“Cine con mensaje”, sí qué feo. El mensaje parece una suerte de aderezo que nadie pidió pero que igualmente se cuela para arruinar todo. En la temporada de premios nos llueven películas de las que muchos rescatan el “mensaje”, en los casos más intelectualoides: “lo que quiso decir el artista”. Particularicemos. El estreno de 12 Años de Esclavitud trajo algo de polémica (al menos aquí ya que en Estados Unidos el consenso positivo fue sospechosamente amplío) debido a la discusión sobre el catalogo de tormentos, insultos, azotes y más aberraciones explícitas de esta película, la favorita para barrer con los Oscars.
Los pro-porno tortura justifican el embellecimiento de la dramatización de estas acciones por la existencia de un supuesto mensaje; un tema que atraviesa toda la película, aquí, sería: “la esclavitud estuvo mal y mirá lo terrible que era”, la transparencia del personaje de Brad Pitt (en el probablemente deus ex machina más alevoso de la historia) explica la moraleja de la película de Steve McQueen. No es de extrañar, entonces, que una crítica -proclive más a describir que analizar- tome las astas del tema “el realismo de la esclavitud” y deje como residuos a la forma y al sentido enunciativo. El revisionismo histórico es otro de los amparos justificadores, la idea de mostrar lo que realmente sucedió, sin subjetividades porque el espectador es el que debe decidir, nadie debe interferir con la opinión del soberano que paga la entrada, ni con el autor, en el caso de Steve McQueen.
No se trata de plantear sutilezas o un elegante socavamiento temático pero sí, el cine como arte, no puede ser un mero vehículo para decir o para mostrar sino para construir sentidos que dialoguen con el espectador. El cine de McQueen se caracteriza por ser aleccionador, ya en su película anterior, Shame, nos decía que el sexo desenfrenado te llevaba derecho al ataúd. Pensemos en casos positivos, por ejemplo los del estudio Pixar, que no por trabajar con animación esquiva temas profundos (nunca está de más aclarar que la animación, incluso la que está dirigida a un público infantil, puede tener un tratamiento serio) como sucede en los primeros cinco minutos de Up: una síntesis de una vida cargada de placeres y tristezas por igual, sin ningún otro énfasis más que el que permite la retórica cinematográfica, a través del encuadre y el montaje. La comparación entre el cine de McQueen y el estilo que ha revolucionado el cine de animación posmoderno, tiene su base en qué es lo que se puede hacer desde la subjetividad, desde una mirada recortada o, con más simpleza, desde el cómo.
Para retomar esta línea del “mensaje” en las películas, especialmente sobre las que compiten por el tan mentado Oscar, tomemos a Her, lo último del irregular Spike Jonze. Aquí lo que se desprende, como rasgo temático principal, es la idea de la incomunicación actual, la que es moldeada a partir de una fábula futurista sobre la relación entre un escritor de “cartas a mano” y una SO (Sistema Operativo) que evoluciona segundo a segundo, una especie de mujer sin cuerpo que vive en un mundo virtual. La incomunicación (o la mala comunicación) de estos tiempos por culpa de la avanzada digital, las redes sociales y los dispositivos que permiten las conexiones en todo momento y lugar, genera somnolencia -por lo menos- en el 2014. Este postulado planteado en tonos graves y subrayados busca la inmunidad en la iconografía del cine indie: su construcción minimalista (y efectiva, hay que decirlo) de un mundo futurista inexacto, las canciones con voz susurrante, el vestuario de camisas raras de Joaquín Phoenix y los pulóveres de “diseño” de Amy Adams, todo convierte al uso de la tecnología en una relación despersonalizada para encontrar -según la tesis que propone el film- el amor sin importar la conexión física con el otro.
La historia tiene un desenlace premeditado por parte de un narrador omnisciente, que sabe que su hipótesis estaba ratificada de antemano; que el transcurrir de un hombre por el campo del sufrimiento emocional y amoroso era inevitable, que la “conexión” con el SO tenía fecha de vencimiento y que el único final era el de la amistad, con la única amiga de carne y hueso. La trama no es lo que le importa a Jonze, sólo le importa el “mensaje”, la idea de pintar un mundo vacuo en el terreno de las relaciones humanas y que no queda más remedio que hurgar en la intangibilidad para aliviar la angustia. Ni siquiera el diseño de producción se rescata luego de un final tan amargo, anclado en lo sobreentendido. El discurso por sobre cualquier aspecto del lenguaje cinematográfico es lo que prevalece y paradójicamente, a su vez, es lo que entra más por los ojos (tanto en la crítica como en gran parte del público) contra un buen encuadre, un montaje particular. El valor de un film parece estar en la moraleja, que brota en los finales con un “hoy aprendimos que…”