El debut en el largometraje de Jessica Beshir es un documental construido alrededor del khat, la planta con propiedades alucinógenas que crece en Etiopía y moviliza una parte de la economía del país. El cultivo, la cosecha y la venta de khat producen distintas comunidades que se encuentran fatalmente ligadas a la hoja. La película abre con un momento que se acerca bastante a eso que alguna vez se llamó cine experimental: Beshir filma paisajes y objetos con gran atención pero sin que la figura humana la distraiga de la empresa (las personas que la cámara encuadra aparecen fragmentadas o no entran en el plano). La directora aprovecha el carácter atmosférico de estas escenas para narrar el mito de origen del khat, que parece informado por las mismas brumas que llenan los cuartos filmados. Pero esa niebla no tarda en disiparse y la película hace entrar a campesinos vinculados a la producción de la planta. La directora los introduce de a poco, con voces en off y planos todavía ambiguos que tratan de subsumir lo particular en lo colectivo: no escuchamos o vemos a personas sino a un pueblo.
A medida que avanza el retrato del circuito de comercialización de khat, y conforme los personajes se individualizan, la película pasa de su apuesta experimental del comienzo a un documental “de observación” que sigue a sus entrevistados durante su vida cotidiana. Como suele suceder, la singularidad radical de la región y sus habitantes, a los ojos de Beshir, deja entrever conflictos esenciales. Las historias que la directora encuentra, entonces, son universales: un chico entra en la madurez antes de tiempo para ocupar el puesto laboral de su padre tras la muerte de este; una chica cuenta el desengaño amoroso con un aldeano casado; un padre se aisla de su familia y se aparta de la comunidad por culpa del consumo excesivo de khat. No hay exotismo, a fin de cuentas: hasta en el último rincón del planeta, nos dice Beshir, las personas gozan y sufren las mismas pasiones primordiales.
La directora abandona decididamente la búsqueda estetizante del principio y ahora el mundo se aclara y sus contornos se ven con nitidez. Este esclarecimiento, sin embargo, despoja a la película de la potencia visual del inicio, que a fin de cuentas era lo que la distinguía del resto del documental antropológico y de la reverencia con la que estas películas recogen la palabra ajena. En Faya Dayi hay una suerte de sobreactuación de esa reverencia, como si tratando de no tergiversar ni reducir la realidad de sus entrevistados, la directora cayera en un vicio distinto, pero igualmente desagradable, como la sacralización del “otro”. Se trata, de todas formas, de un peligro frecuente que pocas películas de este tipo alcanzan a sortear (El campo luminoso, de Cristian Pauls, es una de ellas). El tono con el que la directora representa a los campesinos oscila entre lo mítico y la veneración, lo que los sustrae de humanidad y los transforma en criaturas inescrutables, en estampitas de la diversidad. Seguramente esto no escape a la atención de Beshir, o incluso puede ser algo que la directora se proponga. Como sea, el resultado le juega en contra: ese tratamiento termina dándole a la película el aire de un paisaje místico donde habitan seres atemporales, arrancados de la historia y de la cotidianeidad que conlleva cualquier vida. Algunas películas encuentran los medios para emplear el misterio de una cultura como dispositivo productor de potencia cinematográfica (El campo luminoso, de nuevo); en otras, como Faya Dayi, la apuesta por la ambigüedad acaba por desdibujar y esfumar la materialidad del mundo y de las personas que se filma.
(Etiopía, Estados Unidos, Catar, 2021)
Guion, dirección: Jessica Beshir. Elenco: Murano Mibb, Kawa Sherif, Salih Sigirci. Duración: 120 minutos.