FRITZ LANG. LAS DOS CARAS DE ENERO
“La intimidad con el modelo exige más atención, pero engendra mayor familiaridad. Cada rasgo va saliendo a su turno y tomando su lugar en la fisonomía que se intenta reproducir, como sucesivamente aparecen las estrellas en una noche clara”.
Saint-Beuve. “Sobre Diderot”.
El período “americano” o más bien hollywoodense de Fritz Lang es uno de los más superficialmente estudiados o analizados. Desde la temprana y ya vetusta leyenda negra anti Hollywood que tomaban a los films de Lang realizados allí como ejemplo de una supuesta decadencia y declive en manos de la sólita satrapía de productores ignaros… y… basta de tonterías.
Como supuesta compensación transatlántica, o más bien cisatlántica, tenemos el volumen profusamente ilustrado y modelo coffee-table de Lotte Eisner, autora también de un socorrido semi clásico del pionerismo crítico, llamado nada menos que “La pantalla diabólica”. Éste tan sólo un surtido de exclamaciones y de vocativos tardo románticos, muy república de Weimar, y llenos de tinieblas hiperbóreas y limitada capacidad de comprensión simbólica. El dedicado a Lang, aparte de su notable edición como disegno es de un valor meramente enciclopédico y decorativo.Frau Eisner, en todo caso, puede ser pasible de elogio por haber ayudado a rescatar alguna copia perdida de estos films del expresionismo y haberla programado en cine clubs; además de haber contribuido a fundar tales ominosos lugares de reunión, proclives a la cháchara de coleccionistas y a intercambios entre los acopiadores de recortes.
Tenemos también el opúsculo de título por demás repetido -incluso para este ciclo porteño-, debido a Peter Bogdanovich, llamado “Fritz Lang en América”. Basado en reportajes y pocas reflexiones. Como en sus otros libros, su autor debe ser alabado sin más por haberse hecho cargo de la limpieza y cura de algunos autores clásicos de Hollywood todavía vivos, y hasta activos por entonces, que habían caído en las manos dudosas de esa pequeña pandilla parisina de improvisados que se proponía nada menos que darle voz a la “ingenuidad” expresiva del cine de Hollywood. Lo que por nuestra parte hemos llamado en “El concepto del cine”, “kasparhauerización”. Lo citamos tal cual de nuestro libro:
“Procedimiento típico de la cultura europea a partir de la modernidad mediante el cual se pretende ser el rétor de lo americano, el guía o dador de palabra a lo supuestamente atávico, inconciente o “primitivo” americano. Este procedimiento es, a su vez, más subrayadamente característico de cierta tendencia de la cultura francesa”.
El reportaje de Bogdanovich se confiaba a las rememoraciones pocos proustianas de Lang; y si bien la modestia nunca fue su fuerte ¿y por qué habría de serlo?, sí la plácida recherche otoñal lo hacía recorrer algunos de sus films con cierto contenido o posado desdén.
Poco tiempo atrás, y gracias a ese Paraíso o Aleph de la imagen universal, llamado YouTube, pudimos ver el film donde William Friedkin entrevista a Lang en su casa y poco tiempo antes de su ida de esta valle de lágrimas cada vez más poblado de doctores Mabuses.
Lang es claro en un concepto. “Para qué hablar de mis films una vez que uno los ha hecho”. Agregamos por nuestra parte. El cine, lo que llamamos “el concepto del cine”, constituye una anomalía compleja y aún poco entendida del “devenir de las artes”; para emplear el bello título de uno de los libros de nuestro maestro Gillo Dorfles.
El porqué, es o debería ser sencillo. El cine más allá de las ya mohosas discusiones sobre si el director es también el autor, cosa sencilla de establecer ahora, conlleva algo mucho más complejo en su hacer. La díada expresión-intuición debida a la Estética de Benedetto Croce, con la cual según este autor se resume todo el hecho artístico, es más que nunca realizada -de facto podría decirse-, en el cine. Esta realización efectiva que el propio Croce y sus seguidores se vieron en figurillas, y mediante doctos y voluminosos volúmenes, para intentar ejemplificar o siquiera explicitar, se da en el cine y su concepto mediante la puesta en escena. Allí todo material preexistente -guion, por ejemplo-, pasa a ser motivo de una operación mediante la cual -al ubicar un simple detalle del decorado, indicar la posición de un actor, pergeñar un toque de luz o de sombras lo que fuere- se da este pasaje de la intuición (¿qué me dice este guion?) a su forma de manifestación sensible, pero de una mímesis completa; tal el caso del cine. A su ex-presión. Su llevar a un “afuera” comprensible y visible para todos (empezando por el propio hacedor) aquello que se ha “sentido”. Llevar lo intuido hacia ese contenido sensible y visible que es la expresión.
Es, o debería ser sencillo de entender también que un plano y su relación con otro, es decir el montaje o edición de un film, y su sentido correspondiente, se prestan más fácilmente a la comprensión que un estilema poético, como una metáfora, o con respecto a una tonalidad, una curva, una melodía.
Pero el tedio más que melancólico que asalta al autor de films cuando debe re-explicarse siquiera un plano de alguno de sus films, y encima terminado, puesto en escena décadas atrás, es más que comprensible. Está. Existe. Es visible. Mensurable. Y en un plano del entender o del intuir, siquiera fenomenológico, es igual para todo espectador contemporáneo o futuro y así en más. Claro que es igual en cuanto a su visión, no en cuanto a su mirada o comprensión. Pero como fuere. Ese primer plano del entender se da en un film como jamás podrá darse en un poema, un relato, un drama o tragedia en su texto. Ni hablar de una composición musical. Posiblemente sí lo fuera una vez en las llamadas, malamente, “artes plásticas”; escultura, pintura y hasta arquitectura. Pero eso era posible cuando el mundo occidental-europeo tenía lo que se ha llamado una “sensibilidad unificada”. Es decir una visión del mundo compartida. En conjunto. De común acuerdo. Además del hecho irrefutable de que la enorme mayoría de tales realizaciones artísticas se encuentran desde hace mucho tiempo sumidas en museos; incluidas las iglesias y catedrales que -ay- son ya extensiones apendiculares de los museos.
El cine es y será otra cosa. Aunque por ello mismo su evaluación crítica no necesariamente se da de consuno a su comprensión teórica. La unidad absoluta de la díada intuición-expresión se da pagando el paradójico viático que consiste en que a la intuición plena-visual, que es pura y absoluta, no se corresponde en paralelo a una comprensión intelectual, ni siquiera mediata. Esta mediación, la teoría, es decir su “theorein”, su contemplación activa, conlleva un movimiento y momento espiritual divorciado de una manera extrema de esa visión-intuición primera.
Y por sucesiva paradoja, la facilidad mediática de tener desde hace unos años a disposición permanente copias de todos o casi todos los films posibles “a la mano”, no ha mejorado, sino que ha empeorado el entendimiento del hecho-cine; porque la pereza mental se da de consuno con la facilidad técnica.
Este prólogo teórico-científico podría ser el siempre necesario momento aperitivo de toda consideración posterior y apetitiva de la postura crítica con respecto al concepto del cine.
2.
Lang, a diferencia de sus pares y contemporáneos de una misma atmósfera o aura anímico-espiritual, la alemana, o más bien austrohúngara (nuestro hombre nació en Viena, como Preminger y Wilder), llegó a Hollywood provisto y cargando en sus espaldas con una fama titánica. Una altura de origen de apelación controlada que no tuvieron ni Sirk, ni Siodmak, ni Preminger, menos aún Wilder que apenas era un guionista de borrosa fama, y menos todavía, Ulmer.
Lang era el hacedor, el “Arbeiter” wagneriano de soberbias germánicas como Metropolis y antes de la propia saga de Los nibelungos. Por otra parte tenía o cargada (porque tener a veces es cargar) con su cotê, digamos audaz, en tratamientos de temas “arriesgados” como M, o en otro sentido La mujer en la luna. Esa condición olímpica que por otro lado el propio Lang no hizo más -y muy torpemente por cierto- que extremar en su presentación en sociedad, jugó muy en su contra.
A diferencia de sus pares idiomáticos y culturales, no entendió casi nada de lo que era Hollywood. Cosa que sí entendieron a la perfección, y de movida, artistas como Douglas Sirk que incluso modificó su nombre; Otto Preminger que supo canalizar su experiencia discipular de la puesta teatral de Max Reinhardt; Billy Wilder que tenía el antecedente y el padrinazgo de Lubitsch (además de una veta cínica en común acuerdo); y ejemplo de todos los ejemplos, Edgar G. Ulmer. Seguramente el más autoconciente de la pléyade austrohúngara.
Lo cual nos lleva necesaria, cuanto inevitablemente a revisar siquiera brevemente su etapa alemana.
El “expresionismo”, como hemos dicho en otro lugar, fue la culminación necesaria y fatal del romanticismo alemán. Y dentro de esta poética e imaginario, la figura matriz originaria que tomara el concepto del cine de aquel movimiento tan particular en su ambigüedad, así como en su condición rica y extraña, fue la del mitologema del doble. El precisamente acuñado por entonces concepto del “döppelganger”. El doble. La sombra y otredad que nos sigue y camina con nosotros.
Esto en cuanto a figura o a motivo anímico espiritual. Y como contenido intelectual o, más fríamente, político, mantenía una segunda duplicidad también traída desde el momento romántico originario. Su relación doble, ambigua, con la modernidad; y dentro de ella subrayadamente con lo técnico-industrial. Con la técnica: esa cosa ominosa que dominó también las preocupaciones de la filosofía desplegada en paralelo con el cine mudo alemán, conocido como “expresionismo”. La misma in-quietud, precisamente, sobre el concepto de la técnica. Motivo de los desvelos contemporáneos de pensadores como Heiddeger, los dos Jünger: Ernst el autor de “El trabajador” (“Arbeiter”), y su hermano Friedrich Georg, que escribiera “Perfección y fracaso de la técnica”. Y antes que todos ellos el Oswald Spengler de “La decadencia de Occidente”.
Un clima, una atmósfera mental que tuvo desde luego también su expresión poética, musical, pictórica, política, y hasta sexual, podría decirse. Pero el intentar siquiera tratar puntualmente cada una de estas manifestaciones nos llevaría muy lejos de lo que intentamos desarrollar aquí.
Se tuvo así, como en sus correlatos poéticos, teatrales, filo-sociológicos una -¡otra más!- doble vertiente expresiva. Una nostálgica y en parte todavía operativa sensación de pertenencia a un mundo épico-legendario. Un mundus de ensoñación y contemplación muchas veces deletérea y hasta viciosa hacia una naturaleza sacralizada. Y como en toda sacralización había también allí su parte divina y su parte demoníaca.
Así Fritz Lang tuvo, como su contemporáneo Murnau, un apéndice anímico-espiritual que lo llevaba a lo épico legendario, pero traducido ya en términos estrictamente fantásticos (Las tres luces); así como una segunda u otra vertiente que incursionaba y de manera muy crítica con un presente que le provocaba un rechazo completo: pero complejo Metropolis. Puesto que este “stimmung”, era traducido y expresado nada menos que a través del medio cinematográfico. La técnica llevada por entonces a su máxima y radical posibilidad de acción. La duplicación mimética de la realidad física.
Es decir, Lang y Murnau estaban padeciendo aquello que transatlánticamente alguien muy semejante a ellos, había padecido unos pocos años atrás. El sureño Griffith. Cuyo ethos originario, su mundus y universo mental y espiritual había sido arrasado por la técnica desplegada en su máxima capacidad de operatividad, la guerra.
Griffith la resolvió, la superó -estrictamente hablando-, mediante una inventio o, mejor dicho, mediante un procedimiento heurístico que sería aquí convertir a la invención en sentido técnico en un recurso en sentido espiritual. En otros términos, insertar la póiesis en la tekné.
Desde luego que a no todos les es dada esta posibilidad paradisíaca, adánica, de ser el primero en crear algo. Pero en Griffith esto se dio con el plus de evitar padecer en paralelo lo que hemos denominado un “signo meduseo”: la temprana paralización de ciertas capacidades y virtualidades de pionero y de primer adelantado; tal el caso de Edwin S. Porter.
Así que doble mérito o doble genio de Griffith: el poder concretar, hacer posible esta superación heurística, y además dejar pasar, sortear el escollo que su inmediato antecesor no pudo evitar; y así se había frenado, ¿asustado? tempranamente y vuelto una víctima del signo meduseo.
Esto no pudo ser resuelto o superado -cosa imposible- del mismo modo por Lang ni por Murnau. Una diferencia: éste último pudo rápidamente alcanzar la comprensión del concepto del cine ya puesto en marcha por Hollywood. Aunque el rumbo, el sendero que hubiera tomado Murnau tras rodar Tabú (quizás un título ominoso a su manera) es imposible de imaginar.
Lang llegó mucho después y ya en el período sonoro y con los grandes estudios puestos en total grado de operatividad. Esto incluía algunos otros factores. El troquelamiento previo para hacer posible el “estado de transparencia”; es decir lo conocido aún como “géneros”. La posición en cierto modo privilegiada -a diferencia de Europa- del actor. El conocido todavía por mi tía Carlota como “star system”. En nuestros términos y no de los de la tía: una parte integrante del recurso a los arquetipos buscados por el concepto de cine. Si toda su creación -su fábula, su puesta en escena- debía someterse a este grado de manifestación arquetípica, era imprescindible también que la actuación participara de este mismo grado de representación arquetípica.
Lang entró a esos estudios, pero no con la actitud -al decir de Hitchcock- de que “esas enormes puertas se abrían como templos para recibirme”; sino con los afanes prestigiosos de un europeo decadente. Y Hollywood posesor ahora y sostenedor de la cultura y del modo austrohúngaro comprendió esa negatividad que traía uno de sus hijos, o ya primos originarios. Fue algo similar a esos parientes pobres que alguna vez fueron cabezas de familia y portadores de los blasones originarios, pero y que ahora al visitar a sus descendientes prósperos y poderosos, buscan torpemente mantener su status e ínfulas anteriores…
Hollywood ciertamente lo educó, lo puso en su lugar. Pero un resto o detritus de su status anterior reapareció cíclicamente en el hacer de Lang y en sus films de ese período.
Esta relación a deux mains marca como un emblema el recorrido del así llamado período americano, o más bien hollywoodense de Fritz Lang.
Para no abundar. Cuando Lang comprende el concepto del cine y sus puntos de repérage, acierta en trasladar su ethos particular. Sintéticamente, la pugna entre un fatum pre-cristiano con la gracia y la libre elección católicas. Cosa ya perfectamente manifiesta en su temprano Las tres luces (1924). Pero claro está que este ethos no podía ya después sumarse ni menos sumirse en las neblinas hiperbóreas, donde tales despliegues tenían que tener como lógico correlato climático un aura a las pinturas más lóbregas de Caspar David Friedrich, o el bajo continuo de un Wagner ya vuelto esa ominosa cualidad siniestra del dodecafonismo vienés.
Sí podía continuar sosteniendo lo mismo, lo traído, lo recibido, lo originario, como mundus anímico-espiritual, pero llevado a las condiciones de posibilidad y de representación universal y hasta planetaria logradas ya para entonces por el concepto del cine y su via regia, los grandes estudios de Hollywood.
Así, a la incomprensión temprana del thriller, tan notorio en films como Furia (1936), llega luego a su asimilación perfecta en Los sobornados (1953) y Mientras duerme Nueva York (1956). A la altisonante cuanto vacua arquitectura espacial insuflada innecesariamente al western como en Western Union (1941) tenemos por el contrario su eficiente intelección y adecuación entre medios y fines como en Rancho Notorious (1952). A la germánica lobreguez formalista de Ministry of Fear (1944), tenemos por el contrario la traslación simbólica de tales derivas obsesivas en una adecuada correlación entre puesta en escena y su figura en el tapiz simbólico de The Woman in the Window (1944) y Scarlett Street (1945); films que, por cierto, forman una variante del mismo plot de base.
También si a Fritz Lang se le reducía el presupuesto y se lo llevaba directamente a la clase B, alcanzaba su cenit como en la todavía desconocida obra maestra absoluta que es House by the River (1950) y, en otro registro diegético, Clash by Night (1952); posiblemente otra de sus obras capitales. Siendo evidente ahora que Lang tiene muchas obras provinciales.
Si se entregaba a las garras contenidistas del mercader de los lugares comunes de Bertold Brecht, apenas alcanzaba a borronear panfletos como Los verdugos también mueren (1943). Aquí, en este tipo de films y de vez en cuando y como para darse el gusto, se permitía alguna que otra sombra sinuosa, una iluminación de un expresionismo ya de museo, o hasta una sugerencia de oblicuidad erótica (*).
A diferencia de Douglas Sirk que en sus tres períodos o modos hollywoodenses -el clase B, el Columbia, y el Universal-, fue sigilosamente desmontando (que no “deconstruyendo”) su teatralidad alemana hasta una meticulosa reconfiguración. Véase por ejemplo cómo puede manejar desde temprano tanto el motivo literario prestigioso (Chéjov en Summer Storm, 1944), como al fait divers de Shockproof (1949); tanto el clima menor de decadencia sofisticada de Slightly French (1949), como la fábula camafeo de Has Anybody Seen y Gal (1952); hasta su culminación con obras epónimas como Palabras al viento (1956) e Imitación de la vida (1959)
Más todavía se comprueba esta diferencia, si vemos en comparación el recorrido anímico espiritual de Edgar G. Ulmer desde El gato negro (1934) a Detour (1945) -que es su propio Scarlett Street-, o en Strange Illusion (1945) -que es su Secret Beyond the Door (1947). Creemos que de esta forma todo se resuelve para su comprensión meridiana.
Aquí me interrumpe nuevamente mi tía Carlota.
“Pero mi querido, estás haciendo muchas comparaciones para hablar de la obra de Fritz Lang ¿Cómo es eso?”
“Mire tía, en la vida, o en lo que convenimos en llamar como tal, las comparaciones son odiosas: en la estética no hay más que comparaciones”.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
*: desde luego que estas oscilaciones también se dan en su etapa alemana. No sólo compuesta de evidentes logros como Las tres luces (1921) o el primer Mabuse (1922), sino que prosigue con una estólida y marmórea reconstrucción seudo legendaria de sus Los nibelungos (1924), o la menos que mediana La mujer en la luna (1929). Si Spione (1928) es seguramente su mejor film alemán y una de las obras maestras totales del cine mudo, decae en la alegoría pretensiosa de Metropolis (1927) y a en alegoría política de M (1931), film resuelto en un didáctico final, gritado e histérico, más allá de sus evidentes logros fotográficos y sonoros. Su segundo Mabuse (El testamento, 1933), es magistral; pero ese film-hiato rodado a continuación en Francia, antes de su ida Hollywood, Liliom (1934), no es precisamente memorable.