Peter Jackson nunca resolvió la cuestión de cómo adaptar El Hobbit. La novela de J. R. R. Tolkien es un divertido cuento de aventuras escrito para un público preadolescente. Su secuela, El Señor de los Anillos, redactada en plena Segunda Guerra Mundial, es una epopeya bélica, de más de mil páginas, por momentos truculenta y dantesca. El pecado original del director neozelandés fue filmar primero el segundo libro y, luego, querer realizar la precuela de la misma manera, aunque la fuente literaria no lo justifique.
Tras la publicación de El Señor de los Anillos, el mismo Tolkien amagó con modificar El Hobbit. Entre una novela y otra, algunos lugares habían cambiado de nombre, ciertos personajes habían cobrado más importancia y determinados objetos habían revelado su verdadera naturaleza. Por ejemplo, el Anillo del Poder, la piedra angular del segundo libro, es sólo una joya mágica en el primero, una herramienta que el héroe aprovecha de vez en cuando y que en ningún momento insinúa con ser la clave para dominar la Tierra Media. Lo mismo ocurre con los grandes antagonistas de El Señor de los Anillos, Sauron y Saruman el Blanco, que apenas aparecen (o directamente no figuran) en la precuela. Tolkien pudo ignorarlos porque, sencillamente, ni él ni sus lectores sospechaban el rol que luego cumplirían. Jackson, en cambio, no puede hacer lo mismo, porque ya los mostró en pantalla. El problema es que el Anillo, Sauron y Saruman son relevantes para Tierra Media, pero no para El Hobbit. O lo son, pero retrospectivamente. Las escenas en las que participan son digresiones, y apenas nos recuerdan que lo más importante ocurrirá después, en otros films y otros libros.
Tolkien, al final, no reescribió El Hobbit. Se conformó con apéndices y textos adicionales, de los que se nutrió Jackson. Es posible que el autor inglés haya intuido que arruinaría la estructura de la novela si insertaba esta información, como se encargó de confirmar el neozelandés. Bilbo Baggins, en el libro y en las películas, es un pequeño hobbit que acompaña a una banda de enanos que sueñan con recuperar su antigua fortaleza, capturada por un dragón. En la novela, nunca abandonamos el punto de vista de Bilbo. Leemos lo que él ve, y lo que no vive en carne propia se lo cuentan otros personajes. Los hobbits, conocidos por su conservadurismo, raras veces se aventuran más allá de su comarca. El periplo de Bilbo, entonces, es un verdadero enfrentamiento con lo desconocido, y su relato, un diario de viajes. Por eso es tan importante su mirada. En las películas, sin embargo, Bilbo casi desaparece en un caos de batallas y efectos especiales. Comparte el metraje con elfos, humanos, enanos y magos, que en muchos tramos se convierten en los verdaderos protagonistas, mientras el hobbit del título se pierde en el tumulto. Es que, incluso en el libro, siempre es principalmente un testigo, aunque sus intervenciones sean fundamentales. Las peleas en las que se involucra no son las suyas y el mundo que descubre no lo incluye. Por eso, al quitarle su función como observador ilustre, Jackson nos permite olvidarlo. Una pena, porque Martin Freeman es un Bilbo perfecto.
Ahora bien, una adaptación cinematográfica no tiene por qué serle fiel a su fuente literaria. Siempre está el libro, si queremos disfrutar la experiencia original. Las dudas surgen, eso sí, cuando los cambios introducen grietas en la estructura narrativa del film o cuando, como en este caso, resaltan problemas que ya estaban presentes en el texto original pero que, por escrito, resultaban menos notorios. Al desplazar a Bilbo del eje de la narración, Jackson pretende remplazarlo con un grupo de personajes poco desarrollados. Tolkien los usó como telón de fondo, porque lo que le interesaba era el viaje del protagonista, mientras que en los films, son varios los personajes que compiten con Bilbo por la atención de la cámara. Pero ninguno de ellos puede cargar con el peso de la trilogía: Gandalf es una sombra de lo que será en El Señor de los Anillos; Thorin, el líder de los enanos, es una mezcla de Aragorn y Boromir, un rey que se obsesiona con el tesoro en su montaña y que reitera el tema de la ambición y la codicia que Jackson ya elaboró en las películas anteriores (o posteriores, según la cronología de la ficción); Bard es un héroe de lo más anodino; Kili, el sex symbol de los enanos, y Tauriel, una hermosa elfo, emprenden un romance prohibido e intrascendente; Saruman y Sauron son un puro guiño de lo que serán después; y Bilbo, que ya no es el protagonista exclusivo, se hunde en medio de las olas, como un barco a la deriva.
Por Guido Pellegrini