ANTES DEL PERVERSO FIN
Tras llegar a su definitiva etapa autoconciente, no puede haber un concepto del cine como campo unificado, sino elaboraciones parciales, digamos refracciones.
El cine ha llegado a su fin porque ha alcanzado ya décadas atrás todos los fines que se proponía expresar a través de un modo, cuyos elementos formales, estructurales, cuanto expresivos, su tekné y su póiesis han sido explicitados en nuestros libros teóricos.
Sí puede -y es algo afortunado y a celebrar- que haya “notas al pie”, que muchas veces pueden ser más estimulantes que el cuerpo principal de un texto; más en este caso, cuando el “texto” del cine clásico y su relectura crítica por la etapa autoconciente se han vuelto paradójicamente complejos, y hasta por momentos inextricables para la gran mayoría de sus –horresco referens– “consumidores”. Porque se consume al igual que las formas o los modos anteriores del pensar y el poetizar. Claro que éstos –con las excepciones del caso– ya están hace más de un siglo sumidos en indecisionismos académicos, momificados en bibliotecas desiertas, neutralizados en museos y en turismo cultural, y catalogados con una abulia creciente por la mohosa retórica empleada por aquellos que deben o deberían encargarse de su enseñanza o, tan siquiera, de su mera transmisión.
Así que el cine, su concepto, es un “texto” que requiere ahora, en cuanto a su edición, de urgentes y variadas notas al pie más que tratados medulosos; excursos más que “obras extensas-graves”; apéndices épicos más que dilatadas sagas puesto que todo esto ha caído o ha sido arrojado –no sin el concurso conciente o pasivo de muchos de sus interesados– al foso interminable del nihilismo en el que, por lo demás, habita todo aquello que todavía puede denominarse muy tentativamente como “espíritu europeo”, cuyo acmé o meta definitiva ha sido y sigue siendo el propio concepto del cine.
¿Qué hacer? Desde luego sería carente de toda mínima propiedad intelectual, cuanto de ética, hacerse esta pregunta referida no sólo al cine sino al pensar y al poetizar todo. No es rebajarse filosóficamente pensar en lo inmediato, en lo bajo y lo caído, en “el vacío que nos invade”, sumirse siquiera en el desconcierto histórico y cotidiano. Pero asumir que temas -como el fin de una cultura, de un mundo al borde de la extinción por voluntad de derrota, por dejadez, por mera pasividad biológica-, son temas ya no urgentes, sino finalistas; de las causas últimas.
Ciertamente la “pari”, la apuesta pascaliana, debe sin embargo todavía jugarse en el tapete del cine, o de aquello que todavía puede relacionarse con tal cosa, no pensemos ya en el concepto. Porque la autoconciencia es ya cosa terminada –“facta”– aunque no se sepa, ni siquiera se intuya que se vive bajo su reino.
Al decir del joven Hegel: “En la vida es mejor una media zurcida que una rota. Pero no así en el reino de la autoconciencia”. Se es tal, porque sé tal.
Un film como En tierra de santos y de pecadores se propone, ya desde su título, desafiar al clima mental y espiritual en el que somos arrojados y aherrojados a diario y hasta minuto a minuto. Frente al cinematógrafo fabricado con algoritmos por un lado; y, por el otro, a la todavía ilusa pretensión de un “cine-arte” que no ha entendido aún, o más bien simula ignorar el giro griffithiano que lleva siglo y medio de su puesta en marcha, y que por lo tanto no hace otra cosa que regurgitar fragmentos de las artes anteriores sin el menor escrutinio crítico-filosófico, un film como éste aparece como una afortunada anomalía.
Si el mundo y el espíritu europeos han perdido su nomos, la a-nomalía puede ser la paradójica pero aún efectiva herramienta del pensar y el poetizar a ser empleada como respuesta polémica.
Ciertamente se corre el riesgo que la a-nomalía pueda ser “recuperada” o confundida con la “diferencia tecnificada”.
El film de Robert Lorenz se atiene a los dos motivos o fuerzas motrices de la épica: la guerra y el viaje. Como bien se ha caracterizado, esto es así desde Homero y sus dos poemas canónicos. Claro está que no deben tomarse estos modos o motivos sólo en su literalidad nominal. “Guerra” no es tan sólo enfrentamiento bélico entre naciones o entre estados hostiles. Y “viaje” no es meramente recorrido, manía ambulatoria o errancia. Ni aquella siquiera poblada de aventuras y peripecias de todo tipo.
Desde luego, ya ambos poemas hondantes marcan este registro. La Ilíada no trata solamente del enfrentamiento entre aqueos y troyanos, sino también de la cólera –la desmesura: la “jibris”– de su héroe Aquiles.
La Odisea no canta solamente las peripecias de Odiseo (Ulises) durante una aciaga década antes de volver a su Ítaca natal, sino también el conocimiento de las diferentes posibilidades monstruosas –porque “se muestran”– que ponen a prueba al homo viator; así como a su “métis”, al ingenio y astucia para salir airoso de tales prueba… O volver/se lo que ya se es…
De tal modo, en este film la guerra refiere a dos vidas paralelas y que parecen inevitable que se toquen en un punto que es la Historia cuando ésta regresa a su lar originario, el mito. Así la vida de Doireann, fervorosa y algo fanática militante del IRA irlandés, y la de Finbar, sicario a sueldo de un capitoste local, cuyos negocios no se explicitan del todo, pero sabemos que no muy legales, se terminan cruzando cuando ambos, en sus respectivos viajes –fugas en este caso–, se unan en un punto.
Este punto siempre es trágico. Porque aquí ambas partes no tienen razón, sino que tienen “su razón”. Desde Antígona opuesta a Creón, lo trágico es así. Que se busque tacharlo o desfigurarlo mediante el maniqueísmo social-político, o bajo el manto funesto de toda serie de efímeros “causismos”, es otra cosa; si bien ésta “cosidad” parece ocuparlo todo, invadirlo todo.
Y lo trágico se toma su revancha –al igual que su soporte, lo sagrado– mediante su regreso perverso.
La Irlanda de este film es doble, como su propia geografía toda, aunque desde luego mantiene una duplicidad o bipartición impuesta desde afuera. El propio film comienza en el Ulster, en manos británicas, y sigue en la Irlanda unida, y por ende verdadera. Así también son dobles las identidades de ambos protagonistas, su doble uso de la violencia, sus cuestiones privadas…
Pero hay otra doble Irlanda. Ésta real, geográfica, abierta, “natural”, actual, o en todo caso con una diégesis cercana –1974–; y aquella otra que el cine, a través de algunos de sus hijos en el exilio, creó y recreó dentro del Hollywood clásico; en especial esa Dublín espectral, de El delator de John Ford, con el cual –film y director– dialoga este film de Lorenz.
En la obra clásica, la puesta en escena es cerrada, reducida a una escala particular, con exteriores ostensiblemente reconstruidos en estudios, con una diégesis temporal y desplegada en pocas horas, con la opresión asfixiante de neblinas y de cul-de-sacs y estrechos sitios que se traducen en figuras simbólicas de la opresión extranjera, de la ocupación no solo del espacio físico, sino mental.
Gypo Nolan está “ocupado”, pero no sólo como sujeto integrante de una polis oprimida por un invasor. También está ocupado mentalmente, obseso, con la causa personal, el asunto privado –evitar que su amante siga “haciendo la calle” y huir con ella a (esa) América, donde el film The Informer se está desarrollando en esos “momentos” diegéticos y mentales.
Aquí, en el film de Lorenz, esta Irlanda es amplia, espaciosa: los planos generales y las panorámicas parecen regodearse en la mostración de su interminable exterioridad.
Ahora, en este ahora diegético y del cine, la ocupación ya es otra. La ética que llevaba a la defensa de un ideal se ha vuelto caótica, tanto para el ex soldado ahora vuelto profesional de “ejecuciones por encargo”, cuanto de la líder del grupo partisano, que desvía su acción también a una cuestión privada.
Para decirlo en otros términos: sus sistemas abiertos se han vuelto cerrados. Que no es lo mismo que la interioridad puritana; la que apañó primero con coartada teológica para preparar el terreno –el alma o, si queremos, el compuesto mente-espíritu– de la mera individualidad.
Narrar la trama, cerrada en cuanto a particularidad, pero abierta en cuanto a relación con lo demás mediante lo simbólico, sería más que nunca aguar la fiesta del espectador, más que parvo en alimentación en estos tiempos…
La puesta en escena roza la perfección. Todo: actuaciones, música, fotografía, y hasta seguramente el cattering: imaginamos que bien regado de botellas de Jameson.
Nos permitimos señalar el riguroso empleo operativo de los objetos como soportes para su tríada expresiva.
Dos ejemplos: el cartel señalador que indica la entrada al pueblo, y la bala de un revólver puesta en primer plano. Ambos transitan con destreza operativa su pasaje de índice a ícono, y de éste al símbolo.
* ¿No es la Dublín de El delator un símil simétrico a la nave Patna de la novela Lord Jim, de Joseph Conrad? Nave de la cual su protagonista huye en un rapto de cobardía y a la que deja hundir con sus miserables pasajeros a bordo, y que ha sido siempre entendida como una imagen de su Polonia natal, de la que Conrad se culpaba por haber abandonado a su suerte en medio de la opresión rusa
* Kevin, el joven killer que sueña con irse a California, además de operar como doble especular de Finbar ¿no es una metáfora del John Ford aquél, legendario?
Finalmente la imposibilidad de ese viaje de Kevin dará lugar -el pase- a que Finbar, haga su partida.
¿A California y a Hollywood? ¿Están todavía allí, o en esa Irlanda “Bigger than Life” del concepto del cine?
(Irlanda, 2023)
Dirección: Robert Lorenz. Guion: Mark Michael McNally, Terry Loane. Elenco: Liam Neeson, Desmond Eastwood, Kerry Condon, Jack Gleeson, Colm Meaney. Producción: Markus Barmettler, Flavia Biurrun, Kieran Corrigan, Geraldine Hughes, Philip Lee, Terry Loane, Jennifer Ritter, Bonnie Timmermann, Hubert Teint. Duración: 106 minutos.