercado para oficializar la credencial.
Me pierdo varias veces, pero termino llegando. Me dan más revistas, más catálogos, otro bolso y más papeles. La cantidad de tinta impresa en papel ilustración carísimo que circula por este festival es obscena.
Ahora sí tomo conciencia de que este festival es enorme. El mercado es inabarcable. Vuelvo a perderme en el laberinto de pasillos, escaleras y llego al de Films Boutique. Gabor es amable y curioso acerca de nuestro proyecto. Es una buena reunión, pero mi inglés está muy frío; me trabo y me cuesta bastante expresar de qué va la película. Pero parece interesado. Quedo en mandarle el guion en inglés en julio.
Salgo del mercado y voy a la zona nombrada como Riviera. Mi próximo destino es el stand argentino. Está un poco alejado del centro más activo del mercado, pero tiene una ubicación envidiable. Está en medio de la playa, con vista directa al mar y a los cruceros que se estacionan frente a la costa. Saludo a los empleados del Incaa y dejo unas postales que anuncian la participación de las películas argentinas en ACID TRIP, la sección en la que participa Las Vegas junto a Sangre blanca y Pequeña historia del planeta verde. Verifico que no están pasando los trailers de nuestras películas en las pantallas dentro del stand ni anuncian en ningún lado que estas películas forman parte de la participación argentina en Cannes. Pienso en reclamar, pero se me van enseguida las ganas.
A las 11:45 voy a ver una película de la Quincena. Es un documental acerca de la lucha de unos trabajadores de una fábrica de autopartes de una ciudad chica de Francia, a los que están echando porque la empresa tiene que achicarse. Tiene buenos momentos, es interesante, pero no es gran cosa. Cuando termina la proyección, los protagonistas de la película, vestidos con su ropa de trabajo, suben al escenario. Es un momento muy emotivo. Todos aplaudimos de pie y muchos lloramos. Pero cuando salgo, me siento víctima de un acto demagógico. Y empiezo a sentir que la película también es un poco demagógica.
A la tarde voy a ver una película de ACID. Es una coproducción entre Holanda y Serbia. Empieza bien, con un tono que recuerda a las comedias agridulces de Aki Kaurismaki, pero termina muy mal, repleta de arbitrariedades y crueldad gratuita. Pienso en el gusto. Hay películas que uno ve y que enseguida sabe que están mal, que tienen muchos problemas. Pero hay otras que no nos gustan nada, pero que sentimos que no son fallidas, que es eso exactamente lo que quisieron hacer. Con esta me pasa eso: no me gusta lo que veo, pero no diría que está mal hecho. Es una cuestión de afinidad estética. O incluso de afinidad moral: cómo muestra las cosas, el punto de vista para plantear las situaciones, qué decide contar y qué elipsar. Me pregunto cómo puede ser que el director haya tomado tantas decisiones equivocadas, cuando en la primera media hora parecía ser una persona sensible y con talento, cómo puede ser que le guste eso que yo veo y que para mí está tan claro que es feo. Pienso en el gusto de Cannes. Pasan los años y siempre me hago la misma pregunta: ¿pudiendo elegir de entre todas las películas del mundo, teniendo tanto poder decisión -porque todos quieren estar en Cannes-, cómo se dan el lujo de elegir tantas películas malas? Tal vez el secreto esté en lo anterior: para ellos no son malas; son las que les gustan a los programadores de las distintas secciones de Cannes. Es cierto que a veces programan por compromisos, por intercambio de favores o por otras cuestiones que no tienen nada que ver con el gusto cinematográfico, pero también es posible que esto sea lo que les gusta.
Viernes 17 de mayo
Día intenso. A las 9:30 voy a un desayuno de trabajo organizado por el INCAA en su stand, entre productores argentinos y productores y funcionarios canadienses.
Está bien organizado, el ambiente es ameno y todos nos presentamos. Todo es perfecto para que podamos hablar de nuestro proyectos y pensar en eventuales coproducciones con Canada. Pero yo no hablo con nadie. Me quedo un rato, como unas croissants y me voy.
Más tarde me encuentro con Santiago Loza, Bárbara Sarasola Day y Mariano Nante para plantear los temas para la mesa redonda que vamos a compartir con la gente de ACID mañana.
Me voy a la oficina de ACID. A las 13hs me encuentro con Pauline, que coordina la sección y Naruna, que oficia como presentadora y traductora al francés. Pauline me da una entrada para la función de esta tarde de la película de Almodovar. Es una gala. Tengo zapatos, un pantalón negro de traje y camisa blanca. Santiago Loza me presta un moño. Me faltaría un saco; el que tengo es uno de cuero, marrón. Me voy a arriesgar e intentarlo.
De ahí me voy a la proyección de Las Vegas. Presento la película. Agradezco a Acid por haberla programado, les cuento que es la primera vez que se da en Francia y hablo de mis lazos fuertes con el cine francés como espectador. Hasta ahí, todo normal y previsible. Pero me envalentono y hablo de la necesidad de seguir pensando acciones y estrategias para que las películas chicas e independientes se sigan viendo en las salas de cine del mundo. Hablo de la necesidad de una red mundial de resistencia para el cine de autor, al que se sumen exhibidores, críticos, cineastas, productores, distribuidores, funcionarios. No debo haber sido muy convincente, porque nadie parece reaccionar mucho a mis palabras. O tal vez sea que a nadie le interesa mucho el tema.
Empieza la película y salgo con Felicitas, la coproductora de la película, que ahora está viviendo en España. Buscamos un lugar para almorzar, pero no encontramos. La sala queda no muy lejos del centro del festival (apenas unas diez cuadras), pero la sensación es que estamos en otra ciudad y que el festival acá no estuviera sucediendo. Hay algo desproporcionado. Estoy con una película en Cannes y de pronto para los demás (e incluso para mí) la película adquiere otra importancia. Estoy contento, porque siento que es un reconocimiento, y también veo a mi alrededor que mucha gente se alegra de que estemos acá. Pero, al mismo tiempo, finalmente se trata solamente de una exhibición en una sala para unas 160 personas en una ciudad pequeña de Francia, con un público dispuesto a verla, muy respetuoso y con ganas de saber sobre el cine argentino. Es solo eso, lo que parece muy poquito comparado a la magnitud de un festival como Cannes, pero al mismo tiempo es un montón, es algo que quiero disfrutar y agradecer.
Es que Cannes genera estas desproporciones y contradicciones. Es un festival enorme y a la vez muy chiquito. Uno tiene la sensación de que muchas cosas están pasando al mismo tiempo y que, por ejemplo, la proyección de mi película, aún estando en el programa oficial, pasa algo desapercibida. Pero al mismo tiempo, todo sucede a lo largo de cuatro cuadras, en muy pocas salas y son pocas las películas que se exhiben. Es grande en concentración de eventos y gente, y pequeño en extensión territorial, lo que hace que una sala a diez cuadras ya se considere como lejos.
A la tarde voy a ver la de Almodóvar. No me dejan entrar. Me señalan el saco marrón de cuero y me sacan de la fila. Le regalo la entrada a un chico que pedía una entrada con un cartelito. Me pone contento su sonrisa de alegría.
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