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DOSSIER

Reflexiones sobre “Twister” de Jan de Bont en su 25 aniversario

TWISTER O EL INOXIDABLE LEGADO DE HAWKS

Una oscura y amenazante formación de nubes cubre un cielo despejado, derrotado por la llegada del crepúsculo. La noche se prepara hambrienta y ansiosa, orquestada por una apocalíptica tormenta de rayos y relámpagos, rodeando una apacible granja en la vastedad campestre de Oklahoma, al sur de los Estados Unidos. En el noticiero de la TV un granjero advierte que una tempestad pasará por su hogar. Junto a su mujer van hacia la habitación de Jo, su hija. La niña duerme, abrazada a un pequeño bufón rojo. Que ese objeto en el que deposita profundo afecto sea un bufón y no un oso de peluche es la clave representativa del relato de aventuras. El fool (bufón, el loco) es un personaje inocente e intrépido que se embarca en el viaje esotérico o iniciático y se asocia con el héroe solitario que alcanza el conocimiento oculto para combatir el mal denominado El camino del héroe.

La familia huye de su hogar hacia un refugio cercano que espera bajo tierra cada vez que la naturaleza ruge y no hay lugar donde esconderse. Llegan sanos y salvos, traban la entrada y encienden una lámpara de queroseno mientras el coloso que les pisaba los talones se posa sobre ellos. Jo logra ver por unas mirillas hacia el exterior  cómo el monstruo come todo lo que encuentra, en un aterrador maremágnum sonoro y visual. El coloso hace convulsionar la puerta del escondite  que resiste como puede cada devastadora ráfaga. No se rinde hasta que esa entrada ceda y pueda llevarse consigo todo lo que hay adentro. La puerta apenas funciona de escudo y es cuestión de tiempo hasta que no quede nada de ella aferrada apenas a las débiles bisagras. El padre aparta a su familia y toma con todas sus fuerzas la manija, mientras las maderas que comprenden la puerta crujen, se separan y astillan con cada zarpazo que la bestia da. Los clavos se arrancan de sus clavaduras, las tablas empiezan a volar por los aires, la lluvia se cuela por cada hueco. La puerta, reducida a un par de tablas temblorosas que de a una va desapareciendo, no resiste más y con ella el padre es succionado hacia el negro abismo mientras Jo observa conmocionada. La niña es atrapada por brazos maternales que la resguardan de ser tragada hacia las fauces de la bestia como su desafortunado padre. Jo es contenida por su aterrada madre y el bufón apretujado con intensidad. El fool en el amor es también quien guía desde el corazón pero jamás por la razón. Jo jamás abandona al bufón porque ese atrezzo colorado y chiquitín es ella misma, lo que late dentro o en lo que se convertirá. El relato Artúrico cuyo Santo Grial es reemplazado acá por el inasible amor. Así como el fool  es de color rojo, todo el relato estará atravesado por este color que alude entre otras cosas la pasión, la acción, la fuerza, el peligro. Características de una película sanguínea y pragmática.

Lo que había pasado por ahí aquella noche de junio de 1969, errante y sin destino, era un tornado, oculto en las penumbras nocturnas. La tormenta no solo arrasó con todo al sur de los Estados Unidos, llevándose trágicamente al patriarca familiar. La guerra de Vietnam había comenzado, Kennedy había sido asesinado apenas unos años atrás y Sharon Tate esperaba su dramática ejecución en 10050 Cielo Drive en Benedict  Canyon al norte de Beverly Hills, Los Ángeles, California.

Estados Unidos ya no era el mismo. La destrucción del sueño Americano había empezado, como la tormenta devastadora que dejó sin padre a la pequeña. La pérdida patriarcal sirve como marco simbólico en cuanto al pensamiento posmoderno y la presencia y pronto liderazgo de la mujer, encasillado por las dos sobrevivientes  (madre e hija) del siniestro desastre. Jo vio cómo el cielo se derrumbaba esa noche, así como su familia, que las representa a todas, se desmoronaba castigada por una fuerza panteísta  incontrolable. Jo, como muchos americanos, no sería la misma después de tantos tormentos físicos y simbólicos. Los sueños se transformaron de la noche a la mañana en incontables y eternas pesadillas.

Pasan los años. Estamos en la actualidad, 1996 para ser precisos. Exactamente 30 años después de que un tornado haya dado sepultura al padre de Jo. Ella ahora es una intrépida mujer de ciencias que estudia estos fenómenos meteorológicos como excusa para una obsesión impulsada por la inagotable culpa que arrastra desde niña. Labura en las rutas campestres, en medio de un grupo de profesionales tan intrépidos y comprometidos como ella, una comunidad leal e inquebrantable. Espera al amor de su vida, que en correspondencia a la teoría freudiana, no es más que la repetición de un abandono, quizás no tan trágico y traumático como la muerte de su padre. Porque Bill, ex esposo que huyó años atrás dejándola (otra vez) desamparada en el amor, está de regreso. Esta vez para que firme los papeles de divorcio; así podrá comenzar una nueva  vida con Melissa, terapeuta con la que se casará pronto y que trajo consigo a las eternas rutas del sur.

Cuando Bill llega a la caravana de vehículos que aguarda paciente cada tornado, es recibido con alegría contagiosa, con cariño de camaradería hawksiana. Porque Twister es ante todo Hawks, en su más abarcativa funcionalidad cinematográfica. Las parejas hawksianas se sacaban chispas por la tradición de la screwball comedy, lugar de donde viene el maestro. Bill y Jo parten de ese catalizador narrativo, que puede ser también el de Hatari! (1962) o  Rio Bravo(1959), en su excursión por la aventura y acción de “evasión” (como era tildado en su momento). El relato hawksiano e vuelve inoxidable: Aliens (1986) y The Abyss (1989) de Cameron, Asalto al precinto 13 (1976) y todo Carpenter, Depredador (1987) y 13 Guerreros (1998) de McTiernan y así ad infinitum.  La elocuencia de sus formas poco estrafalarias y sin rodeos definen por completo una generación de directores que hicieron de la clase B y el relato de acción una inacabable fortaleza cinematográfica, muchas veces vapuleada y recién apreciada con revisiones tardías. Twister, como las obras de acá arriba, exprime todo el jugo a su cine: las parejas que se sacan chispas, las mujeres fuertes, los hombres secos y eficientes, el profesionalismo, la camaradería, los diálogos precisos. Nada se desperdicia y todo se usa (recicla). Los hombres enfrentan dilemas entre el amor y su remarcado profesionalismo o dilemas a secas. Bill por su parte caerá en uno gordo: si entierra o no su pasado y abraza lo nuevo, la rubia o la morocha, la sanguínea o la diplomática, el oficio de locos o el de la comodidad de oficinas.

Jo repara un doppler estropeado por “falta de fondos” mientras ve como ese amor otra vez se le escapa de las manos con ese trámite, esa maldita firma y ese bolígrafo (rojo peligro) en su mano, que retiene el último suspiro amoroso que queda entre ellos, al menos de forma civil. Ella se resiste buscando pretextos absurdos pero efectivos. Oculta su anillo de casamiento superponiendo otro, pero jamás se lo quita. El reencuentro, como todo reencuentro donde hubo pasión y amor desbocado, es tan intenso como incómodo. Las miradas de complicidad son tan profundas y sus deseos tan incontenibles que por momentos Bill parece flaquear en lo más profundo de su corazón. De repente un aviso los pone de nuevo en la ruta y el camino hacia la aventura y la acción comienza a ser trazado, como si las cartas que predicen el futuro y destino hubieran sido tiradas y el fool que tanto protegía Jo de pequeña aquella noche de 1969 marcase el derrotero definitivo hacia lo sagrado. Jo le lanza a Bill una de las miradas de complicidad más genuinas y expresivas de la historia del cine. El plano que la retiene a ella en espera de una respuesta se llena con el grupo a sus espaldas, a diferencia de Bill, quien en su contraplano aparece solo con el campo de fondo. Bill, dubitativo, responde agachando la mirada. Ella cuenta con el apoyo de sus compañeros mientras que Bill está solo en su nuevo camino.

Salen raudos con el entusiasmo de un niño a la entrada de un parque de diversiones. En ese instante  Bill y Melissa ven cómo la caravana va desapareciendo de a poco, dejando detrás los anhelos reprimidos del valiente hombre. Este instantáneamente advierte que Jo jamás concretó la firma restante. En realidad fue su futura nueva esposa la que alertó al embobado científico de tal ausencia, lo que a su vez define el arco dramático de los personajes: Melissa es la antagonista perfecta, la mina que en su oficio se vale por lo especulativo, el divague y la teoría, lo que en ese instante contrapone su razonamiento ante las actitudes sentimentales e irracionales que su futuro esposo dejó irresueltas. Bill es pura tripa, biológico de alma y corazón, ahora dedicado a ser el hombre del pronóstico (weatherman) como nuevo oficio que despierta motivo de burlas por parte de sus compañeros que prefieren salir a la cancha y embarrarse hasta el caracú. Esa vida que deja atrás, en apariencia, es también la contracara del pequeño burgues en que se está convirtiendo, bajo el conformismo más lapidario. Al nuevo Bill ni le gusta que le recuerden su pasado, personaje bautizado como El extremo y al que solo tenemos acceso mediante anécdotas nostálgicas. El Bill del pasado como espejo del Bill actual. Si la puesta nos omite ese pasado es para que nosotros completemos su sentido mediante acciones. Porque Twister ante todo es una película que se vive, se siente, se goza y se sufre directamente. Va al pasado desde su puesta en escena simbólica o sus diálogos, pero jamás lo recrea, jamás lo capta en cámara. Que el inicio suceda en 1969, que a su vez funciona como presente,  y pegue un salto 30 años después mediante un fundido en blanco que representa el viaje inconsciente (en este caso emocional, psicológico), para jamás volver a pisarlo, es reflejo de lo vívida que resulta. Todo se define por la acción de sus personajes,  lo metafísico de su entorno, los juegos especulares.

Melissa es el reflejo reluciente de ese espejo que forma con Jo: viste de impecable blanco, es femenina, flexible y sofisticada, tanto que atiende a sus pacientes desde la comodidad del teléfono celular mientras que Jo luce desalineada, masculina y temeraria. Que la dupla Bill/Melissa tenga como nueva adquisición una camioneta último modelo, además de roja, es motivo para sospechar demasiadas cosas: que esa unión representa un peligro para Jo, que esa camioneta es puro alarde material al que Bill accedió por complacencia de su nuevo estatus social y en definitiva una alarma (de peligro) para no ceder a esa nueva y cómoda forma de vida. La camioneta de lujo es yuxtaposición inmediata con el tipo de vehículos que la caravana comprende: viejos modelos medio destartalados por las batallas contra la naturaleza. Otro juego de espejos: Jo maneja una pickup J10 1982 amarilla en soledad mientras la actual pareja usa una imponente Dodge Ram 1500 último modelo. En ambos casos los colores hacen referencia a lo peligroso (amarillo y rojo).

Bill se une junto a Melissa a la caravana y queda atrapado por la aventura, por volver al ruedo olvidando por completo el papeleo. Tal vez más que olvidarse retrasa el proceso y lo alarga lo más que puede. En la camioneta amarilla que maneja Jo está Dorothy, un dispositivo parecido a un enorme lavarropas creado con el propósito de alertar a la gente de un próximo desastre. El artefacto tiene una imagen de la Dorothy de El mago de Oz, relato medular con el que entabla una conexión simbólica: en el cuento clásico la protagonista es arrastrada por un tornado hacia un mundo de fantasía, alejada de su vida gris y su familia y conformando la iniciación obligatoria hacia el aprendizaje; acá se reemplaza el viaje físico por el psicológico, donde Jo debe enfrentar la adversidad, su culpa, a la vez que buscar revancha contra ese demonio succionador, conocido como el dedo de Dios; el temido F5 para los expertos. Recién ahí podrá hacerse con su paz interior, una vez que ese santo Grial sea conquistado. Bill representa ese Grial, él es lo sagrado, lo divino. No por nada bajo el saco lleva una camisa celeste cielo, porque él está allá arriba, junto a lo puro, lo sagrado. Bill pertenece a los cielos, como un querubín que bajó para flechar a Jo. El problema con ellos es que su amor intenso, de esos que dejan marcas imborrables,  es tan tormentoso como la furiosa naturaleza a la que se enfrentan. Espejo monstruoso, metafísico, incontrolable y como las ruinas que dejan detrás los colosos, la separación es resultado de tanta intensidad impulsiva. Por eso Melissa no pertenece a ese mundo, no se corresponde con Bill.

La caravana tiene su espejo también: el grupo rival, cuyos vehículos negros y relucientes, amén de contar con mayor presupuesto, es liderado por un conocido zopenco que les roba la idea de Dorothy, creando así una carrera por quien llega primero. Según Faretta el diablo copia, jamás crea, no tiene el don creador. El negro de los vehículos no es significación del mal, sino de lo que tal vez no es digno. Lo que se reduce a la charlatanería, a los que quieren fama, guita y reconocimiento. Los caminos diagraman la búsqueda con distintos propósitos.  Las rutas e intersecciones se transforman en un inacabable laberinto. El laberinto personal que Jo debe atravesar para llegar a esa redención anhelada, así como el laberinto que traza Bill para reflexionar sobre el amor que siente por Jo. Cada uno enfrenta su propio laberinto que a su vez es uno solo cuando se unen: el laberinto del lado oscuro del corazón, donde al final de ese eterno entramado, se halla lo sacro. El relato Artúrico, el santo Grial, la derrota definitiva de los demonios  internos. Los tornados más que enemigos, son la prueba definitiva de fe, vertical como todo lo sagrado, que bajan desde los cielos como óbice de lo diáfano. Relato católico/cristiano sobre reconciliación y fe, culpa y redención. Sobre ese templo llamado naturaleza y su ímpetu reemplazando a Dios en la fábula mesiánica.

El día es productivo pero peligroso: vieron y se enfrentaron a tornados que dan fuertes batallas. Pierden la camioneta de Jo y usan en contra de su voluntad la camioneta de Bill. Melissa, por su parte,  soporta como puede los embates impredecibles y mortales. Su presencia es la del colado a la fiesta, el que no pertenece y pone resistencia. No hará falta demasiado para que huya despavorida y ciertamente lo hace. Recordemos lo del relato atravesado por lo católico: Melissa se encuentra junto al grupo mientras Jo y Bill, solos, enfrentan una de estas turbulencias. En medio se pelean, entre reproches y emociones varias. La radio con la que se comunican está encendida y del otro lado Melissa es testigo de la escena. Jo muestra lo obsesionada que está por hacer que Dorothy funcione, pulsión que arrastra la terrible culpa por la muerte de su padre. Bill se lo resalta, bajo la lluvia, empapados, en el medio de una ruta desértica. Tras Jo, unos postes de luz en hilera se erigen como cruces a un costado de la carretera, que son la culpa retenida en su cuerpo y alma. En ese mismo instante Bill expresa impulsivo y en palabras lo que tenía atravesado desde hace tiempo: que no está sola, que lo tiene a él, que siempre lo tuvo. Melissa, escuchando atenta con el corazón roto y el rostro contenido, baja el paraguas que le servía de escudo contra la lluvia. Que la lluvia purgue su cuerpo y si puede, su corazón, como hizo con Bill y Jo, que los purificó.

La noche cae, se hospedan en un motel de un pueblito. Un autocine pasa en una enorme pantalla El resplandor de Kubrick. Más allá de las mórbidas imágenes de la película proyectada, el ambiente luce tranquilo. Bill y Jo cruzan miradas en un estacionamiento. Melissa en su habitación juega con su alianza de compromiso mientras medita sobre su futuro matrimonio. Los meteorólogos notan que algo anda mal en la oscuridad nocturna. Una brisa los pone en alerta, atentos como gatos. De repente la brisa revela relámpagos y los relámpagos una tormenta próxima; y en instantes el terror tras la pantalla, más allá de El resplandor y de cualquier otro film de horror, se manifiesta mientras el público huye despavorido de ese Godzilla que destroza por completo a un desquiciado Jack Nicholson. La imagen de Jack Torrance (Nicholson) hachando la puerta para entrar al baño  y terminar con la vida de su mujer conecta significativamente con ese tornado destruyendo la pantalla para entrar al pueblo: una puesta en abismo inteligente y más compleja de lo que parece ya que  el tornado es un horror mucho mayor y despiadado. Una escena digna una monster movie japonesa. Cuando la pantalla ya es historia, la cara de Nicholson se proyecta fugazmente sobre el cuerpo del tornado logrando una de las escenas más metafísicas y poderosas de todos los tiempos: El “Here’s Johnny” con ojos desorbitados es apoderado por el tornado, usurpando un rostro tan despiadado y asesino como él. El lenguaje cinematográfico es en apariencias sencillo, como todo relato clásico, que pasa inadvertido para el menos atento.

Se ocultan como pueden en cualquier sitio que sirva de refugio. Cuando el monstruo deja atrás el pueblo y todos salen a salvo, Melissa toma la decisión y termina con Bill. Es comprensiva y le dice que ella jamás iba a poder competir con todo esto. Bill la deja atrás y se une a la caravana nuevamente para ir tras el sendero de destrucción que incluye Wakita, hogar de Meg, tía de Jo y mujer que suele ser visitada por el grupo de cazatornados cada vez que sus estómagos están vacíos.

Wakita, en ruinas, luce desolada y perdida. Jo ve en los restos los fantasmas de su trágica familia. Nada en el pueblo parece haber quedado en pie. La casa de la tía Meg no sería la excepción. Luce como si la hubiesen arrojado desde los cielos. Bill, Jo y el grupo logran rescatarla de los escombros. Está herida pero se encuentra bien. Jo se acerca a ella que espera en una camilla. Dusty, uno de los cazatornados y melómano del grupo, las interrumpe y con cautela le da a Jo la noticia: está sucediendo, se avecina un F5. Jo, con lágrimas en los ojos, conmovida por ese monstruo que regresa por ella, solo tiene una opción: enfrentarlo. Esas lágrimas son además descarga de una posible redención, una revancha que esperaba encerrada y latente en lo más profundo de su corazón desde hace 30 años. Solo faltaba un impulso. Meg da con las palabras justas y necesarias. Con Bill encuentran la manera de hacer volar a Dorothy, que es la representación de lo divino aunque incompleto e inconcluso entre ellos porque aún no le enseñaron a volar. Su creación, lo que además los define en su total existencia. El artefacto es esa hija biológica que nunca tuvieron porque como apasionados de su oficio no había demasiado tiempo para concretarlo. Dorothy debe cumplir su función científica, claro, y también divina, para ir a lo alto, a lo sagrado. Una vez que lo haga esa hija metalizada y abarrotada de sensores oficiará de ofrenda para poder comprender y congraciar estas misteriosas formaciones, así como calmar la ira de Dios, filtrada por medio de la naturaleza como  colosales aspiradoras que materializan cualquier bestia bíblica. Por calmar la ira de Dios se entiende lo siguiente: esas columnas iracundas que son la prueba hacia lo sagrado (el amor) perderán su fachada monstruosa a los ojos de Jo una vez que su culpa sea apaciguada. Para Jo son más que fenómenos naturales impulsados por corrientes que se cruzan: son el tormento que se muestra, que sale al exterior con la muerte de su padre y el abandono de Bill. Una vez que se perdone a ella misma, podrá perdonar a Bill y conquistar por fin el santo Grial. Por eso la prueba final se materializa en una apocalíptica tormenta que se retuerce y gira a 500 km/h.

Jo y Bill llevan a Dorothy en la camioneta. Toman todos los caminos habidos y por haber en el laberinto. Escombros y vehículos son lanzados como proyectiles disparados hacia todas partes. Parece no haber escapatoria. Cada obstáculo en el camino puede costarles el final redentor y sus vidas. Pero son pillos, intuitivos hasta la médula. Saben cómo y hacia dónde moverse. Analizan cada movimiento del tornado premeditando su impredecible paso con reticencia. Los rivales hacen lo suyo desentendiendo las advertencias de Bill y Jo por radio. Se acercan demasiado, se confían demasiado en que su destino sea el más digno. Se acercan más y más hasta que una viga de hierro da contra el conductor y lo parte al medio mientras el vehículo se eleva hasta los cielos para ser escupido estrepitosamente, colisionando contra el suelo. El negro de la caravana marcaba el luto de un funeral anunciado. Ellos al parecer no eran dignos de tomar el grial. Jo y Bill ven de lejos y a distancia segura la dramática escena.

La pareja, la unión sagrada,  aguarda su resurrección. Todavía no concretaron nada porque el salto al vacío espera el momento justo. Por eso rompen el esquema del laberinto, bajo sus propias reglas y responsabilidades, al abandonar las rutas y todo acceso posible metiéndose directamente en los campos de una inmensa cosecha. Ese camino, trazado únicamente por ellos, es el camino hacia la prueba definitiva y final. Dan el riesgoso salto al vacío dejando que el vehículo siga su camino hacia las fauces destructoras de la naturaleza. El último objeto/recuerdo de la relación Melissa/Bill era esa camioneta, terminando ese paso en falso una vez que es tragada por la tormenta. Con ella Dorothy vuela. La ciencia queriéndose acercar a Dios: el relato utiliza el razonamiento y la lógica científica como vehículo, pero transportando toda connotación católica, cristiana, como representación individual del sujeto en conflicto con la naturaleza de las circunstancias y los actos. Pero la prueba no termina ahí: Dorothy era el sello definitivo del amor con Bill y su unión trascendente; todavía resta el perdón de Jo para superar su autoflagelo emocional y psicológico.

El tornado avanza hacia ellos. Echan a correr tan rápido que da la impresión que sus muslos arden. Encuentran una granja aparentemente deshabitada. Intentan buscar refugio mientras la monstruosa tormenta arrasa con todo. Un cobertizo pequeño, pronto a extinguirse, parece la salvación: en su interior una cañería baja unos 10 metros, toman unas amarras de cuero y se aferran con todas sus fuerzas. Resisten juntos, como estaba destinado. El tornado los cubre destrozando cada centímetro del refugio y ellos quedan expuestos. Sus pies se elevan por los fuertes vientos, formando una levitación conjunta que acentúa su contacto definitivo con lo sagrado. En medio del caos, en el ojo de la tormenta, Jo observa el interior del colosal monstruo, un túnel que se eleva kilómetros hasta colisionar contra ese techo divino que es el cielo. Jo ve que ese túnel hacia lo sagrado está vacío, que quizás su padre se encuentre al final cuando le llegue el momento, pero que ahora no es su turno. Porque está junto a Bill, porque encontró y conquistó el santo Grial del relato Artúrico. Porque se perdonó al fin y ya no hay por qué temerle a esas tempestades ahora racionalizadas. Ya no son monstruos. El tornado se disipa y los rayos de luz de un sol resplandeciente lo atraviesan, como si una divinidad rompiera con él para traer paz y armonía. Están tirados en el suelo, empapados y sucios, mientras una cañería rota los absuelve de sus flagelos con una lluvia purificadora casi como un renacimiento, una resurrección.  A lo lejos ven una familia salir sana y salva de un refugio subterráneo. El padre carga a una pequeña en sus brazos. Todo en la granja menos la casa fue devastada, resignificando el pasado y curando viejas heridas. Jo cumplió exorcizando sus demonios y sella hacia la eternidad el amor con Bill consumado por un beso que se hizo esperar todo el relato. Ambos fueron dignos de conquistar lo inconquistable, lo incontrolable. Recordemos que después de la tormenta siempre sale el sol, y como toda obra maestra inextinguible Twister es pura iluminación.

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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