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Columnas - PAULO SORIA - Fantástico inoxidable

Fantástico inoxidable | Por qué Brazil es un clásico

La Ciencia Ficción ha sido siempre, entre otras formas de expresión, una clave para hablar de lo que pasa o de lo que pasó. Un canal hacia la metáfora. 

En Argentina, por ejemplo, desde hace casi setenta años, tenemos El Eternauta, escrita por Héctor Germán Oesterheld y dibujada por Francisco Solano López, como obra máxima en este sentido. La serie dirigida por Bruno Stagnaro ha vuelto a afirmar el valor metafórico de esa obra, incluso hablando de nuestro presente, como lo hacía la obra original cuando salió.

Pero, teniendo una tradición fantástica de historietas y literatura (Borges, Bioy Casares, Cortázar, por poner algunos ejemplos), ¿por qué no tenemos una tradición cinematográfica capaz de abordar los momentos más oscuros de nuestra historia?

Los clásicos como Brazil nos permiten pensar en nosotros mismos. Está cumpliendo 40 años, pero su capacidad de penetrar en cualquier lugar del mundo en cualquier época es lo que la convierte justamente en un clásico. 

Imaginemos una Brazil sobre la última dictadura argentina, ¿no sería una manera alucinante de abordarla?

Terry Gilliam imparte con esta película toda esa artillería personal de comedia, surrealismo y tragedia, para articular una distopía sobre estados totalitarios. No apela ni siquiera a medio minuto de solemnidad; todo es absurdo, aventura, ensoñación y belleza encontrada entre el horror.

Sam Lowry, el protagonista, es un hombre común (común para el universo Gilliam, claro), con una vida organizada y oprimida. Su heroísmo se va a basar en atreverse a seguir literalmente sus sueños. Son sueños diurnos en los que se ve convertido en hombre alado salvando a una mujer, que lo guía para enfrentar a la salvaje tecnocracia cuando conoce a Jill, una camionera igual a la mujer de sus sueños. Con ella se va a sumar a una organización considerada terrorista que pretende enfrentar al gobierno totalitario, para liberar a los oprimidos.

Gilliam se mete a su vez con los temas de su época (los años 80), como el consumismo extremo y el intento de perpetuidad de la belleza impuesta. Pero, ¿no son también los temas de esta época? ¿Y de todas las épocas?

La película comienza con un horario muy exacto (8:49 P.M.) y una ubicación: “En algún lugar en el siglo XX”. Ya nos sitúa en una contradicción entre la exactitud burócrata y el absurdo surrealista que vamos a vivir a continuación. Luego, la TV vendiendo, multiplicada porque son varios televisores, una silueta llevando un changuito lleno de regalos y una explosión que termina con todo lo que estamos viendo. Ahí, el logo en neón: BRAZIL. Nos preguntamos, ¿por qué se llamará esta película como el país latinoamericano? Luego vamos a escuchar el leitmotiv del film y supondremos que se trata de eso, de nombrar la historia con la canción que representa la libertad. Dicen que Gilliam quería titularla “1984 y medio”, en un doble homenaje a Orwell y Fellini, pero no se lo permitieron porque se estaba estrenando el film basado en 1984 con ese mismo nombre. Entonces optó por una idea que tuvo de un hombre solitario en medio de un paisaje lleno de cenizas escuchando el tema “Brazil”, de Ary Barroso. Pero también es una película que habla de una dictadura, como las que venían acechando a América Latina, incluida Brasil, desde hacía décadas. Es difícil imaginarlo como una casualidad.

Brazil es un film sobre el poder, concretamente sobre la posibilidad de enfrentar un poder distópico a base de despertar, juntarse con otros y actuar desde el amor. El poder funciona aplastando cabezas, cualquiera que tenga una idea buena o una capacidad sobresaliente para abrir los ojos y empujar a otros a hacerlo, será considerado un enemigo. En todos los ámbitos de poder sucede eso, desde las cúpulas más elitistas hasta los sótanos más berretas. No existen los amigos, solamente los súbditos y adversarios. La historia de Sam Lowry es la de un súbdito que despierta y se transforma en adversario casi sin querer. O sin animarse, porque el poder también da miedo. Esa es su arma más certera, el miedo.

Pero Gilliam no se queda en la tranquilidad de contar una fábula doméstica acerca del poder; apuesta a lo gigante y construye una distopía surrealista para criticar las burocracias dictatoriales. El contenido y la forma son extremadamente universales, genéricas en términos de género, arquetípicas y, en manos de Gilliam, inmensamente metafóricas. Y divertidas. Porque si hay algo que Gilliam logra es descubrir (o mejor dicho, crear) la comedia en medio de una tragedia.

En esto último es donde quisiera detenerme para pensar en lo que Brazil nos propone a creadores y públicos del fin del mundo. Está claro que las diferencias son enormes: Gilliam habla desde el mismo imperio que critica, podría decirse que es más sencillo encontrar la comedia en la tragedia si no se es víctima, sino parte (directa o indirecta) del victimario. Pero démonos el changüí de la fórmula “comedia = tragedia + tiempo” y pensemos por qué no estamos hablando de nuestras propias tragedias ya pasadas en los términos que los géneros fantásticos nos ofrecen. ¿Sigue siendo efectiva la solemnidad del llamado “drama”? ¿Es de nuestra generación ese tono? ¿Cómo nos encontramos desde uno y otro lado de la pantalla con esos abordajes vetustos?

El cine es un arte fundamental para la resistencia de la memoria colectiva, pero para eso necesita actualizarse, porque no se puede hablar de algo siempre de la misma manera. La serie El Eternauta vino a abrir una puerta en ese sentido, porque los géneros fantásticos permiten esa libertad. Esperemos que sea el inicio de una nueva era.

Pero nuestro presente nos enfrenta a nuevos desafíos, el término Cine Argentino es hoy casi un oxímoron y nos vemos arrojados recuperar formas inusuales de producción, y también formas inusuales de visionado. El nuevo contexto nos desafía a creadores y públicos a redoblar la creatividad para seguir pensándonos. 

Eso es precisamente lo que Brazil viene a proponernos, es por eso que persiste en su lugar de clásico. Sigue abriéndonos los ojos, como lo hace Sam Lowry. Su tragedia, la que descubrimos cuando el sueño ideal se revela como un sueño de muerte y no ya diurno, porque ha sido vencido, es un aviso duro pero cierto: el poder es berreta, pero asesino.

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