Hace unas semanas, el profesor Sebastián Porrini hizo en el programa Cabaret Voltaire una serie de declaraciones sobre lo que él considera que es el cine francés. Allí simplifica décadas de una de las cinematografías más ricas e importantes de todos los tiempos como un cine de cámara fija en el que, durante dos horas, un verdulero habla sobre Nietzsche. Agrega, además, que los franceses tienen que entender que, como la palabra cine viene de kinesis, entonces la cámara se tiene que mover.
Por supuesto que la afirmación es una bestialidad, y no difiere demasiado (nada, en realidad) de quienes despectivamente hablan del cine de Hollywood como “pochoclero” y afirman que todo lo que sale de esa industria es puro estereotipo, o incluso propaganda imperialista. En ambos casos, se trata de generalizaciones absurdas que provienen o bien de personas que no vieron películas de uno u otro país, o de personas que sí las vieron pero tienen un sistema de pensamiento tan rígido que va incluso contra la propia evidencia.
Lo cierto es que no hace falta escarbar mucho para darse cuenta de que el cine francés no es eso; que abundan los ejemplos de cineastas franceses que hacen cine liviano, de género, donde no se habla ni de Nietzsche, ni de Kant, ni de Schopenhauer, ni de nada parecido. Tampoco es propio del cine francés el uso exclusivo de la cámara fija, y mucho menos puede sostenerse que una cámara fija haga que algo sea menos cinematográfico.
Sí, hay ejemplos dentro del cine francés (como los hay también en el cine estadounidense, japonés o de cualquier otra industria cinematográfica más o menos prolífica e históricamente relevante) que se ajustan a las descripciones de Porrini. Si hablamos de cámara fija, Jacques Tati —que, por otro lado, emulaba la comedia slapstick americana de los años 20— movía poco la cámara. Y como ejemplo extremo está La jetée, la maravilla de ciencia ficción de Chris Marker, compuesta enteramente por fotos fijas. Pero se trata de ejemplos demasiado específicos como para definir —ni siquiera por error— al “cine francés” en su conjunto.
Respecto de los diálogos filosóficos, podemos encontrar algunos en Mi noche con Maud de Éric Rohmer, con sus conversaciones sobre Pascal y las estadísticas, o en algunas películas de Godard. De hecho, Godard fue la víctima por excelencia de la edición de Cabaret Voltaire, que ilustró el recorte de las declaraciones de Porrini con una foto del cineasta, como si representara ese cine francés pomposo.
Para reforzar esta identificación entre el realizador y ese supuesto cine de cámara fija donde se habla sobre Nietzsche, Mauricio Vera, uno de los co-conductores de Cabaret Voltaire, aseguró en Twitter coincidir con el profesor Porrini ya que “La náusea y Godard son una mierda”.
Es la segunda vez, en poco tiempo, que la figura de Godard aparece con fuerza en el ámbito de la cinefilia tuitera (afortunadamente intensa, como todo lo que ocurre en esa red). La anterior fue cuando se presentó el tráiler de Nouvelle vague, de Richard Linklater, exhibida en el Festival de Cannes dentro de la competencia oficial. Fue impresionante ver hordas de cinéfilos indignados porque Linklater osó hacer un film en torno a la filmación de Sin aliento. Bastó ver el tráiler (repito, un tráiler, no una película) para que muchos godardianos calificaran la propuesta como una grosería, un insulto a la memoria de la Nouvelle vague y, sobre todo, a la figura de Godard. Algunos incluso especularon con que Linklater solo se atrevió a hacer esa película porque Godard había muerto, como si un homenaje fuera un insulto, y como si Godard hubiese sido un mafioso o un sicario, y no un cineasta nonagenario y gruñón.
Podría decirse que, en poco tiempo, contemplamos las dos formas extremas —aunque muy frecuentes— en las que suele abordarse a Godard: o el rechazo más absoluto o la devoción reverente. No quiero afirmar que ambas estén igualmente equivocadas. Me es mucho más fácil entender la reverencia que el rechazo, y estoy casi convencido de que quienes califican a Godard como lo hace Vera son personas que han visto muy poco de su cine, y de manera extremadamente poco atenta.
Los segundos, en cambio —los devotos—, probablemente hayan visto sus películas no una, sino varias veces, y sean más conscientes de las notables influencias que este director ejerció sobre el cine de las últimas décadas, tanto en cineastas experimentales como en el cine de género más popular.
La cuestión es que estas dos posturas resultan paradójicas si se tiene en cuenta que hablamos de un cineasta polémico, imperfecto, inclinado a la deformidad de estilos, que tuvo aciertos gigantescos y errores monumentales. Uno de los análisis más conocidos sobre Godard es, justamente, el de Susan Sontag, publicado en los años 60 y hoy recogido en uno de sus mejores libros de ensayos (Estilos radicales). Allí, Sontag afirmaba que parte de la gracia de Godard radicaba en que, cuando uno iba a ver una película suya, no sabía con qué se iba a encontrar. Eso lo diferenciaba radicalmente de otros cineastas de prestigio como Bresson o Dreyer, de quienes uno esperaba siempre una obra maestra. Con Godard, en cambio, uno podía encontrarse —según Sontag— con películas deslumbrantes o fallidas, e incluso dentro de una misma obra, con momentos notables y otros estéticamente desafortunados. De manera similar, un crítico extraordinario como Manny Farber, que solía deplorar el cine pretencioso y prefería lo lúdico, incluía a Godard en este último grupo: un cineasta que no trabajaba con conceptos rígidos, sino que parecía estar creando mientras filmaba. De hecho, en Godard está esa voluntad de improvisación durante el rodaje y, además, de hacerle notar al espectador que se está improvisando. Incluso el más pretencioso de los Godard tiene momentos de humor y, no pocas veces, un espíritu lúdico.
¿Cómo es entonces que un cineasta sin dudas extraordinario, pero con virtudes tan evidentes como sus imperfecciones, pudo generar posiciones tan extremas? Una posible respuesta es que, en sus últimas películas, Godard jugó demasiado al gurú, al guardián de un misterio. Sus films collage —Film socialisme, Adiós al lenguaje, La imagen libro— son ejemplos de cómo un cineasta mezcla imágenes para que el espectador haga una interpretación libre. El problema es que esas interpretaciones varían según el preconcepto que se tenga del director. Si uno lo considera un genio absoluto, la sucesión de imágenes se convierte en una meditación sobre la existencia, Occidente, Sarajevo o lo que sea. En cambio, quienes lo ven como un farsante, encuentran allí las arbitrariedades propias de un cineasta deshonesto, o incluso senil.
Desde este lugar, el último Godard se convirtió en un terreno de opiniones irreconciliables, porque era imposible discutir sobre películas cuya significación última dependía por completo del ojo del espectador.
En lo personal, nunca me ha entusiasmado demasiado el Godard de ese período. Lo veo políticamente difuso, y cuando no es difuso, lo veo infantil. Reconozco hallazgos estéticos extraordinarios, pero el problema es que eso es, precisamente, lo único que encuentro. He escrito sobre este tema en varias oportunidades, y una vez, en una charla con un godardiano rabioso, le dije —para provocarlo— que Godard podía odiar a Tarantino por verlo como un cineasta superficial, sólo interesado en el cine en sí. Pero que, en realidad, Godard terminaba siendo mucho más cerrado en lo estético que el propio Tarantino. A Tarantino le importan más cosas que el cine: le interesa el relato como fenómeno general, el lenguaje, el legado del nazismo, los límites de la ficción, la vejez… En cambio, en Godard, todo debe estar atravesado por la experimentación cinematográfica. No puede terminar de dar un discurso político porque debe ser interrumpido por un montaje inesperado; no puede hablar de un conflicto bélico sin avisarnos que encontró una nueva forma de usar el 3D.
Durante años sostuve estas críticas, y pensé que no había cineasta al que el cine le importara tanto como a Godard. Lo decía con una cierta desconfianza, como si volviera una y otra vez al mismo tema. Pero hace poco empecé a revisar esta postura, y fue una película argentina la que me hizo pensar que quizás estaba equivocado.
Hace unas semanas vi el Tríptico de Mondongo, tres films de Mariano Llinás. El proyecto nació a partir de un encargo de un grupo de artistas —los Mondongo—, que le pidieron al director que registrara la realización de una obra basada en El arte del color de Johannes Itten. Sin embargo, lo que termina siendo la película no es un documental sobre ese proceso, sino el relato de cómo Llinás fue perdiendo interés en el proyecto inicial e intentó hacer, él mismo, una adaptación de ese libro inadaptable.
Esa traición hacia un proyecto ajeno para transformarlo en algo rabiosamente propio recuerda varias acciones de Godard. En los años 70 y 80, por ejemplo, Godard realizó publicidades o cortos institucionales donde mostraba poco interés en promover la marca y mucho en experimentar o tomar posición política.
No es en lo único en lo que el tríptico de Mondongo se parece a Godard. la idea de poner y sacar una misma música una y otra vez (en este caso Llinás usa y mucho las bandas sonoras de Vertigo y Psycho, que aparecen muchas veces con la misma arbitrariedad con la que Godard sacaba y ponía ciertas melodías en sus películas) y a los juegos permanentes entre documental y ficción. Sin embargo hay un elemento godardiano muchísimo más fuerte que es la necesidad imperiosa de estar siempre presente en cada uno de los planos. En Mondongo Llinás está siempre ahí, manipulando las cosas, sea el montaje, como el guion, como la música. Puede haber momentos en la película donde veamos al grupo Mondongo, pero nunca hay momentos donde no vemos o sentimos la presencia de Llinás.
Llinás, creo yo, siempre heredó de Godard secretamente esa necesidad de mostrar que siempre estaba manejando o parcial o totalmente los hilos de sus películas. Desde este lugar, tanto Historias Extraordinarias como La Flor son menos películas sobre el amor por contar historias que por la acción de contar en sí. Esto siempre fue coherente con un cine que tenía algo de cristalinamente artesanal, donde más de una vez se siente la presencia del rodaje, del equipo de actores como miembros de un equipo que siente el acto de filmar entre otras cosas como una aventura. Por eso la relación que Llinás tiene con el cine ha sido siempre muy física, como si viera el acto de preparar, filmar y montar como una aventura colectiva impredecible.
Esa misma fisicidad a la hora de hacer una película está también en Godard, quien en algún momento declaró que prefería que le sacaran los ojos a las manos porque para él el acto de hacer cine tenía a esta altura algo de táctil. Esa necesidad de estar en contacto con el acto de filmar sacrificando sin importarle el preciosismo visual hizo que se fascinara a partir de los 80 en esos collages que podía armar desde su sala de edición con distingos VHS o que se propusiera hacer en lso años 70 aquella obra maestra algo desconocida de él como fue Número 2, un film imprescindible de su filmografía que explora las posibilidades de filmar y hasta proyectar en VHS.
Cuando uno piensa esto se da cuenta que la obsesión de Godard no es tanto la del cine como la de él moldeándolo, la de un hombre obsesionado con su propio ego y que hizo de alguna manera del cine un instrumento para transmitir esa egolatría infinita. Si Godard fue casi siempre un cineasta político limitado es porque para ser un gran cineasta político, como lo fueron Ford, Rossellini o Rohmer por ejemplo hay que saber mirar más allá de uno y abordar procesos políticos y sociales con distancia y sabiduría. Para un ego desmesurado como el de Godard, con su afán de figurar siempre, su necesidad de provocar antes que de meditar, su amor por el panfleto y los estereotipos groseros, la política le era un territorio al que muy raras veces supo abordar con altura.
Esa energía ególatra sin embargo, fue la que lo volvió un cineasta siempre joven. Esto se dijo muchas veces, por ejemplo, en sus películas collage. La palabra “juvenil” asociada a películas como Film socialisme, Adiós al lenguaje o La imagen libro fue bastante frecuente de leer en los godardianos entusiastas cuando se estrenaban estas películas.
Sin embargo esta vitalidad que siempre se mencionaba como una virtud también fue parte de sus limitaciones. Godard fue siempre joven, lo que lo hizo amar la experimentación, el afán por romper los moldes y de resiginificarse siempre. Pero también lo hizo un realizador a veces atolondrado y caprichoso, donde las reflexiones geniales y profundas no faltaban , pero que podían venir mechadas entre ideas por lo menos inadecuadas. Una de las paradojal de su figura es que fue la peor persona para tomar como gurú y para ningunear, y fueron estas dos reflexiones las que más abundaron sobre su figura en los últimos años.
En lo personal, creo que una forma interesante de abordar a Godard es pensándolo además de como un gran cineasta como una estrella de cine, una de las más grandes y originales que hayan existido. Hablar de Godard como una estrella parece a priori una forma de frivolizar su figura, sin embargo, creo por el contrario de que es una manera de volverlo más sofisticado y complejo.
Godard fue un genio del carisma, como lo fue Marilyn Monroe, Cary Grant o Elvis, una persona que supo hacer de su figura una obra de arte en sí misma. Es un ejercicio que requiere mayores niveles de sofisticación de lo que se piensa, y que Godard manejó con una originalidad única. Supo posar frente a la cámara, supo tener un tono de voz particular, supo hacer declaraciones ambiguas y supo también entender que el cine podía servir como una extensión de ese carisma. Diría incluso que el genio carismático de Godard fue más notable que su genio cinematográfico, porque mientras tuvo fallas en este último arte, en el otro, en su capacidad de llamar la atención por lo que fuera, fue absolutamente impecable. No esta desligado esto de su cine porque parte del genio carismático de Godard fue extender ese carisma a su técnica cinematográfica. Es decir, la personalidad de Godard no sólo se veía en sus entrevistas o fotos, también en su forma de montar, de iluminar o de musicalizar, fue alguien que hizo de la propia técnica del cine una extensión de sí mismo.
Por supuesto que esto requiere un nivel infinito de egolatría, pero la egolatría solo es un defecto insoportable en las personas mediocres. En las personas brillantes, los egos se vuelven a veces enojosos, a veces admirables pero siempre fascinantes. Fue un privilegio que hayamos podido ver ese ego brillar de formas deformes durante más de 90 años y que hoy esté impregnado en algunos de los planos más bellos y originales que dio el siglo XX.