¿Sabemos acaso del todo quiénes somos? ¿Podemos cambiar? ¿Hay alguna posibilidad de modificar algo en nosotros? Algunas personas dicen que es cuestión de voluntad y, de hecho, hay a quienes les alcanza con eso. Nunca presencié ese prodigio. Generalmente, quienes han cambiado ante mis ojos, e incluso los pocos o muchos cambios que he hecho en mi vida, han requerido de ayuda. Y aun así, a veces no sé cuánto he modificado lo que soy verdaderamente. Siempre me embandero en el hecho de que he mejorado muchas cosas de mí; la terapia, el análisis de lo que soy, mi trabajo y una profunda relación con mi compañero, me han apuntalado. Mi neurosis, desde muy pequeña, se manifestó fuerte y complicada, así que siempre supe que había algo en mí que debía observar, que debía conocer, que debía descifrar. Y he trabajado y seguiré trabajando duro para hacerlo. Conocerme a fondo es el único camino y al respecto, no tengo elección.
¿Pero qué sucede cuando alguien no puede cambiar, o cuando el cambio requerido es mucho más drástico de lo que suponemos? ¿Qué pasa cuando no sabemos ni siquiera que necesitamos ese cambio? El subconsciente suele tomar el control en esos casos y las banderas coloradas afloran a troche y moche por todos lados. Tenemos accidentes, decimos cosas que no queríamos decir, soñamos los sueños más extraños y aterradores, y seguimos pensando que el mundo nos debe algún tipo de favor. Solemos emprenderla contra otros, hasta que, finalmente, la tomamos contra nosotros mismos. Y entonces la cosa se pone verdaderamente complicada y también, por qué no decirlo, más dramática e interesante.
Por estos días, me encontré con una película vieja, que me encanta. Una gran película, de hecho, que siempre atesoro y que vuelvo a ver cada vez que tengo oportunidad. La película, sin falta, me refresca estos dilemas.
Siempre tuve una naturaleza doble. Por un lado, los miedos; por el otro, la voracidad por la libertad. Por un lado, la necesidad de estructura, de disciplina, de orden; por el otro, el salvajismo, la desmesura, la transgresión. Por un lado, la compasión extrema; por el otro, la falta total de empatía. La pulsión imparable por tener un hogar al que volver, y las ganas permanentes de viajar y perderme en el mundo. El súper ego, y la fantasía de no tener identidad. La Santa Virgen y la Hembra.
Si hay algo que sé, es que no es en una de esas dos Lauras en donde encontraré mi verdad. Es en el medio de ellas en donde suelo encontrar la sanidad. Pero, el equilibrio me es siempre extranjero. A veces se amiga un poco y habla mi lengua, pero siempre es una segunda lengua, una lengua aprendida con dificultad.
En El Largo Beso del Adiós, de Renny Harlin, una maestra de pueblo con amnesia llamada Samantha Caine (interpretada magistralmente por Geena Davis) deberá emprender un viaje en busca de su verdad, a partir de que es atacada por un convicto loco, que dice que ella es otra persona. Acompañada por un detective privado que se volverá su compañero de aventura (Samuel Jackson), descubrirá que su pasado esconde un oscuro secreto y una identidad espeluznante. Samantha recuperará la memoria y se volverá así Charlie Baltimore, una espía implacable y una asesina despiadada.
En sus ocho años de amnesia, Samantha había parido una hija a la que amaba profundamente y se había enamorado de un hombre. Llevaba una vida apacible, era querida y respetada en su comunidad. Pero ahora Charlie había vuelto y, además de salvar a su país de un pavoroso ataque terrorista, esta mujer deberá descubrir quién es realidad. ¿Será eso posible?
Su detective y amigo Mitch Henessey parece tener una teoría: Samantha es todo lo que Charlie no podía ser. Durante los ochos años en que Samantha horneó pasteles y crió a su hija, el subconsciente de Charlie se las había apañado para mostrarle que había algo más que ella quería, y que podía dejar de odiarse por lo que era. La película, además de ser una brutal cinta de acción, vuelve a poner en la palestra la multiplicidad de aristas de la naturaleza humana y, muy en especial, la de la mujer.
A veces, parece que necesitamos ser demasiado fuertes para salir al ruedo. Yo, por lo menos, me siento así. Siempre quiero que me cuiden, que me amen y que me respeten. Quiero dar amor, dar cariño, apasionarme y entregarme. Pero, ¿cómo salir al mundo cuando siempre estás con la sensación de que no estás del todo construido para él? Quiero darme, entregarme, brindar felicidad y lo hago, en casa, dentro de mis cuatro paredes. Aquí dentro, soy Samantha, soy blanda, honesta, vulnerable, transparente, infantil, frágil, dulce, abierta por completo. Y eso me trae un océano de felicidad, pero a veces, me hace sentir enferma, indefensa, dependiente y débil. Afuera, con lo nuevo, con lo desconocido, con lo filoso, con lo que puede lastimarme, indefectiblemente, soy Charlie. Y cuando soy Charlie gozo vorazmente, me regodeo en mi fortaleza, pero suelo acarrearme incomodidad, oscuridad o, en el peor de los casos, dolor.
En la película, Charlie asesina muñecos que da miedo y salva a su hija. Mientras enciende un fósforo para volar un edificio entero le pregunta a su retoño: “_ ¿Crees que deberíamos comprar un perro?”
Así de dividida me siento la mayor parte del tiempo.
¿Qué somos, el pasado del que tratamos de recuperarnos o el futuro que queremos? Y en el presente, que es todo lo que tenemos en realidad, ¿cuándo es seguro decidir que hay que darle el largo beso del adiós a eso que hemos deseado, que hemos buscado, perseguido y anhelado, pero que ya no depende de nosotros? ¿Cómo saber si es verdaderamente necesario volar todo en pedazos?
En el final de la película, la chica se decide por una granja, con su hija y su hombre, pero sigue lanzando cuchillos con habilidad letal. Un poco de esto y un poco de aquello. Supongo que lo difícil es decidir qué de esto y qué de aquello.
No lo sé, no sé en dónde está la respuesta, pero nunca dejaré de preguntármelo y, mientras tanto, no voy a pijotear los besos. Ni los largos del adiós, ni los otros.
VUELVAN A VER LA PELÍCULA.