Cuando El proyecto Blair Witch apareció, en 1999, nos agarró por sorpresa. Todos recordamos la primera vez que la vimos, porque el impacto fue indeleble. Pero esos impactos iniciales fueron para mí dos. El primero en una pantalla chica y el segundo en una grande.
Pablo, el único que tenía reproductor de DVD en la computadora, había conseguido una copia de esa película de la que se hablaba desde hacía rato y que todavía no se estrenaba en Argentina. Era una noche, estimo que de viernes o sábado, y yo estaba agotado. Si era viernes, por la semana. Si era sábado, porque habríamos estado filmando alguna escena de Plaga Zombie 2. Pablo puso la película y empezamos a verla en grupo, con el equipo de Farsa Producciones, como hacíamos todo. Recuerdo el impacto inicial, lo crudo de las imágenes, lo cercana que se sentía, lo familiar del material.
Supongo que sabíamos que se trataba de una ficción, porque no recuerdo que pensáramos que todo era cierto. Más bien creo que habíamos escuchado que toda la historia de que era found footage real la habían creado como marketing. Eso nos encantaba, seguramente más que si nos hubiéramos creído el cuento.
Lo que impactaba, además, era que se veía como algo posible de hacer, y lo sentíamos familiar en ese aspecto. Por aquellos años, el género documental nos parecía un bodrio (no era el género popular que es hoy), y esta película lograba que la gente hablando a cámara, la imagen reventada, los tiempos muertos y todo lo que nos hubiera aburrido en otro contexto, acá nos fascinara.
Recuerdo que el cansancio me fue ganando y me dormí.
Lo siguiente fueron interludios entre cabezazos. Pero interludios pesadillescos. Cada vez que despertaba, algo me perturbaba. Quería seguir viendo, pero al mismo tiempo me dejaba vencer por el sueño porque, lisa y llanamente… tenía miedo.
La película terminó y estaban todos flasheados. Recuerdo la última imagen y los créditos. Yo no entendía nada, pero no quería reconocerlo.
Ni bien se estrenó, me tiré de cabeza. Fuimos con Walter al Showcenter de Haedo. Ahí sí. La vi entera, sin cabecear. Y fue la experiencia de miedo más grande que había vivido hasta ese momento (saco cuentas y creo que sigue siéndolo). Porque no era un terror intelectual, ni estético, ni siquiera eran sustos. Nosotros éramos chicos, pero ya estábamos curtidos en el género, lo veíamos y lo hacíamos, así que no nos afectaban tanto los yeites habituales. Pero esto era algo diferente. La pantalla emanaba miedo. Tanto, que cuando terminó y salimos como lo hacíamos habitualmente por las salidas de emergencia, me arrepentí. Estoy seguro de que Walter también. Porque esas salidas daban a la parte trasera del shopping, a las calles oscuras y silenciosas. No era una noche para salir por ahí. Así que, con nuestros veinte años, nos dimos la mano y encaramos lo desconocido.
Sin haber salido de aquel miedo, ahora pienso que son dos cosas las que hacen de El proyecto Blair Witch un clásico: lo que provoca y con qué recursos lo hace.
Lo que provoca es miedo.
El miedo es una emoción que funciona como base para un género ancestral como lo es el terror. El miedo a lo desconocido, a lo familiar que se torna ajeno, es motor para historias que nos atrapan desde que la humanidad es humanidad. Por eso el género no muere, porque es parte nuestra. Y la película, esa pequeña película hecha simplemente con cámaras y personas en un bosque, es capaz de ir a lo más profundo del género. Es más, va hasta lo más profundo del lenguaje cinematográfico. Porque uno de los pilares del cine es el “fuera de campo”, ese concepto que hace del cine un arte tan particular. Aunque pareciera que estamos viendo historias creadas con imágenes en movimiento, en realidad lo importante es lo que esas imágenes no nos están mostrando. Lo que no se ve es lo que hace del cine un arte; es lo que provoca en la imaginación y no lo que en rigor está plasmado en la pantalla. A veces se señala esa característica como potestad única del terror, pero es de todo el cine, de todos los géneros. Entonces, si el cine es “el arte de no mostrar”, El proyecto Blair Witch es una verdadera obra de arte.
Con qué recursos logra todo eso, es lo que la eleva aún más.
Los recursos son mínimos. Tres actores, una cámara de video, una de 16 mm., carpas, un mapa, un bosque, linternas, ramas, hilos y una casa abandonada en el bosque. Es una película que abre las puertas de lo posible: con muy poco se puede hacer mucho. Y es ahí donde, más allá del marketing, reside su magia. Uno la ve (cualquier espectador) y piensa que es capaz de hacer algo así. La empatía se da no solamente con los personajes, sino también con la producción. Eso es realmente algo bastante inédito, difícil de encontrar. La hace única.
Pero tampoco es que todo reside en el efecto del miedo y la idea de que cualquiera puede hacer una película con pocos recursos. No alcanza con eso para crear un clásico. Y El proyecto Blair Witch viene entonces a señalarlo. ¿Cómo? Creando mitología. Como toda gran obra cinematográfica. El qué y el cómo están articulados para que entremos en una leyenda, para que nos convirtamos en niños como Heather, Michael y Josh, nuestros modernos Hansel y Gretel.
La película nos transporta precisamente a la experiencia infantil del miedo, nos cuenta una leyenda y nos presenta a jóvenes que la investigan, pero de a poco la leyenda se va haciendo real. Las dudas se van difuminando y todo lo que podemos pensar que es un juego macabro de uno de los personajes, va develándose sobrenatural. Entramos en el terreno de lo mitológico. El canal principal es Heather, quien hace un trayecto de inversión, hasta volver a ser una niña indefensa que llora, pide perdón a las mamás y papás de sus amigos y no tiene ya herramientas adultas para salir de esa angustia. El miedo la ha arrollado por completo. Su terror solamente podrá acabar cuando encuentre a su amigo en penitencia, como decían que la bruja dejaba a los niños mientras mataba a sus amigos. Nosotros no vamos a ver nada. La cámara se va a caer y ya no habrá más. Todo lo que pase, estará pasando afuera de la imagen, fuera de campo. La película va a llegar a su fin y empezará una carrera eterna por hacer otras películas que logren emular el terror que ellas, la bruja y su película, nos dieron. Pero ninguna lo lograría, al menos hasta veinticinco años después.
Todo eso lo supe aquella noche de 1999, cuando salimos con Walter del Showcenter, nos dimos la mano y tratamos de escapar de ese horror que nunca vimos, pero jamás nos iba a abandonar.