Los dos primeros largometrajes de la realizadora cordobesa Inés María Barrionuevo, protagonizadas por sendos opuestos femeninos, dejaban ver un eclecticismo estilístico de su parte. Retrato de dos hermanas que como todas hermanas no se llevaban del todo bien, Atlántida (2014) lucía encuadres cuidadosamente delimitados y marcadas elipsis de secuencia en secuencia. Esa relación, y las de las dos protagonistas por separado, requerían del trabajo del espectador para completar los hiatos. Julia y el zorro (2018) narraba con fotografía brumosa y oscura un momento de la protagonista que se correspondía con la clave lumínica elegida. La rivalidad femenina estaba representada esta vez por una actriz recién enviudada y su hija pequeña, que requería de ella tanto como de su padre. Codirigida junto a María Gabriela Vidal y basada en una novela de esta última, Las motitos reedita la rivalidad entre madre e hija, con el protagonismo más claramente inclinado hacia esta última.
Con una inscripción social que no aparecía en los films anteriores, Las motitos transcurre en un ambiente de clase media/media baja, aquí y ahora en la ciudad de Córdoba. Próxima a cumplir 15 años, Juli (Carla Gusolfino) va al colegio. Aunque por lo visto no tiene mucha libido depositada ahí, ya que ni un solo plano muestra ese área de su vida. Juli tiene una hermana menor, un padre que se fue de casa y una madre (Carolina Godoy) con la que oscila entre las breves muestras de cariño y las puteadas mutuas. Tiene también un novio llamado Lauti (Ignacio Pedrone), que en las primeras escenas tiene un conflicto con la bandita de pibes chorros con los que se juntaba a tomar cerveza y fumar porro, y deja de verlos. O sea que se queda sin nada, y además sin grupo de referencia. Lo único que tiene es a Juli y a un amigo gay, que debe cargar con una madre inválida de 300 kilos de peso y transa de todo un poco. En ese punto, a Juli el test de embarazo le da positivo.
Cargando de golpe una mochila más pesada que 300 kilos, Juli se encuentra más sola que su novio a la hora de enfrentar una circunstancia ante la que no sabe qué hacer. A la madre no piensa contarle nada (están tan peleadas que ésta se niega a organizarle el cumple de 15), a la hermanita menos, el padre aparece apenas en un par de escenas y Lauti daría la impresión de haber recibido la novedad como si Juli le hubiera dicho que le dolía la panza. La propia Juli está como embotada, no reacciona. El mundo que pinta Las motitos es uno en el que entre la policía brava cordobesa y los pibes chorros hay una zona intermedia semiderruida. La madre de Lauti tiene una verdulería con una ventana rota, la madre de Juli no tiene trabajo conocido y el amigo de Lauti parece vivir sentado en la puerta de una casa de ladrillos. El trabajo no abunda para esta gente, y eso explica en buena medida al grupito de pibes chorros.
La única salida parece ser una descarga de goce tan transitoria como puede serlo un porro o un baile. Todos bailan: Juli y su amiga que le da un beso en la boca, su hermana y una amiguita, Lauti y su amigo, su madre y un grupo de amigas. El único que no baila es el padre, por lo que se puede ver tan solo como el resto, pero sin baile. Que la madre baile y fume porro, como lo hace la hija (en el caso de ésta solo el baile, porque no se la ve fumar), parece indicar que ambas están en un mismo plano, y tal vez por eso se peleen como se pelean. De un personaje, el tío de Juli, se dice que le interesa la política, y en una escena se lo ve con una remera que lleva a Evita estampada. Pero no se lo ve haciendo política, por lo cual ésta tampoco aparece como solución a la encerrona.
Por su estado semirruinoso, por la falta de futuro, por la resignación de sus personajes, la Córdoba de Las motitos recuerda a la Fontainhas de Pedro Costa. A diferencia de éste, cuya estética convierte a ese mundo en uno de muertos vivos o fantasmas ambulantes, el estilo adoptado en esta ocasión por Barrionuevo (tal vez la correalizadora María Gabriela Vidal haya tenido que ver con el cambio) es craso, como el de una filmación casera. Protagonizada por una combinación de actores profesionales y amateurs, no se trata de documentalismo sino de una suerte de grado cero de la escritura cinematográfica, de deliberada “falta de estilo”, seguramente en procura de transmitir en forma directa la rusticidad de ese mundo. El peligro que se corre es el de todo intento de copia de lo real: que la película en cuestión no llegue a construir un mundo propio. Es más, que termine resultando tan indiferenciada como lo son sus personajes: los problemas se solucionan de la noche a la mañana, fuera de campo y sin que nada cambie demasiado. Al menos por lo que puede verse. Consecuencia de esta indefinición, resulta imposible dilucidar si los dos planos-secuencia sucesivos del final transmiten una vitalidad hasta entonces ausente, o si por el contrario connotan la misma fuga que antes representaron el porro y el baile.
© Horacio Bernades, 2020 | @horaciobernades
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(Argentina, 2020)
Dirección: Inés María Barrionuevo, Gabriela Vidal. Guion: María Gabriela Vidal, sobre novela propia. Elenco: Carla Gusolfino, Ignacio Pedrone, Carolina Godoy, Miguel Ángel Simmons, Erika Cuello. Fotografía: Marcos Rostagno. Producción: Martín Paolorossi para Gualicho Cine. Duración: 84 minutos.