“Yo hice lo que pude. Y creo que tan mal no me fue”, sentenció Diego Armando Maradona, “el futbolista más grande de todos los tiempos”, sentencia a continuación Paolo Sorrentino como subtítulo o bajada del cuasi-epigrama de autoelogio de “El Diego” (aunque la arrogancia maradoniana –justificada por evidencias de dominio público, digamos–, ‘es-un-sentimiento’ abstracto tan inapresable como colectivo, por no decir masivo o mundial, e intergeneracional claramente).
Las palabras de Maradona son lo primero que vemos en pantalla, escritas solemnemente sobre negro, no una cita de la Biblia; “El Diego” es el Dios rector de este microcosmos narrativo. El Mesías, finalmente, ha llegado. Pero no era el que esperaba el catolicismo, si bien los ritos se homologan y el milagrero opera con “el toque de Gracia”, la otra “mano de Dios”; estamos en algún tipo de Evangelio según San Paolo, no caben dudas.
Sabemos, por haber visto toda su obra previa, que las pasiones que humedecen la cosmogonía emocional y los procedimientos estéticos que trazan el estilo de un humanista ligeramente cínico como Sorrentino están inscriptas en cierto grotesco tenue, más familiero, que podríamos atribuir a una herencia cristalina de puros genes, o a un más previsible aggiornamento de la era de oro de la commedia all’italiana, aquellos tiempos felices y prósperos, panificadores y fantasiosos –parafraseando el clásico de Luigi Comencini Pan, amor y fantasía, que habrá hecho babear a nuestros padres y abuelos “ítalo-nostálgicos” cuando se estrenó en septiembre de 1954 en Argentina–, de tres extensas décadas de éxitos y exportaciones, comprendidas entre los inicios de los cincuenta hasta los de los ochenta, hilvanadas por un promedio de películas magistrales altísimo de irrupción abrumadoramente frecuente.
Ésta fue la era de bonanza más extensa que ocurrió entre los principales países abocados al desarrollo del arte cinematográfico. Ni el apogeo del western estadounidense duró tanto. Al día de la fecha no ha sido escrito aún un texto o un ensayo (¿un libro sería mucho pedir, descendientes de Guido Aristarco?) que explique con total convencimiento (y poder de convicción) qué demonios pasó en Italia en estas últimas cuatro décadas, que su cine parece estar todavía bajo el embrujo de un sortilegio malévolo de infertilidad fatal. Hay estadísticas y hay hipótesis. Pero pasan las generaciones, terminan los Fellini, los Risi, los Monicelli, las Taviani, nacen los Moretti, envejecen los Moretti, continúan los Bellocchio (incombustible viejo tano sabio) y emergen los Sorrentino, asumiendo una remera puesta con el rostro del autor de Amarcord, al cual en Fue la mano de Dios invoca incluso verbalmente (no sólo estéticamente, como es su marca), cerrando un círculo, o reflejándose especularmente con su maestro, que no maistro; maistro de sus películas no hay otro que él mismo, talentoso y lúdico autodidacta con pulsión nata para la orquestación de imágenes y tiempo. (El debut sexual de Fabietto, el protagonista, con una mujer que lo cuadriplica en edad remite a la prostituta tetona de Amarcord. Y hay otros paralelismos con la obra cumbre de Fellini; por caso, la práctica totalidad de la película).
Decíamos que de aquel manantial de la belle époque (perdón, Francia) del cine italiano, que superaba así su gravísima crisis post-Segunda Guerra Mundial, así como la respuesta a esta crisis –el Neorrealismo–, surgen las principales elecciones formales, (a)morales, éticas y políticas de la filmografía de Sorrentino. Italia, como país fundante de la forma más exitosa de relato del cine mudo, el colosalismo, fue líder industrial del cine europeo en estas ligas hasta que la emuló Estados Unidos por medio de D.W. Griffith (Cabiria, de Giovanni Pastrone, de 1914, es procedida por El nacimiento de una nación, de D.W. Griffith, de 1915).
Como consecuencia de esta mímesis de mercado en la que los estadounidenses siempre triunfan porque son patoteros y triunfalistas, Italia se enfrentará a una meseta interminable de mediocridad apenas mojonada por talentos muy aislados, lejos de la cohesión humorística, satírica y social de la commedia all’italiana, cuyos autores parecieron integrar una troupe masiva, de tan compacta que fue.
Sorrentino practica un cine hipercalórico, que parece condenado desde su mismo apellido, que proviene de Sorrento al igual que las pastas homónimas que fueron creación de descendientes de italianos en Argentina, no de italianos en Italia (hablaremos de la fecundidad gastronómica de la nostalgia en otra oportunidad). Y así como los sorrentinos son más que raviolis, Sorrentino es más que un mero artesano colorista adepto a la mostración de pezones femeninos erectos (por otra parte, un detalle de comportamiento tan italiano que nadie que no sea italiano llega a comprender en profundidad). Es un creador de cine donde la abundancia se expresa en todas las áreas (en los pezones también, sí), desde la gastronómica hasta la fisonómica (¿ya mencionemos los pezones?).
Ya podemos ver que en sus películas siempre hay lugar en el reparto para actores o actrices obesos e incluso obesos mórbidos, un “modelo de plantilla humano” que los medios audiovisuales rechazan habitualmente, por más que la corrección política, que siempre llega tarde, siente a opinar un par de gordos en paneles de la televisión. Los gordos no están incluidos en la filmografía de Sorrentino por una tangente coyuntural de inclusión políticamente correcta; Sorrentino los suma a su fiesta personal, a una algarabía rabiosa y milenaria, dionisíaca, abierta y heterogénea, en la que el DJ es un músico que empalma las canciones más hiperrealistas con melodías populares, donde todos cantan una canción que saben todas y viceversa; el retrato de los grupos sociales pequeños es en Sorrentino un símbolo de la mescolanza figurativa que hay en las familias italianas, al menos las de clase media y baja, que en su cine son estentóreas (estereotipadamente italianas), apasionadas (como la sangre italiana) e imprevisibles (¡como el temperamento italiano!).
Afectado también astralmente por el zodíaco, Sorrentino es probablemente un digno hijo de Géminis, un signo distinguido por “el uso del intelecto y la comunicación”, pero cimentado en profundidad por cierto doblez de personalidad que “suele atribuirse a la hipocresía”. Sorrentino en “Fue la mano de Dios” no solamente se entrega a la devoción ciega a su ídolo pagano, Maradona (aunque los feligreses de la Iglesia Maradoniana fundada en Rosario quizás no acuerden con lo de ‘pagano’). También infunde una mirada de lo que probablemente sea una manifestación de una sospecha laica sobre su ídolo máximo. Es decir, Sorrentino construye todo un relato autobiográfico de iniciación a la par de los milagros de la mano izquierda de “El Diego”, el ídolo que le devolvió la alegría y la dignidad al vapuleado pueblo napolitano. Pero sobre el final añade una cuota de desaliento ante una realidad que no puede ser calmada en su dolor ni por el milagrero jugador de fútbol, su Dios. Hay duda, pero no hay traición al ídolo en esa actitud dubitativa, sino resignación palmaria ante la realidad. El único gesto de realidad que se cuela en el relato, que es una estampida de nostalgia imparable y gozable.
Sorrentino se adentra en territorio mítico, no fantástico, puesto que lo sagrado aquí irrumpe por el canal de la religión católica y sus mitos devocionales. ¿Por qué no entroncar Fue la mano de Dios con Marcelino, pan y vino (1955), de Ladislao Vajda? Un Cristo que le habla al protagonista desde un apropiado fuera de campo no es lo mismo, por ejemplo, que una mano mordiendo un culo para producir un fenómeno mágico de espontánea fecundidad (esta escena de Fue la mano de Dios remite directamente a Benedetta de Paul Verhoeven); pero ambos títulos, sí, operan sobre la consciencia colectiva que propulsan las religiones.
También, párrafo aparte, esos pechos peninsulares sin corpiño y con sus pezones en tensión gravitatoria, a punto de eyectar, protagonistas de reparto de una secuencia primeriza que inyecta el tono general de lo sacro en conflicto con lo real que gobernará la película. Esta secuencia es también casi toda la historia del cine italiano sonoro. Sangre itálica para exhumar los viejos fantasmas errantes de un cine hermanado a la voluptuosidad. El nombre del protagonista: Fabietto, más italiano que la ópera. El rostro de Fabietto, además, en constante estado de onanismo acneico (gran hallazgo de casting con ojos cansinos y mandíbula caída). Fabietto recorre la película con tres cosas: amor por sus padres, observación furtiva constante y un estado de masturbación mental que luego se trasladará a la manual, para proseguir con el coito debutante, clausura de una etapa de la vida, pero no de las masturbaciones, que, como el cine de Sorrentino, buscan la belleza en la imaginación expandida de lo real.
Fabietto deberá sobreponerse a una tragedia. Pero esto ya pertenece a otra película, aunque Sorrentino nunca haría una secuela. La pérdida de los seres queridos es incomprensible y poco atenuable, y es seguida por un estado de sinsentido existencial pavoroso. La expresión masturbatoria tan propia de su edad, en Fabietto troca involuntariamente en una mueca de dolor sin consuelo, que es, junto con el coito, su verdadera acta de fundación de la adultez. Sorrentino no cuenta nada que no se haya contado mil veces, pero lo cuenta como lo cuentan los artistas de verdad: desde una perspectiva unívoca trastocada de subjetividad; desde una vena intempestiva y sensible como el regazo de la mamma arquetípicamente italiana: te cachetea si te portás mal, pero su calor es lo más tierno del mundo.
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(Italia, 2021)
Guion, dirección: Paolo Sorrentino. Elenco: Filippo Scotti, Toni Servillo, Teresa Saponangelo, Luisa Ranieri. Duración: 128 minutos.